Antes/ 09
Consola
Archivo Raúl Herrera
Al margen de la
almohada
Por Alejandra
Hernández Figueroa
Mi noche se tiñe
de silencio
y un haz de
sombras
puebla el
insomnio
de mi piel
deshabitada.
La misma noche me
padece y tiembla
cuando mis pasos regresan
por la callada
región de la memoria
y las mismas
sombras abren la ventana
derramando la
impiedad del viento
en mi aterida
soledad.
Ruedan lamentos
a la zaga de tu
nombre escrito en la vigilia
de un invierno
lento y frío.
Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasén poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.
Penumbra y música
Por Marco Benavides
Nada hacía presagiar que esa noche, entre
volutas de humo de cigarrillo, efluvios de sudor y cerveza, música estridente y
gritos, en una taberna de un puerto del norte de Inglaterra, apenas dos décadas
después de que las bombas alemanas dejaran sus cicatrices, las personas y la
circunstancia habrían de conspirar para dar a luz el fenómeno que sacudiría los
cimientos de la juventud y transformaría la historia del espectáculo. Fue allí,
en ese recinto húmedo cuyas paredes destilaban historias de sensualidad y
desesperanza, donde Brian descendió por los peldaños sin sospechar que se
aproximaba al umbral que partiría su vida en dos mitades.
Dicen que la noche posee una manera peculiar
de revelar aquello que el día encubre celosamente. Lo experimentó Epstein
cuando empujó la puerta y la marea sonora lo embistió con la violencia de una
confesión largamente postergada. Jamás había presenciado algo tan desaliñado y
feroz, tan semejante a un secreto que la ciudad se empeñaba en custodiar.
Frente a él, sobre un tablado, cuatro muchachos tocaban como si nadie les
hubiera advertido de sus limitaciones, como si el mundo entero dependiera de
ese compás preciso, casi insolente, que arrancaba sonrisas a desconocidos. Una
apretada multitud de adolescentes aplaudía y vociferaba en scouse, ese
dialecto del inglés propio de Liverpool, con su cadencia musical y sus giros
idiomáticos intraducibles.
Epstein observó a John Lennon con la
fascinación reservada a los animales salvajes que, aun conscientes de la mirada
ajena, se resisten a toda domesticación. Paul McCartney parecía moverse con una
naturalidad que desmentía su juventud. George Harrison, concentrado, apenas
alzaba la vista, pero su guitarra hablaba por él con áspera elocuencia. Y al
fondo, marcando el pulso, la batería elemental de Ringo Starr convertía la
humedad del sótano en una especie de rito primigenio, con su estruendo
hipnótico y ritual.
A Epstein no lo conmovió únicamente la
música, sino esa energía, la certeza de estar presenciando algo que apenas
empezaba a tomar forma, como el destello que anuncia el incendio. Había cuerpos
apretados, vasos golpeando mesas, risas estridentes, miradas que se cruzaban
sin nombre ni memoria. Todo era caótico, imperfecto, hasta vulgar. Pero bajo el
desorden vibraba una promesa. Una intuición apenas audible que le susurraba que
esos muchachos podían trascender el estatus de grupo de bar; podían convertirse
en un idioma universal, en una gramática compartida por generaciones.
Aquella noche ‒o
lo que restaba de noche cuando Epstein emergió nuevamente a la calle empapada‒ en Liverpool parecía haber cambiado la
temperatura. El puerto seguía ahí, con su olor férreo, salado, y sus sombras
inmortales, pero en el aire flotaba un presentimiento de amanecer. Era el
inicio silencioso de una de las historias más apasionantes del espectáculo: el
punto exacto donde un hombre correcto y cuatro jóvenes desbordados sellaron,
sin saberlo, una alianza que torcería el rumbo de la música popular.
Con el improbable nombre The Beatles,
los cuatro jóvenes irrumpieron como fuerza telúrica en la triste y plomiza
realidad de principios de década, inyectándole una alegría de la que el público
andaba hambriento. Y quizá por eso, aquella noche cada acorde resonó como un
pequeño acto de liberación colectiva. Nadie lo sabía aún, pero ese impulso
inicial ‒frágil, eléctrico, irrepetible‒ empezaba a tejer una complicidad que cambiaría
radicalmente la forma en que el mundo escucharía, sentiría y viviría la música.
"Tengo que mostrar esto al mundo",
pensó Epstein, extático.
Y lo hizo.
Dr. Marco Benavides, 3 diciembre 2025
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
La columna de Bety
Mi ritual de Navidad
Por Beatriz Aldana
Bueno, aquí voy... y seré el
Grinch navideño. Aquí expondré el por qué, curiosamente, soy solicitada, o, más
bien dicho, muy invitada tanto para los preparativos como para las compras,
incluso para casi todas las Posadas, que en realidad son fiestas de
convivencia previas a la Nochebuena y a la Navidad, pero, infortunadamente, no
se me hace alusión, o, más bien, no se me pregunta en dónde pasaré las fiestas.
Pienso que es para evitar hacerme invitación a pasarlas en casa de alguien. Y
comprendo perfectamente que son días para pasar en familia totalmente, y yo en
realidad solo soy amistad. O, lo más seguro, todos suponen que yo tengo una
familia y una casa en donde pasarlas con gente cercana.
Es por ello que me asalta
esa imperceptible, o, más bien perceptible tristeza a la que yo llamo, tal vez
equivocadamente, depresión estacional.
Bueno, no quisiera continuar
con este no muy agradable tema, pero sí lo finalizare de esta forma: Para pasar
de la mejor manera y solitariamente mi Nochebuena, adorno mi casa con todos los
objetos alusivos a la fecha, con muchas luces, decorando cada habitación, y no
se diga mi mesa donde degusto lo que tengo en mente preparar, que será esto:
Rebanadas de pechuga de pavo
ahumado, acompañadas de puré de camote; ensalada compuesta de lechuga,
espinacas, tomate cherry, zanahoria en bastoncitos, fresas en rodajas,
espolvoreadas con nuez troceada. De bebida un delicioso vino rosado cuya marca
es Pink. Por supuesto, sin faltar los buñuelos y para rematar el
delicioso ponche, todo esto acompañada de mis cinco sillas vacías pero
llenas con el recuerdo espiritual de mis seres más queridos-
A las 12:00 recibo con toda
mi fe a ese niño llamado Jesús, el cual primero arrullo y después lo llevo a
cada rincón de mi casa haciendo oración de agradecimiento por todos los dones
recibidos a lo largo del año.
No quiero dejar de comentar
que me hago acompañar deleitándome con la música que por fortuna tiene a bien
una televisora transmitir en Nochebuena con la Orquesta Sinfónica de Minería.
En fin, inicié mi crónica de
una manera un tanto triste, y sin embargo, al compartir mi periplo navideño me
doy cuenta de que soy una gran amiga de mí misma, y que sin duda alguna Jesús,
ese pequeñito que viene cada 25 de Diciembre para reafirmar fe, y, por supuesto,
abrir mente y corazón a este milagro que se llama vida.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.
La columna de Bety
Presentimientos
Por Beatriz Aldana
Noviembre y diciembre, meses
que yo quisiera saliesen de mi calendario. Ahora expondré mi argumento sobre esto:
A temprana edad, y de eso hace ya muchos ayeres, se me dijo en casa: Mamá
Jesusita ya no sobrepasara diciembre. Esto, dicho por una de mis hermanas
mayores.
Y ciertamente: Mi mami
falleció a las 5:10 de la tarde del lunes 22 de diciembre de 1969.
Como si fuese una premonición,
empecé a temer los finales de cada año, siempre con esa pequeña punzada en mi
corazón, y, efectivamente, al pasar el tiempo, precisamente en esos dos meses
han terminado su caminar por este sendero de Dios las personitas que más han
significado en mi, hasta el sol de hoy, ya larga vida. Entre ellos, mi hermano,
el gran artista del pincel Sergio Alberto; mi hermana Lucila; mi sobrino, más
bien, mi hijo del corazón, Daniel Eduardo, arteramente asesinado por un sujeto
al parecer celoso de la galanura y extrema buena vibra, o como comúnmente se
dice, el ángel que de sobra tenía Dani.
También una de mis mejores
amigas, a la cual adopté cuál si fuese una hermana por la estrecha y continúa
convivencia que teníamos: María de Lourdes, a quien de cariño le llamábamos
Luly.
Y cómo dejar de mencionar a
mi amigo desde la adolescencia Sergio Enrique, quien en múltiples ocasiones me
acompaño con sus acordes de guitarra, mis interpretaciones de melodías de Los
Beatles en mis shows en las escuelas primarias en aquellos lejanos tiempos. Él
por fortuna aún vive, pero ahora sin un miembro importante e indispensable para
su movimiento, una extremidad inferior, con la probabilidad nada halagueña de
que también tengan que cercenarle (horrible verbo) su otro miembro inferior.
En fin, para no entristecer
y ser ese Grinch que amargue estas festividades tan sagradas y de tanta magia y
espiritualidad, suspenderé mi recuento de pérdidas de fin de año, que en mucho
contribuyen a esa tristeza y lágrimas tempraneras que me asaltan en estos no
deseados para mí meses de noviembre y diciembre que no dejan de ser hermosos
para la generalidad, pero por desgracia no para mí.
Vaya mi recuerdo más sentido
para quienes tanto significaron en mi vida.
Pero quien más dejó una
huella, no, más bien un tatuaje de vacío y soledad fue ella, mi madre, aquel tristísimo
22 de diciembre de 1969 que letras
arriba ya mencioné, y, curiosamente cada año mismo día me empieza un
resfrío intenso con sintomatología poco común, creo yo provocando por una baja
de defensas lógicas. Por esa llamémosle depresión estacional.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.
El
Dakota: el sueño que se volvió pesadilla
Por Raúl Sánchez Trillo
La
noche en que John Lennon cayó frente al Dakota no fue solo el fin de un hombre,
sino el derrumbe de una época. José Emilio Pacheco lo entendió con lucidez: The
dream is over, escribió, como si la frase de Lennon se hubiera convertido
en epitafio colectivo. El sueño de los sesenta ‒la utopía de paz,
música y comunión‒
se quebró en un disparo que resonó como eco de otras tragedias. (Inventario
publicado en la revista Proceso, No. 215, 15 diciembre 1980).
El
Dakota, edificio de piedra y sombras, ya estaba marcado por la ficción. Allí
Polanski filmó Rosemary’s Baby, la novela de Ira Levin convertida en
película de culto. En sus muros se incubó la paranoia: la sospecha de que el
hogar podía ser invadido por fuerzas invisibles, de que la inocencia era apenas
un disfraz para el horror. Pacheco lee esa coincidencia como un signo: el mismo
espacio que albergó la ficción del satanismo se convirtió en escenario real de
la violencia.
Polanski,
director de esa cinta, conoció en carne propia la irrupción del mal: Sharon
Tate, su esposa, fue asesinada por la secta de Charles Manson. La
contracultura, que prometía amor y libertad, engendró su monstruo. Manson es la
máscara oscura del hippismo, la prueba de que la utopía podía volverse
pesadilla. Pacheco traza la línea: Levin imagina la conspiración, Polanski la
filma, Manson la ejecuta, Lennon la padece. El Dakota es el punto de cruce, el
mapa donde ficción y realidad se confunden.
Así,
la muerte de Lennon no es un hecho aislado: es el último eslabón de una cadena
de horrores que clausura los sesenta. Fitzgerald había dicho que los años
veinte terminaron con el crack del 29; Pacheco sugiere que los sesenta terminan
con el disparo en Nueva York. El edificio Dakota se convierte en símbolo de esa
clausura: un espacio donde la utopía se disuelve en paranoia, donde la música
se interrumpe por la violencia, donde el sueño se transforma en epitafio.
Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica ensayos y crónicas en redes sociales.