lunes, 7 de abril de 2025

La herencia

Foto: Pedro Chacón


La herencia

 

Por Lilvia Soto

 

Para Blanca Norma Palacios Thayne

 

Non seulement nos souvenirs, mais nos oublis sont "logés". 

Notre inconscient est "logé".  

Notre âme est une demeure. 

Et en nous souvenent des "maisons", des "chambres", 

nous apprenons à "demeurer" en nous-mèmes. 

On le voit dès maintenant, 

les images de la maison marchent dans les deux sens: 

elles sont en nous autant que nous sommes en elles.[1]

 

Gaston Bachelard, La poétique de l'espace



Armando dice que su hermano 

la cortó hace tiempo,

Abuelo temía que cayera sobre el techo.

Minerva siente desilusión, 

hace años que no regresa 

pero todavía piensa en la palmera.

 

Arminda me muestra su mesa, 

redonda, de patas de león, 

como la de la abuela, 

pregunta si la recuerdo. 

Por supuesto. 

También el bote de los cubiertos 

que la abuela mantenía en su centro, 

siempre había un tenedor extra 

para un trabajador hambriento. 

 

Sandra quiere saber si todavía existe 

el escritorio del abuelo. 

Sus innumerables cajones y compartimentos 

han nutrido su imaginación a través de los años. 

 

Ana pregunta si recuerdo el velo de novia, 

su delicada fragancia aparece en sus sueños. 

Y en los míos.

 

Todos recordamos las macetas de la abuela, 

sus chabacanos y morales, 

su jardín, su cerca de piquete blanco. 

 

Comentamos las historias 

que la abuela nos contaba 

después de terminadas nuestras labores, 

mientras se enfriaban las brasas 

de la estufa de leña, 

las risas compartidas, 

los fantasmas que moraban bajo las camas.

 

Yo recuerdo las caminatas 

con Blanca y Alfonso 

después de sus partidos de baloncesto, 

por caminos de tierra iluminados 

por la más brillante luna 

que una citadina había jamás visto. 

 

Blanca y yo recordamos 

las muñecas que hacíamos 

de colchas viejas, 

con vestidos de percal nuevo 

y rostros bordados 

de ojos negros y labios rojos, 

sus roperos de cartón, 

sus mesas Avena Quaker 

y sus elegantes casas 

del adobe que horneábamos 

bajo el candente sol de Chihuahua. 

 

Recuerdo cada mañana 

de la primavera de mis ocho años, 

cuando recorría las acequias de Dublán 

cortando espárragos silvestres 

para la comida de mi hermana sietemesina.

 

En sudorosas noches de agosto 

dormíamos bajo las estrellas 

en camas que el abuelo improvisaba 

con anchas tablas sobre caballetes 

para protegernos de las bestias salvajes. 

 

Veintitantos primos recordamos 

la casa, 

el piano, el escritorio, 

las lámparas de aceite, 

la palmera, 

el banco bajo la palmera. 

 

Al compartir fotos, 

nos damos cuenta 

de que a todos nos fotografiaron 

bajo la palmera. 

Ahí está mi madre sobre una yegua 

con mi hermana en los brazos. 

 

Ahí está Gracia paseando a su primita 

en el coche de sus muñecas. 

Y ahí estoy yo, de pie, 

recostada sobre el césped, 

o con mi hermana en los brazos, 

en el banco bajo la palmera. 

 

Y ahí, mucho antes de que 

cualquiera de nosotros naciera, 

están nuestras jóvenes madres 

en coquetas poses, 

sentadas, de pie, tendidas

sobre el banco bajo la palmera. 

 

Hablamos de la despensa 

que la abuela mantenía

repleta de encurtidos en salsa de mostaza, 

frascos de manzana, tomate, membrillo, 

la mesa donde siempre cabía uno más, 

sus tortillas de harina, 

empanadas de durazno, 

su pan de levadura, 

su peinador, 

la magia de los destellos 

esmeralda, rubí, zafiro 

de los perfumes que centelleaban 

a la luz del atardecer.

 

Hablamos de Penny, 

el mimado pequinés que el abuelo engordaba 

bajo la mesa 

y del abuelo que se levantaba con las gallinas, 

encendía la estufa de leña 

y llevaba el tazón de café humeante a la abuela 

que se regodeaba en el calor de su cama 

hasta que salía el sol.  

 

Recordamos sus bodegas 

repletas de sacos de maíz, 

frijol, papa, cacahuate, 

sus huertas de duraznos y manzanos,

sus campos de alfalfa y sandía, 

sus caballos, sus minas. 

 

Ellos recuerdan las minas. 

Yo recuerdo los cristales morados, 

color de rosa, blanco centelleante 

alineados en el alféizar de las ventanas 

del porche junto a su recámara, 

donde tenía su escritorio 

de escondrijos y misterios.

Yo pensaba que los cristales 

eran una locura de su juventud, 

pero algunos primos recuerdan 

las minas, 

la búsqueda del oro que, 

al alimentar la avaricia y la envidia, 

se convirtió en riquezas legendarias. 

 

Entonces, 

un día asesinaron a nuestro tío, 

otro día una tía cambió el testamento. 

Como apedreados gorriones, 

nos dispersamos, 

huyendo de la fiebre del resentimiento, 

del deseo de venganza. 

 

Al encontrarnos de nuevo, 

buscamos los momentos abandonados 

en los cajones, bajo la escalera, 

detrás de las puertas, alrededor de la mesa, 

en el banco bajo la palmera. 

 

Pero la lámpara de aceite 

que nos esperaba en noches de baloncesto 

no vuelve a encenderse. 

Algunos se niegan a regresar. 

Recuerdan la chaqueta 

con sus seis agujeros de bala 

y al cuñado que huyó a Tombstone. 

Recuerdan los terrenos y el oro 

que no recibieron, 

piensan que les robaron su herencia. 

 

Otros escuchamos ecos que se apagan, 

tendemos la mano a gestos que retroceden, 

vemos sombras que se desvanecen 

y convertimos cada recuerdo, 

dulce o amargo, 

en una luminaria que alumbra 

el camino a la casa de la memoria, 

a la herencia.

_________

No solo alojamos nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos. Alojamos nuestro inconsciente. Nuestra alma es una morada. Y cuando recordamos las casas, los cuartos, aprendemos a vivir en nosotros mismos. Se ve de inmediato, las imágenes de la casa viajan en ambas direcciones: están en nosotros mientras nosotros estamos en ellas.

Gaston Bachelard, La poética del espacio  (Mi traducción). [1]

 

 

Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

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