lunes, 25 de noviembre de 2024

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 5: Los Danzantes

Foto Pedro Chacón

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 5: Los Danzantes

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Una vez que el coro se hubo marchado, otro grupo de personas subió la escalinata, traspasó la hilera de columnas y se formó frente al trono. Se trataba esta vez de un grupo de danzantes.

Vio Ce Ácatl cómo disponían el gran teponaxtle que traían consigo y cómo el chapeyón mayor sacaba de una bolsa de piel de ciervo las chirimías y las distribuía a los danzantes.

Algunos alcanzarían dos, otros solo una.  Mientras tanto los danzantes se prendían los carricillos y cascabeles las campanillas llamadas ayohualli por medio de unas cintas que bajaban desde sus cinturas hasta los tobillos y ajustaban sus máscaras de manera que pudieran ver por los orificios dejados para sus ojos. Sin más preámbulo comenzaron a danzar.

El príncipe se dispuso de muy buena gana a observar a los muchachos comenzar sus danzas.

Aun para lo que se acostumbraba en aquel tiempo, exhibía este grupo una impresionante habilidad acrobática, particularmente cuando efectuaban aquellos pasos que requerían quedarse un largo tiempo en un pie mientras que el otro lo tenían alzado a nivel de sus mentones.

El príncipe sacerdote se encontraba muy entretenido siguiendo arrobado las evoluciones de los danzantes, cuando de pronto cayó en la cuenta de que uno de ellos traía un espejo atado firmemente a su tobillo izquierdo.

—¡Otra vez! El símbolo distintivo de Tezcatlipoca —Ce Ácatl hizo una señal a uno de los fieros guerreros, guardias personales del rey sacerdote, y le indicó que removiera a aquel danzante, que por cierto era el más musculoso y atlético de ellos.

Los guardias lo tomaron de los codos y, llevándolo en vilo, lo sacaron del salón. El príncipe no pudo ver si solo lo dejaron en la escalera o lo habían llevado hasta la plaza, pero los guardias volvieron pronto. Los demás danzantes continuaron su danza con rostros impasibles.

            Ahora el príncipe los miraba con disgusto, con un desdén notable en su rostro. Al concluir la danza, los muchachos se retiraron caminando hacia atrás e inclinando las cabezas ante el príncipe y su trono. Ce Ácatl ni siquiera los miraba.

            Topiltzin se quedó en el salon del trono. En su mente repercutía la advertencia que su abuelo le había hecho cuando pasó de ser un simple guerrero a teopixca tlatoani un gobernante sacerdote. "Mientras más alto el trono, más solo estarás. Y si haz de caer, el golpe será más duro. Mientras mayor sea tu poder y autoridad también aumentará el número de tus enemigos, la dificultad de continuar en donde estés en ese momento y, si hay algo más, la de seguir subiendo."

            ¿Estaría listo, preparado para conocer esa completa soledad que implica o conlleva el convertirse en un dios? Pero el proceso continúa en movimiento, está pasando, ya casi no recuerdan las gentes y parecería que él tampoco que había crecido como cualquier niño en el barrio justo atrás de donde está ahora su palacio y el templo de los Atlantes que corría y tiraba piedras, cazaba ranas y lagartijas, que tenía media docena de hermanos. No, ahora se dice que llegaste del ignoto norte conduciendo a tu pueblo, los toltecas, identificándote cada día más con tu dios tutelar, con la estrella de la mañana, con el portentoso dios del viento, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, el cintilante ofidio, el nuevo sol...

            Algunos cronistas respaldarán esta fantasía diciendo que llegaste ya maduro del norte guiando a tu pueblo y que fundaste entonces la magnífica ciudad de los toltecas, Tollan o Tula, después de todo es digno de los dioses fundar ciudades, especialmente ciudades magnas como esta en la que vives y en la que comienzas a ser, más que un gobernante, un dios con toda la barba.

            Y habrás de saber que tus barbitas y el tono blanquecino de tu piel también serán mitificados y contribuirán en el futuro a definir la historia. Dijiste entonces a tu vocero que permanecía como una columna más al lado del trono, inmóvil y en silencio:

—Lo ves, anciano. Tezcatlipoca ya no aguanta más. Quiere sangre. Ha enviado su primer mensaje.

¿No será que tienes miedo, Topiltzin? Dice la leyenda que allá en la ciudad donde se hacen los dioses tú y tu hermano, el can Xólotl, derrotaron a los tepocas, que el sol nuevo es tu sol y que el señor del espejo humeante fue permanentemente desterrado.

¡Ay Topiltzin! Tú lo hacías allá abajo en el Mictlán, fungiendo de dios del averno y de los muertos, pero de hecho definitivamente desterrado. O sea, sin ningún poder o influencia, excepto sobre aquellos que ya dejan este mundo, esta vida... Y dabas por sentado que, ¡oh Ce Ácatl! tal era la disposición final tanto para él, Tezcatlipoca, como para ti Quetzalcóatl: tú como supremo magnate en la tierra, como el sol y como su encarnación progresiva en la tierra; él en su destierro en el inframundo. Alguna vez lo oíste decir tal vez lo soñaste que eso era todo lo que él deseaba, no quería más.

Pero, volviendo al momento que nos ocupa, parecería que Tezcatlipoca comienzaba a manifestarse otra vez en este mundo. Estos muchachos están trayéndolo de nuevo, al punto de hacerte dudar de haber tenido la razón cuando pensaste que el pueblo no quería ya más sangre. Estos jóvenes, muchachos bien dotados física y espiritualmente te han manifestado que quieren que los sacrificios humanos vuelvan y que se derrame sangre por los taludes del teocalli, y que los sacerdotes eleven los corazones todavía palpitantes para alimentar al sol, a los astros, a Tezcatlipoca y, ¡qué paradoja! aun a ti Quetzalcóatl.

Este coro que acaba de salir está compuesto de muchachos y muchachas hijas de guerreros muertos en combate o sacrificados en honor a los dioses. Has visto como los tepocas los pueden convencer fácilmente. Es decir, ahora tendrás que mantener tu posición, tu autoridad. Y recuerdas lo que algunos de tus consejeros te recomendaban:”no te metas con los sacrificios humanos, el pueblo no está listo para prescindir de ellos, se rebelarán."

            Pero, ¡ya era hora de acabar con esa barbarie!

Sin embargo habría de considerarse que el grupo que había hablado ese día en palacio era tan solo el primero, más y probablemente más violentas intervenciones habrían de venir de los tepocas. Todo aquello en cierta manera representando que la lucha cósmica que había durado tanto tiempo no había terminado. No era lógico que así hubiera sido. Y más que nada, no era de pensarse que una teocracia militar que había sido constuída sacrificando los enemigos capturados a los dioses, iba, así como así, a renunciar a un sistema que visto desde sus resultados era exitoso y coherente: no cabía duda de que los dioses protegían al pueblo tolteca y los sacrificios humanos eran al menos así lo veían tanto los sacerdotes como los militares la razón del favor de los númenes.

Algunos incluso veían más allá, en el futuro, pues ya se fraguaban los usos y costumbres que llegarían a su apogeo con los aztecas y sus multitudinarios sacrificios a Huitzilopochtli. Para estos, la contundencia de un sol que sale todos los días en un mar de sangre, el color del amanecer, y que decir del atardecer, el querer que el sol siguiera saliendo estaba atado a la idea de que había que alimentarlo con los corazones palpitantes de las víctimas sacrificiales. Debemos decir empero que el caso de Tezcatlipoca era un tanto diferente, según alguna tradición este dios requería de un sacrificio cada año para seguir vivo. Así que podía esperar, tenía tiempo.

Ce Ácatl estaba temblando. Sería de miedo o de coraje. Sabía que los miembros del consejo, la mayoría de ellos guerreros, veteranos de mil combates, aguerridos militares y los demás sacerdotes, tenían sus puntos de vista muy arraigados y por supuesto opuestos a la prohibición de los sacrificios humanos. Había comentado cínicamente uno de ellos "que los sacrificios estén prohibidos ahora no significa nada, los sacrificios estaban antes que Ce Ácatl y ya estarán después de él. Los dioses pueden esperar." Otro había dicho: "Ya veremos si podemos resistir la presión popular: el pueblo ama el espectáculo de los sacrificios." De hecho estas declaraciones soslayaban dos verdades importantes, la primera, el pueblo amaba ya más a su príncipe Quetzalcóatl que a los sacrificios y que, si bien muchos acudían con morbo y placer a presenciarlos, muy pocos hubieran querido ser ellos mismos la víctima sacrificial que en ese momento se ofrecía.

Tal vez esta última opinión era la que preocupaba más a Ce Ácatl, ya lo había visto esta mañana: un coro y un grupo de danzantes, los dos abogando por Tezcatlipoca. Y se preguntaba, ¿seguirá el dios enviando niños, sirviéndose de ellos para manifestar su sed de sangre? O tal vez ¿vendrá después él mismo en persona a pedir esa sangre, los corazones palpitantes para saciarla?

Reflexionando Ce Ácatl pensaba: cuán difícil es resistir el homenaje y el olor del incienso, del copal sagrado. ¿Cómo es que había resistido el de la sangre y el de los corazones palpitantes? Entre los generales la decisión de prohibir los sacrificios había generado dos interpretaciones distintas: una la de la arrogancia, es decir Ce Ácatl por alguna razón se sentía único, el llamado, y por eso lo había hecho. La otra era el de la genialidad: Qué mayor muestra de poder que arrancarles a los sacerdotes su más poderoso instrumento de control de las masas, y de liberar al pueblo de una opresión aberrante que aunque no abiertamente expresada sabían que existía en el fondo de los corazones corazones que se resistían a ser sacrificados... desperdiciados para alimentar a dioses improbables y absurdos. 

¡Qué mayor muestra de poder que llegar y arrancar del seno familiar a alguien para llevarle a sacrificar!

Cuando terminó el grupo de danzantes y se quedó solo con sus guardias y un par de consejeros, cayó en la cuenta de las expresiones en sus rostros adustos;  tal vez era solo la inseguridad de ver a su príncipe siendo retado en su propio terreno, en su propia casa.

Y tal vez pensaran que si alguien había tenido la osadía de llegar hasta allí con esas cuitas, era porque tenía un fuerte respaldo. Tal vez esos tepocas eran más fuertes de lo que habían pensado y que el trono del príncipe pudiera eventualmente bambolearse.

Algunos incluso llegarían a pensar que Ce Ácatl debiera ceder, unos pocos sacrificios satisfarían a esos pocos inconformes.

De cualquier manera los consejeros más prácticos cayeron en la cuenta de que deberían vigilar más atentamente los movimientos del enemigo: deberían precisar cuantos eran, que fuerza tenían, quién estaba al frente de ellos.

 



Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario