lunes, 26 de noviembre de 2018

Capítulo 7. El navío

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

Capítulo 7. El navío 

A solas en casa David se recuperaba lentamente de su tragedia. Tuvo dos ataques más: uno en el sofá donde despertó a media noche con la lengua hinchada y sangre en la camiseta y otro en la acera. Este último lo mandó al hospital, allí pasó una noche. Con los ajustes del medicamento el doctor finalmente controló la epilepsia. David pasó caminando por enfrente del crucifijo de su madre y le pidió al Nazareno que no se apartara de su lado ahora que lo necesitaba tanto.
Una tarde David hizo un breve alto a saludar a un amigo llamado Mickey. Trabajaba en un restaurant que habían frecuentado David y Jayme. Se tomó una cerveza. Su amigo atendía el bar. Escuchó la noticia: Jayme tenía novio, los habían visto. Un joven licenciado. Hacía dos días habían parado a cenar en el restaurant. David se tomó otra cerveza y se fue caminando a casa, paró en una tienda de auto servicio y compró dos cervezas más. Cuando llegó a la 01:30 de la madrugada se acostó; a pesar de la hora tan avanzada no tenía sueño. Estaba mareado pero no se podía dormir. El gusano de los celos le estaba comiendo el hígado al pensar que su amada ya se había recuperado y ahora traía nuevo enamorado. Tuvo pesadillas. A las 04:30 se levantó corriendo al baño a vomitar; después de eso se quedó profundamente dormido.
Guillermo salió temprano al trabajo. David despertó tarde con la mente fija en el escenario de los últimos meses, de cómo se fueron cayendo todos las fichas de su dominó. Fracasó su compromiso matrimonial por la epilepsia, perdió el trabajo, la licencia de manejar y a su novia. Se culpó por haber llegado hasta el fondo del pozo. Se hospedaba por la misericordia de su amigo Memo, vivía sin hacer nada, no salía ni a la puerta. Se convenció a sí mismo de que esa idea del trabajo era lo peor que podía hacer. No estaba listo, no tenía fuerzas. En verdad, no tenía nada por que luchar, nadie que dependiera de él, de su trabajo, de su recuperación. Se desplomó en el sofá de la sala y miró el librero de caoba. Allí estaba la foto de la madre de Memo, un reloj antiguo, un certificado de la universidad y un libro de pastas rojas con las hojas abiertas, separadas por una roca de cuarzo. Le dio curiosidad, se levantó y lo examinó. Era una novela, un libro titulado Todo se viene abajo escrito por un nigeriano de apelativo Achebe. En la contraportada una dedicatoria decía: “Si crees en el Señor, jamás te verás abandonado.
La cita lo dejó pensativo.
Se sirvió un café negro y salió al patio. Una gatita de piel de tigre caminaba lentamente sobre la barda de tabiques rojos. David notó que los pantalones le quedaban holgados. Había perdido tanto peso que casi se le caían. No se había recortado la barba en tres semanas, tenía canas nuevas. Se quedó en un destartalado sofá. El sol estaba muy alto y había unas cuantas nubes, frente a él se miraba un bote lleno de basura con cáscaras de huevo, una sandía podrida y el periódico de ayer. Por pura casualidad alcanzó a leer un anuncio: Escuela Secundaria Pasadena solicita maestro de educación musical y humanidades. Solicitamos currículum, llame al número (n) para hacer cita.
Tomó el periódico húmedo. El sol brilló de pronto entre las nubes y lo deslumbró, David se puso de pie, comprendió que era un mensaje para él, que Dios lo estaba llamando. Recobró el ánimo, hizo la cita y llevó la carta de recomendación de Clarissa y su curriculum. Pensó que tenía pocas posibilidades, pero se equivocó. Le dieron el trabajo. Salió contento de la oficina de la directora y, volteando al cielo, le dijo al Señor: “Gracias Dios mío. Ahora solamente te pido que no me sueltes de la mano”.
Tomó una taza de café con Guillermo y lo puso al tanto de su nuevo trabajo. Su problema era que no tenía auto. Guillermo le ofreció el auto que fue de su ex esposa y estaba en el estacionamiento, en la casa de su madre. David le preguntó por qué lo tenía guardado. Guillermo le dijo que era una explicación larga y complicada. En cualquier caso, con gusto le prestaba el auto si necesitaba transporte. David aceptó. El siguiente martes hizo cita para ver al médico. Fue y le pidió una carta de autorización para volver a conducir, y se la otorgaron.
Desde aquel día en el hospital se obsesionó completamente con todo lo ruso. La cara de la abuela que lloraba en Beslan entre las ruinas quemadas de la escuela le grabó la imagen femenina de un Cristo en su mente. A veces soñaba con ella por las noches y a veces la soñaba despierto. Identificaba el sufrimiento de la viejecita con la lágrimas que rodaban por las mejillas de las madres y abuelas en todos los poblados de la estepa; los pañuelos húmedos que se agitaban en un adiós despidiendo a esos jóvenes, casi unos niños que salieron marchando triunfalmente de sus pueblos. Los que tomaron las armas y siguieron a las huestes de Lenin o a los Cosacos del ejército blanco para nunca más volver.
Le resultó asombroso comprender que en la historia de Rusia se guardaban los secretos del funcionamiento de un barco de vela, como un Arca de Noé de la cual todos éramos tripulación. Que las entrañas de esa nave abrazaban a la vez la tormenta y la calma; perspectivas intercambiables. Que cada individuo estaba unido en una cadena con los actos del prójimo. Que en la vida era indispensable que alguien subiera a los mástiles a recortar la vela mientras alguien más enrollaba la soga en los molinetes y un tercero sujetaba el timón. Que en su Arca de Noé todo estaba conectado con lo demás, que el astrolabio de la existencia lo había enviado a él y a todos en una travesía con un rumbo misterioso.
Comenzó así un proceso de inmersión personal en el alfabeto cirílico. Nombres como Alyosha y Vronsky y Levin y Ana y el príncipe Mushkin y Marfa Petrovna y Katerina y Aleksandr; nombres rusos importantes como estos pasaban por su mente. Eran espectros del pasado, compañeros imaginarios. Comía piroshkis, tomaba vodka y buscó en las tiendas las hogazas de pan negro y los quesos Saüerkasse. Compró en la librería un tomo de Ruso para neófitos, un diccionario de Berlitz que le costó siete dólares y noventa y cinco centavos. Aprendió a decir previet” y “kjarashó” y empezó a pensar en términos de rublos y kopeks. Se aprendió el significado de boshe moy” y “ya lyubliu tebya”, “Dios mío” y “yo te amo. En la noche, cuando cerraba sus ojos, el escenario de su mente era la es- tepa blanquísima y nevada que estaba frente a Yuri cuando el doctor Zhivago abandonó a pie la dacha en Varykino, aquel noviembre gélido de 1916. Davidoff se había transformado por completo; se había “rusianizado. Se trataba de un verbo que no pudo de encontrar en el diccionario. Se había transformado en un “rusófilo”; era un “rusófilo”. Por supuesto que de esto David no le dijo nada a nadie.
 (Continuará).


 
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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