miércoles, 31 de octubre de 2018

Almudena Cosgaya. Caja musical

Caja musical

Por Almudena Cosgaya

Una habitación completamente blanca, el color la ha abandonado y los ruidos son lejanos. Ahí me encuentro recostada en completa paz, intentando olvidar lo que ha pasado; pero no hay día, ni momento en el que no pueda evitar el recuerdo de aquel día.
Era una mañana fresca de las que te hacen temblar. Recuerdo haber  tomado el abrigo antes de salir rumbo a la casa de mi amigo Fernando, quien había llegado de un viaje y deseaba mostrarme  algo con urgencia.
No eran más de las 11:35 de la mañana cuando llegué, me abrió casi en un instante la puerta y me condujo a la pequeña estancia justo a un lado de las escaleras.
―Me alegra que llegarás pronto ―dice Fernando sin poder ocultar en su voz impaciencia y nerviosismo.
Sin tan solo hubiera puesto más atención a los detalles hubiera escapado en ese instante.
―Tu voz sonaba tan impaciente que creí que si no venía terminarías llegando a mi casa justo antes de colgar el teléfono ―respondí divertida mientras dejaba el abrigo en el pequeño sillón color blanco.
―Escucha… en mi viaje a la ciudad de Taxco me encontré maravillado recorriendo sus calles empedradas, pero el éxtasis llegó cuando en un bazar de segunda mano me encontré con esta bella aunque vieja caja musical. 
Quede sorprendida cuando lo vi sacando de una pequeña pieza de madera, tallada con diferentes figuras, lo cual le daba un toque de antigua.
―¿Quieres escuchar?
Lo preguntó como si fuera una advertencia. Fue la segunda señal y la deje pasar.
La melodía no era otra que Moonlight sonata de Beethoven. Lo que al inicio me pareció algo lindo pronto comenzó a helarme la piel, pues en el fondo de la melodía se escuchaba la voz de hombre o más bien el quejido. Detuve abruptamente a mi amigo y la música sesó.
―¿Era eso la voz de un hombre? ―pregunte con cierto temor.
―Entonces también lo has escuchado, comenzaba a creer que era parte de mi imaginación ―respondió Fernando reanudando la melodía―. Escuchemos más…
―Para, detenla... ―dije sin poder seguir soportando el que se oía, pero Fernando hizo caso omiso de mi petición. 
De pronto comenzaron a escucharse pasos en la segunda planta de la casa. Fernando detuvo la melodía y me miro con temor.
―¿Está tu madre en casa? ―pregunte esperanzada, deseando que se tratara de ella y no de otra cosa.
 Ya mi mente comenzaba a despertar y no sería bueno.
―No. Estoy solo ―respondió Fernando y para pesar de ambos la caja comenzó de nueva cuenta la melodía y de igual manera se oyeron los pasos en la planta superior.
―Detenla ―supliqué.
―No puedo. 
Aplicando toda su fuerza pudo detenerla, y ambos observamos con horror que una silueta se había detenido justo en la escalera. El miedo se apoderó de nosotros al ver un pie errante entre los escalones.
―No puedo detenerla másm ―gritó Fernando intentando frenar cada nota. Al no poder hacerlo, aquella silueta o ser bajaba las escaleras ante el horror de ambos.
―¡Salgamos de aquí! ―grité.
Justo en ese momento la caja escapo de las manos de Fernando y al caer al suelo la música continuó. La figura bajo la escalera con tanta rapidez que no recuerdo qué más sucedió. Ahora mis días los pasó en este lugar de paz, donde la música no se puede escuchar.
Muchos han intentado que averiguar qué le paso a Fernando... yo prefiero solo guardar silencio. Mirar hacia la nada.
Hay cosas que no debemos tomar a la ligera, incluso una melodía podría ser fatal en el lugar y momento menos indicados. Cuidado con lo que atrape tus oído o podrías perderte en el valle para siempre.



 
Almudena Cosgaya descubrió su gusto por las historias desde niña; hacía fanfics de relatos ajenos, lo cual fue para ella un excelente entrenamiento para escribir luego sus propios cuentos, al darse cuenta que en algunos de sus relatos de fanfic había creado un personaje que merecía su propia historia. Es autora de poemas y de prosa narrativa. En 2017 publicó La maldición del séptimo invierno, su primera novela.

martes, 30 de octubre de 2018

Ramón Alberto Rangel Flores. La cocina y los poemas, presentación del libro Panza llena, corazón de letras, de Ramón Gerónimo Olvera

En la foto Francisco León, Lucero de Santiago, Ramón Alberto Rangel Flores, Ramón Gerónimo Olvera yEdgar Trevizo

La cocina y los poemas, presentación del libro Panza llena, corazón de letras, de Ramón Gerónimo Olvera

Por Ramón Alberto Rangel Flores

La poesía toma muchas formas. Las imágenes que a veces aparecen en la ejecución de un poema pueden materializarse, cuántas veces no hemos comido una carne asada y pensamos que justo eso es un poema; por su olor, su presentación, su sabor. Por este embelesamiento con la comida es que la consideramos sublime, de ahí las odas elementales de Neruda. Y sucede que la gastronomía y la poesía no son entes ajenos, ambos necesitan sensibilidad para ser admirados, comprendidos e incluso ejecutados. Así como no cualquiera es cocinero, no cualquiera es poeta.
En Panza llena, corazón de letras Ramón Gerónimo Olvera, con la compañía gráfica de Fuco León, muestra un colorido menú lleno de tradición e identidad. Escribir es un acto de identidad, reconocimiento propio y proyección ante los demás. Aquí Ramón Gerónimo se muestra no solo como un poeta, sino como un conocedor de aquello que llega al paladar. Junto a la pluma, Ramón Gerónimo tomó el tenedor y la hizo de Chef y, sobre todo, de comensal, dando como resultado tanto un menú como la guía de un conocedor de la comida, un menú y una bitácora ilustrada. De la ilustración destaca lo colorido y adecuado, como si se tratase de una presentación gourmet de este lírico platillo.
Lo que tratamos aquí es obvio: hoy las letras nos darán de comer, el sueño de todo literato. Nutrirá nuestra imaginación el manejo lúdico de los alimentos que Ramón Gerónimo con gran receta cocinó. Aquí el poeta no solo nos habla de los elementos alimenticios que hacen base en nuestra cultura sino también elementos que tienen qué ver con su producción primordial, como la mención del tractor o del horno de tierra.
La historia y el canto a estos elementos de la gastronomía no podían haber nacido sin el buen diente de su autor, un poeta que además de mover la pluma sabe mover el bigote. La presencia dichos elementos no es gratuita, pues en cada uno de los poemas podemos distinguir a un Ramón Gerónimo emocionado, antojadizo y conocedor.
Con un tono lúdico, desenfadado, musical e infantil (infantil en un sentido juguetón lleno de colores y dinamismo que le otorga su ritmo y forma poética) Ramón Gerónimo  hace prosopopeya de los alimentos, los convierte en un personaje que es descrito, que padece una historia, que es destacado dentro de la cotidianeidad que nos rodea. La magia de la imaginación es ayudada por las ilustraciones adecuadas al milímetro.
Retomo la idea de los platos gourmet, pues Ramón Gerónimo da en porciones pequeñas y sustanciosas los versos, esos que mantienen un ritmo y una rima calculada; de esas que se hacen siguiendo la receta al pie de la letra, dejando espacio para nuestra sazón. Y como si fuera un bufet, no le hago el feo a unos chiles en nogada, unas enchiladas y para que resbale un sotol o ya de plano un tesgüino.
El poeta se hizo cargo de mencionar elementos cotidianos del quehacer culinario, dando en algunos casos dos poemas sobre el mismo elemento como es el caso de Olla tesgüinera  donde dice:

En misteriosos calderos
se prepara aquel brebaje
que vuelve “a los pies ligeros”
para iniciar ese viaje
tan antiguo como el barro.
Es la olla tesgüinera
donde nace el despilfarro
que religioso venera
el amor a “bocajarro”.

En los anteriores versos, de manera breve, el autor expone el contenedor donde aquella bebida toma vida, da un guiño también de la cultura que la gesta  y con ello arma un rápido recorrido turístico. Luego, poco más adelante nos habla de la bebida en sí de la siguiente forma:

Tesguino
donde la luz se dispara
allá en lo alto del pino
en el país tarahumara
allá se bebe el tesgüino.
Quien lo prueba se alimenta
de la mística raíz
que milenaria fermenta
los misterios del maíz.

De nuevo reitero la convergencia de dos textos girando sobre el mismo tema; la bebida de los tarahumaras. Otra vez el autor ofrece un tour cultural gastronómico, primero con su contenedor y ahora con su contenido.
Sin dejar en el olvido el apartado de las ilustraciones, obras de Fuco León, atino a decir que en lo personal me parecieron increíbles las adaptaciones de los colores y el empate con los poemas que representan, el uso del color, quisiera destacar la presencia del rojo, amarillo y naranja, colores que sirven para abrir el apetitito. Quienes dibujan tienen un don, pues más allá de lo abstracto, ellos, así como los poetas, revelan el mundo por medio de imágenes que interpretamos a un grado mental, los ilustradores lo llevan a un plano material y en este caso, reitero, fui un comensal que no batalló para elegir qué comer, puesto que este menú sí cuenta con las ideas de lo que ofrece y así no hay pierde. Puede uno pedir sin miedo.
Las referencias a la tauromaquia están presentes, dejando más sello de  su autor, resonancias de refranes, como aquel que a la luna le pide una tuna, uno que otro guiño en contra de los transgénicos y cabe mencionar esa aventura que vive un frijol en su destino final y cómo no, la aparición de Cuco Sánchez de manera inesperada durante la lectura. No ejemplifico lo anterior dicho porque espero que esto les sirva de duda y atiendan a leer el libro, y reconozcan las partes señaladas en sus respectivos poemas.
Ramón Gerónimo Olvera muestra en este libro, a manera del recetario al que acuden fervientemente las abuelas, los platillos que marcan nuestra gastronomía, por eso nos damos cuenta que si Dios bajara a la tierra, buscaría primero los puestos de comida que las librerías.

Olvera, Ramón Gerónimo: Panza llena, corazón de letras. Editorial Secretaría de Cultura de Chihuahua, México, 2018.



 
Ramón Alberto Rangel Flores es egresado de la licenciatura en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha publicado poemas en la revista Metamorfosis. Es autor del poemario Mortero (Tintanueva Ediciones, México, 2017). Actualmente forma parte del grupo literario Sangre Ediciones.

Adrián García Noriega. La guitarra como salvavidas

La guitarra como salvavidas

Por Adrián García Noriega

—Les voy a platicar mi historia para que se duerman, en vez de un típico cuento, aparte de que ya se nos agotaron los del libro, pero compraremos otro, a lo mejor mañana que vayamos al supermercado.
Cuando era niño, así como ustedes, mis padres peleaban mucho. Todos los días y a todas horas, en las tres comidas del día y hasta en las noches escuchaba los gritos de mi madre hasta mi habitación cuando le decía a mi padre que solo se la pasaba trabajando y que no le prestaba atención ni a ella ni a los hijos. Mi madre se la pasaba tomando en los tiempos en que mi padre trabajaba, o sea que casi todo el tiempo. Cuando mi padre llegaba del trabajo, ya a oscuras, era motivo de discusión el que mi madre estuviera botada con la barriga de fuera en el sillón que teníamos en la estancia.
—Señor Adriano, ¿a qué te refieres con botada?, ¿estaba tan gordinflona que botaba cómo pelota? Y si en caso de que mi hipótesis fuera acertada: ¿cómo botaba si estaba gorda y pesada?
Adriano apenas sonrió y le respondió.
—Adalberto Fernando Romero, lo que quiero decir es que estaba acostada, pero como si alguien la hubiera echado, tirado o aventado en el sofá con tal brusquedad que se le salía la barriga. En realidad no era tan gorda cuando yo era más chico, pero cuando cambió el vino tinto por caguamas, y por caguamas me refiero a la cerveza, Adalberto Fernando Romero, su estómago incremento casi un cincuenta por ciento en comparación al tamaño que tenía, lo contrario a las ofertas que agarraba de sus bebidas. Eso sucedió porque mi padre comenzó a darle el dinero muy medido para el mandado de la quincena a fin de que no tuviera solvencia para comprar alcohol. Sin embargo, mi madre solamente cambió de bebida.
Mi hermano mayor se enfocó en su novia a tal grado que era raro que lo alcanzara a ver, ya que llegaba casi siempre en las madrugadas. También se la pasaba con un grupo de amigos que tocaban distintos instrumentos musicales. Mi hermano amaba la guitarra y se la sabia de cuerda a cuerda tocando cualquier canción que le gustaba. Un día que yo tenía mucha hambre fui a la cocina a tomar algo como de costumbre, en lo que llegaba mi padre a darme comida comprada en algún puestesucho de la calle. Siempre me traía algo distinto y muy sabroso, aparte de que él me acostaba y me platicaba un poco de su trabajo; de esa forma me quedaba dormido porque él era contador en un banco y los números me daban sueño. Ese día yo no podía dormir por las discusiones y los gritos que tenían mis padres, y comencé a llorar; me sentía indefenso y solo, como si nadie me pudiera ayudar en caso de que saliera alguien del ropero o alguien entrara por la ventana. Pero en cuestiones de minutos mi hermano entró a mi habitación como Thor con su Mjolnir, pero en realidad era su guitarra llena de calcomanías de Alaska y Dinarama, entre otros grupos musicales. Él se acercó a mí y me abrazó y me dijo que todo iba a estar bien. Yo le pregunté por qué su abrazo era tan prolongado, que si se sentía mal o estaba triste. Le dije que por mí no se preocupara, no era para tanto, al rato se me iba a pasar y me iba a quedar dormido. Él me respondió, con la sorpresa, que se tenía que ir porque terminaría la escuela en la nueva ciudad donde viviría su novia. Y por supuesto que lloré mucho más. Mi hermano después de unos minutos me soltó y me dijo que su guitarra la dejaría debajo de mi cama para que sintiera su compañía. Yo le pregunté: ¿la compañía de quién? Y él me respondió: de los dos.
Desde ese momento la guitarra y yo nos hicimos fieles amigos. Eso no era lo más normal, sin embargo lo fui admitiendo porque yo no tenía otros amigos; mi mamá no me mandaba a la escuela y yo ya tenía siete años. Recuerdo que Mjolnir era mi poder en contra de la tristeza y la soledad, pero como todo gran poder, requería aprender a usarla para lograr defenderme. Lo cual me hizo recordar que mi hermano había dejado algunos papeles en la que una vez fue su habitación. Cuando los revisé había unas partituras de Mi novio es un zombi, entre muchas otras de ese grupo. Me las aprendí todas, aunque fue difícil. La del zombi era mi favorita, con decirles que en las noches la usaba en plena tempestad de discusiones, y nunca más pasó a estar a un lado de mi pato; no me podía seguir arriesgando a que un día lo patearan sin querer y bañaran a mi hermosa Mjolnir, así que dormía a un lado mío.
—Señor Adriano, si tenías un pato de mascota ¿por qué no jugabas con él?
Adriano nuevamente sonrió y le respondió.
—No, José Jorge Guadalupe, no hablo literal refiriéndome al animal, sino a un instrumento que se usa para orinar cuando una persona no puede ir al baño por ella misma. Como se inclina sin derramarse para brindar mayor facilidad en su uso, es parecido a un pato, por eso se llama así.
A esa guitarra yo la quería demasiado, y la sigo queriendo. Una noche lluviosa en la que mi padre aún no llegaba del trabajo, mi madre mostraba mucho miedo por los truenos. Fue a mi recamara y se quiso acostar a un lado mío. Yo le dije que ese lugar era de Mjolnir y que ella podía seguir bebiendo y de ese modo se le olvidarían los relámpagos. Mi madre me dijo a gritos que era un niño muy grosero y malo y me dijo muchas otras cosas. Mi papá entró en ese instante y la quitó de enfrente de mí. Y cuando la volteó tomándola del brazo le dijo que tenía que ir a un lugar a atenderse y curarse de ese vicio, y que él se encargaría de eso. Antes de irse me sentó en mi silla para que comiera lo que me había llevado y después ya no supe nada hasta el día siguiente que salieron en el noticiero. Los dos murieron impactando el coche con otro carro donde las otras personas también murieron, pero el otro matrimonio llevaba a sus hijos, ellos fueron los únicos que quedaron con vida porque llevaban el cinturón de seguridad puesto. A mi madre la reconocí en las imágenes borrosas que pasaron por la televisión por los colores de la ropa que llevaba, ella estaba embarrada en el vidrio del otro carro. El vidrio parecía un enorme mata moscas el cual les dejaba oxígeno a las personas que sí querían vivir. La verdad es que sí me sentí muy triste por los dos, así que decidí acompañarlos en donde fuera que estuvieran y de la forma que sea. Aparte de que tenía mucha hambre y no había ni migajas de lo que había sido mi cena de madrugada, y yo sabía que ya no habría nadie que me diera de comer ni me ayudara en otras cosas que yo no podía hacer. Así que con dignidad tomé a mi hermosa acompañante de caderas impetuosas de la parte superior, porque obviamente no la iba a dejar sola ya que tanto ella como yo nos sentiríamos solos sin sentido por no sentirnos, después abrí la puerta que da a la calle principal, esperé a que pasara un vehículo grande para que fuera segura mi batida en el pavimento, pero no pasaba ni un culero.
—Señor Adriano, ¿qué es culero?
—Ammm… Son las personas que no hacen lo que uno espera. Bueno. El punto es que como no pasaba ningún carro proporcional para mi solicitud, me arrojé frente a una motocicleta.
—¿Y qué pasó, señor, te moriste?
—¡Sí, y soy el fantasma viejo de aquel niño!
Los niños gritaron fuertemente y al mismo tiempo se reían con fervor.
—Chicos, esperen, les terminaré la historia —los niños se quedaron callados y atentos—…Cuando abrí los ojos me di cuenta que el motociclista había pasado por encima de mi guitarra. Solamente me dolía un poco el diafragma, pero lo que más me dolía era que mi guitarra estaba casi hecha pedazos. Escuché la voz de mi hermano que me decía que todo iba a estar bien porque él me repararía a mi protector. Y por esa razón estoy aquí con ustedes.
—Señor Adriano… No les estarás contando cosas que no harán dormir a mis niños, verdad…
—Buenas noches, señorita Josefina Teresita de la Cruz. Ya quedó mi oficina así que me retiro a seguir con mi trabajo.
—No, señor Adriano, no te vayas todavía; cuéntanos más, no seas culero. Y tú, señorita Josefina Teresita de la Cruz, tampoco seas culera, deja que el señor Adriano nos siga contando.
—Pero que lenguaje tan más horrendo. No lo puedo creer; ¿tú si?, señor Adriano.
—Como les decía niños: persígnense antes de dormir y hasta mañana. Ya me fui.





José Adrián García Noriega estudia en la Universidad de Sonora la licenciatura de literaturas hispánicas. En esa misma institución trabaja en la difusión a las estrategias de inclusión de empresas e instituciones hacia personas con discapacidades. Escribe relatos y guiones, ha publicado algunos en revistas culturales.

lunes, 29 de octubre de 2018

Raúl Sánchez Trillo. John Reed, un poeta en la trampa

John Reed, un poeta en la trampa

Por Raúl Sánchez Trillo

Tan poco tiempo es el título del libro escrito por Bárbara Gelb en 1973, y traducido al español por Ediciones Roca, donde se narra the love story entre John Reed y Louise Bryant. La estrategia publicitaria de su portada, en la que aparece el listón “Reds (rojos) la película de los 3 Oscars”, sugiere que fue la base para el guión de la película protagonizada por Warren Beatty. Pero la ausencia de prólogo y la escasa información de sus solapas no lo confirman. Si se coteja con la versión cinematográfica se deduce que, cuando menos, el libro debió ser uno de los documentos consultados para elaborar el guión. No obstante, la obra de Barbara Gelb es una interesante investigación en la que se pretende desmitificar al Reed que la propaganda política y las películas han contribuido a formar, o mejor dicho, a deformar.
Sin demérito de las cualidades de esta pareja de periodistas radicales, la autora muestra los perfiles humanos de un hombre y una mujer rebeldes que padecieron separaciones, celos y cárcel, en una época en la que el optimismo dotó a la bohemia estadounidense de la seguridad de poder cambiar el mundo.


Si bien en los fines de siglo el pesimismo y la inseguridad parecen instalar su reino, cada inicio de siglo, quizá por el hecho psicológico de iniciar una nueva cuenta, despierta expectativas de renovación y se caracteriza por un optimismo a veces desmesurado. Esta fe en el progreso, este enamoramiento por las utopías y el sentimiento de estar predestinados para lo trascendental, se apoderó en las primeras décadas del siglo 20 tanto de artistas como de luchadores sociales de casi todo el mundo, no siendo la excepción la intelectualidad neoyorquina, asentada territorialmente en Greenwich Village.
BarbaraGelb registra el ánimo colectivo que imperaba en ese medio: “Al igual que Reed, muchos de los habitantes del Village ya se habían hecho famosos en sus respectivas actividades. Otros, como el dramaturgo Eugene O´Neill, estaban a punto de serlo. A casi todos, desde el poeta Maxwell Bodenheim hasta la anarquista Emma Goldman, les poseía un fervor misionero; estaban seguros de poder cambiar el mundo. Era un período de ingenuo egoísmo, de líbidos recientemente descubiertos, de sitios baratos donde comer y beber. La sexualidad, el cubismo, el anarquismo, la prensa amarilla y Freud eran los temas principales de las apasionadas discusiones”.


Greenwich Village fue refugio de los artistas norteamericanos de la época que escapaban de los ambientes clasemedieros de sus localidades.
Gracias al surgimiento de un barrio negro en esa zona, que automáticamente devaluó las propiedades cercanas, las rentas quedaron al alcance de los intelectuales quienes, como suele suceder con los artistas de todas las épocas, no se caracterizaban por tener recursos económicos en abundancia. Surgió entonces “una bohemia espontánea y vital, única en la historia del país”, cuyo escenario era “…una mezcla de tugurio neoyorquino, ciudad de crecimiento rápido del Oeste y revive gauche parisina”. Aunque Louise Bryant y John Reed recorrieron medio país y medio mundo, el Village fue un lugar determinante en su relación de pareja por el círculo de amigos y la filosofía que emanaba del ambiente respecto a todas las cosas.
Acuerdos tácitos del Village eran que el amor debía ser libre, los acuerdos sentimentales no debían imponer trabas moralistas, que era inútil sostener una relación cuando el afecto espontáneo se volvía obligatorio. Louise y John fueron una pareja afortunada. Su relación amorosa duró alrededor de cuatro años, tiempo durante el cual hubo largas separaciones entre ellos, una guerra mundial y la revolución más importante de este siglo, acontecimientos capaces de paliar cualquier crisis conyugal que llegara a emerger.


A pesar de los esfuerzos de redacción imparcial de Barbara Gelb, nos queda la impresión de una Louise muy hojaldra y de un John medio pendejón. Louise aparece como una mujer muy liberada que, sin embargo, se quita los años y miente en algunas cuestiones, por ejemplo su libro sobre la URSS se titula Seis rojos meses en Rusia, cuando en realidad solo estuvo cuatro meses en ese país. Por otro lado, mantiene un romance con Eugene O´Neill, construyendo un triángulo en el que engaña a los dos para sentirse secretamente triunfante por tener en sus manos a ambos hombres: era la musa inspiradora de O¨Neill, el brillante escritor en ciernes, y la compañera de Reed, el periodista afamado que, ignorante de su infidelidad, apoyaba incondicionalmente la carrera de su rival.
Según Gelb, “los motivos para la conducta de Louise eran complejos. Parecía tener una necesidad irresistible de correr peligros, como si el riesgo la estimulase. Cuando no enfrentaba peligros reales, como viajar por países en guerra o hallarse presente en revoluciones, tenía que crear una situación que le despertara tensiones. Una manera de hacerlo era mantener un intenso romance con dos hombres a la vez, sin que ninguno de ellos lo supiera Pese a su convicción, totalmente sincera, de que Reed era el hombre de su vida, parecía que la monogamia no era para ella el estado perfecto”. Pero tampoco era muy congruente con lo que sentía cuando se trataba de su pareja: la sincera confesión de Reed de haber tenido una aventura sin trascendencia le produjo un histérico ataque de celos que, en una reacción peor que en la película Escenas en un supermercado, de Woody Allen, la llevó a tomar la decisión de irse a Europa como corresponsal de guerra. Por su parte, Reed exhibe una empalagosa cursilería en su correspondencia con Louise, sobre todo en ese período en que se siente terriblemente culpable por su desliz amoroso.


“Cogido en una trampa”, dicen que dijo John Reed cuando expiró en un hospital de Moscú, y aunque Barbara Gelb no da mucho crédito a esta versión recogida en las memorias de Emma Goldman, en esta frase se expresa, más aún con el curso del tiempo, la situación en que cayeron muchos intelectuales que se lanzaron a apoyar la revolución rusa bajo la idea que Breton expresara poéticamente: “no importa que la violencia anide en los cuernos del carnero, si toda la esperanza del mundo se ve en sus ojos”.
Reed fue de hecho un poeta anarquista que apostó siempre por la vida y su diversidad. En la etapa en que estaba a punto de elegir entre el periodismo o la propaganda política, escribió sobre sí mismo: “Algunos hombres parecen encontrar pronto su línea de acción, y crecen espontáneamente y con pocos cambios hacia lo que han de ser. No tengo idea de qué seré o qué haré dentro de un mes. Siempre que he intentado ser algo determinado, he fracasado; solo dejándome llevar por el viento me he encontrado a mí mismo y me he lanzado a un nuevo papel. He descubierto que solo soy feliz cuando trabajo intensamente en algo que me gusta. Nunca he logrado aguantar mucho tiempo lo que me disgusta, y ahora no podría aunque quisiera.” Y sacrificando al escritor, decidió ser propagandista político para la causa del socialismo internacional.
Tal vez esa fue su propia trampa porque, como alguna vez dijo Lincoln Steffens, el periodista norteamericano que tuvo mayor influencia en él: “Lo que más temía eran sus convicciones; intenté que dejara de lado sus convicciones y jugara. Que jugara con la vida. Que amara, viviera y contara todo. Pero todo, no un solo aspecto de las cosas. ¿Por qué? Porque un poeta es más revolucionario que un radical”.

(Esta crónica de Raúl Sánchez Trillo es parte de su libro Notas anárquicas, inédito).





 Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y actualmente secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua.