Foto Pedro Chacón
Quetzalcoatl.
Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 5: Los Danzantes
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Una vez que el coro
se hubo marchado, otro grupo de personas subió la escalinata, traspasó la
hilera de columnas y se formó frente al trono. Se trataba esta vez de un grupo
de danzantes.
Vio
Ce Ácatl cómo disponían el gran teponaxtle que traían consigo y cómo el
chapeyón mayor sacaba de una bolsa de piel de ciervo las chirimías y las
distribuía a los danzantes.
Algunos
alcanzarían dos, otros solo una.
Mientras tanto los danzantes se prendían los carricillos y cascabeles ‒las campanillas llamadas ayohualli‒ por medio de unas cintas que bajaban desde sus
cinturas hasta los tobillos y ajustaban sus máscaras de manera que pudieran ver
por los orificios dejados para sus ojos. Sin más preámbulo comenzaron a danzar.
El
príncipe se dispuso de muy buena gana a observar a los muchachos comenzar sus
danzas.
Aun
para lo que se acostumbraba en aquel tiempo, exhibía este grupo una
impresionante habilidad acrobática, particularmente cuando efectuaban aquellos
pasos que requerían quedarse un largo tiempo en un pie mientras que el otro lo
tenían alzado a nivel de sus mentones.
El
príncipe sacerdote se encontraba muy entretenido siguiendo arrobado las
evoluciones de los danzantes, cuando de pronto cayó en la cuenta de que uno de
ellos traía un espejo atado firmemente a su tobillo izquierdo.
—¡Otra
vez! El símbolo distintivo de Tezcatlipoca —Ce Ácatl hizo una señal a uno de
los fieros guerreros, guardias personales del rey sacerdote, y le indicó que
removiera a aquel danzante, que por cierto era el más musculoso y atlético de
ellos.
Los
guardias lo tomaron de los codos y, llevándolo en vilo, lo sacaron del salón.
El príncipe no pudo ver si solo lo dejaron en la escalera o lo habían llevado
hasta la plaza, pero los guardias volvieron pronto. Los demás danzantes
continuaron su danza con rostros impasibles.
Ahora el príncipe los miraba con
disgusto, con un desdén notable en su rostro. Al concluir la danza, los
muchachos se retiraron caminando hacia atrás e inclinando las cabezas ante el príncipe
y su trono. Ce Ácatl ni siquiera los miraba.
Topiltzin se quedó en el salon del trono. En su mente repercutía la advertencia que su abuelo le había hecho cuando pasó de ser un simple guerrero a teopixca tlatoani un gobernante sacerdote. "Mientras más alto el trono, más solo estarás. Y si haz de caer, el golpe será más duro. Mientras mayor sea tu poder y autoridad también aumentará el número de tus enemigos, la dificultad de continuar en donde estés en ese momento y, si hay algo más, la de seguir subiendo."
¿Estaría listo, preparado para
conocer esa completa soledad que implica o conlleva el convertirse en un dios?
Pero el proceso continúa en movimiento, está pasando, ya casi no recuerdan las
gentes ‒y parecería que él tampoco‒ que había crecido como cualquier niño en el
barrio ‒justo atrás de donde está ahora su
palacio y el templo de los Atlantes‒ que
corría y tiraba piedras, cazaba ranas y lagartijas, que tenía media docena de
hermanos. No, ahora se dice que llegaste del ignoto norte conduciendo a tu
pueblo, los toltecas, identificándote cada día más con tu dios tutelar, con la
estrella de la mañana, con el portentoso dios del viento, Quetzalcóatl, la
Serpiente Emplumada, el cintilante ofidio, el nuevo sol...
Algunos cronistas respaldarán esta
fantasía diciendo que llegaste ya maduro del norte guiando a tu pueblo y que
fundaste entonces la magnífica ciudad de los toltecas, Tollan o Tula, después
de todo es digno de los dioses fundar ciudades, especialmente ciudades magnas
como esta en la que vives y en la que comienzas a ser, más que un gobernante,
un dios con toda la barba.
Y habrás de saber que tus barbitas y
el tono blanquecino de tu piel también serán mitificados y contribuirán en el
futuro a definir la historia. Dijiste entonces a tu vocero que permanecía como
una columna más al lado del trono, inmóvil y en silencio:
—Lo
ves, anciano. Tezcatlipoca ya no aguanta más. Quiere sangre. Ha enviado su
primer mensaje.
¿No
será que tienes miedo, Topiltzin? Dice la leyenda que allá en la ciudad donde
se hacen los dioses tú y tu hermano, el can Xólotl, derrotaron a los tepocas,
que el sol nuevo es tu sol y que el señor del espejo humeante fue
permanentemente desterrado.
¡Ay
Topiltzin! Tú lo hacías allá abajo en el Mictlán, fungiendo de dios del averno
y de los muertos, pero de hecho definitivamente desterrado. O sea, sin ningún
poder o influencia, excepto sobre aquellos que ya dejan este mundo, esta
vida... Y dabas por sentado que, ‒¡oh Ce
Ácatl!‒ tal era la disposición final tanto
para él, Tezcatlipoca, como para ti Quetzalcóatl: tú como supremo magnate en la
tierra, como el sol y como su encarnación progresiva en la tierra; él en su
destierro en el inframundo. Alguna vez lo oíste decir ‒tal vez lo soñaste‒
que eso era todo lo que él deseaba, no quería más.
Pero,
volviendo al momento que nos ocupa, parecería que Tezcatlipoca comienzaba a
manifestarse otra vez en este mundo. Estos muchachos están trayéndolo de nuevo,
al punto de hacerte dudar de haber tenido la razón cuando pensaste que el
pueblo no quería ya más sangre. Estos jóvenes, muchachos bien dotados física y
espiritualmente te han manifestado que quieren que los sacrificios humanos
vuelvan y que se derrame sangre por los taludes del teocalli, y que los
sacerdotes eleven los corazones todavía palpitantes para alimentar al sol, a
los astros, a Tezcatlipoca y, ¡qué paradoja! aun a ti Quetzalcóatl.
Este
coro que acaba de salir está compuesto de muchachos y muchachas hijas de
guerreros muertos en combate o sacrificados en honor a los dioses. Has visto
como los tepocas los pueden convencer fácilmente. Es decir, ahora tendrás que
mantener tu posición, tu autoridad. Y recuerdas lo que algunos de tus
consejeros te recomendaban:”no te metas con los sacrificios humanos, el pueblo
no está listo para prescindir de ellos, se rebelarán."
Pero, ¡ya era hora de acabar con esa
barbarie!
Sin
embargo habría de considerarse que el grupo que había hablado ese día en
palacio era tan solo el primero, más y probablemente más violentas
intervenciones habrían de venir de los tepocas. Todo aquello en cierta manera
representando que la lucha cósmica que había durado tanto tiempo no había
terminado. No era lógico que así hubiera sido. Y más que nada, no era de
pensarse que una teocracia militar que había sido constuída sacrificando los
enemigos capturados a los dioses, iba, así como así, a renunciar a un sistema
que visto desde sus resultados era exitoso y coherente: no cabía duda de que
los dioses protegían al pueblo tolteca y los sacrificios humanos eran ‒al menos así lo veían tanto los sacerdotes como
los militares‒ la razón del favor de los
númenes.
Algunos
incluso veían más allá, en el futuro, pues ya se fraguaban los usos y
costumbres que llegarían a su apogeo con los aztecas y sus multitudinarios
sacrificios a Huitzilopochtli. Para estos, la contundencia de un sol que sale
todos los días en un mar de sangre, el color del amanecer, y que decir del
atardecer, el querer que el sol siguiera saliendo estaba atado a la idea de que
había que alimentarlo con los corazones palpitantes de las víctimas
sacrificiales. Debemos decir empero que el caso de Tezcatlipoca era un tanto
diferente, según alguna tradición este dios requería de un sacrificio cada año
para seguir vivo. Así que podía esperar, tenía tiempo.
Ce
Ácatl estaba temblando. Sería de miedo o de coraje. Sabía que los miembros del
consejo, la mayoría de ellos guerreros, veteranos de mil combates, aguerridos
militares y los demás sacerdotes, tenían sus puntos de vista muy arraigados y
por supuesto opuestos a la prohibición de los sacrificios humanos. Había
comentado cínicamente uno de ellos "que los sacrificios estén prohibidos
ahora no significa nada, los sacrificios estaban antes que Ce Ácatl y ya
estarán después de él. Los dioses pueden esperar." Otro había dicho:
"Ya veremos si podemos resistir la presión popular: el pueblo ama el
espectáculo de los sacrificios." De hecho estas declaraciones soslayaban
dos verdades importantes, la primera, el pueblo amaba ya más a su príncipe
Quetzalcóatl que a los sacrificios y que, si bien muchos acudían con morbo y
placer a presenciarlos, muy pocos hubieran querido ser ellos mismos la víctima
sacrificial que en ese momento se ofrecía.
Tal
vez esta última opinión era la que preocupaba más a Ce Ácatl, ya lo había visto
esta mañana: un coro y un grupo de danzantes, los dos abogando por
Tezcatlipoca. Y se preguntaba, ¿seguirá el dios enviando niños, sirviéndose de
ellos para manifestar su sed de sangre? O tal vez ¿vendrá después él mismo en
persona a pedir esa sangre, los corazones palpitantes para saciarla?
Reflexionando
Ce Ácatl pensaba: cuán difícil es resistir el homenaje y el olor del incienso,
del copal sagrado. ¿Cómo es que había resistido el de la sangre y el de los
corazones palpitantes? Entre los generales la decisión de prohibir los
sacrificios había generado dos interpretaciones distintas: una la de la
arrogancia, es decir Ce Ácatl por alguna razón se sentía único, el llamado, y
por eso lo había hecho. La otra era el de la genialidad: Qué mayor muestra de
poder que arrancarles a los sacerdotes su más poderoso instrumento de control
de las masas, y de liberar al pueblo de una opresión aberrante que aunque no
abiertamente expresada sabían que existía en el fondo de los corazones ‒corazones que se resistían a ser sacrificados...
desperdiciados‒ para alimentar a dioses
improbables y absurdos.
¡Qué
mayor muestra de poder que llegar y arrancar del seno familiar a alguien para
llevarle a sacrificar!
Cuando
terminó el grupo de danzantes y se quedó solo con sus guardias y un par de
consejeros, cayó en la cuenta de las expresiones en sus rostros adustos; tal vez era solo la inseguridad de ver a su
príncipe siendo retado en su propio terreno, en su propia casa.
Y
tal vez pensaran que si alguien había tenido la osadía de llegar hasta allí con
esas cuitas, era porque tenía un fuerte respaldo. Tal vez esos tepocas eran más
fuertes de lo que habían pensado y que el trono del príncipe pudiera
eventualmente bambolearse.
Algunos
incluso llegarían a pensar que Ce Ácatl debiera ceder, unos pocos sacrificios
satisfarían a esos pocos inconformes.
De
cualquier manera los consejeros más prácticos cayeron en la cuenta de que
deberían vigilar más atentamente los movimientos del enemigo: deberían precisar
cuantos eran, que fuerza tenían, quién estaba al frente de ellos.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una
verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con
una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara
Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los
forjadores.
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