jueves, 15 de noviembre de 2018

Giorgio Germont. Inicia su novela El secreto de Olga

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

Dedicatoria
Esta novela es una obra de ficción y está dedicada a mi compañera Cristina.
Gracias. Mi cariño por tu amor y tu apoyo.

Capítulo 1. Ser o no ser

Te extraño, me haces falta.
Mi espalda vencida se recarga en la pared. 
Mil pares de ojos están fijos en mí,
veo hacia atrás y hay trescientas cruces,
veo hacia el frente y se acerca una tormenta,
veo mis manos y están ensangrentadas.

Ser o no ser 
es mi único dilema.   
Mi piel huele a sangre y a tormento; 
el tormento de tu pestilencia en mi olfato,
el abrazo final que me partió por la mitad
y me arrastró hacia la naúsea.

Tres brujas ciegas me hablan sin hablar. 
Odio el susurro de su oráculo,
diles que me pidan otra cosa,
que no laven mis manos en su caldero, 
que no me hablen de arrepentimiento,  
que no me pidan abrir la puerta del perdón.

Capítulo 1: David
Agosto 21, 2004, Pasadena, Texas, EUA

Lo despertó la migraña. Un sol rojo quemaba los álamos y los sicomoros. Mientras estaba de pie en la cocina lo tomó por sorpresa el espejismo de un incendio, podía ver entre los árboles las brasas de un ardiente amanecer. Reposó su mirada en el fragmento del salmo enmarcado que colgaba de la ventana,
Este mundo es de Dios y todo lo que en él habita,
porque Dios lo fundó sobre los mares, 
y lo asentó sobre los ríos.
Era su favorito, el número XXIV. Una parvada de cuervos se posó en las ramas del jardín graznando al sol. Halló su refugio en una taza de café y dos aspirinas. Algo extraño le estaba sucediendo, ya se lo había comentado a su novia. Recientemente padecía de temblores involuntarios en el párpado izquierdo y veía de pronto aerolitos y cometas que nublaban su vista cuando apagaba las luces en la noche. A las siete y quince sonó el teléfono, era ella, Jayme, su prometida. Se dieron los buenos días y comentaron acerca de lo que lo aquejaba.
Se te va a quitar todo, ya lo verás, te voy a organizar una sesión de Yoga terapeútica ―dijo Jayme.

David se consideraba a sí mismo un hombre tranquilo y espiritual. Era maestro de historia y de apreciación musical. Un joven alto y espigado de 33 años de edad, tez blanca, ojos azules y barba negra tupida. Su manera de vestir era sencilla y recatada, no era esclavo de la moda, disfrutaba más la biblioteca que el gimnasio, un hombre intelectual y pacífico. El asunto de las migrañas le estaba privando de su serenidad. 
Tres días después llegó a la esquina de la calle Roble con Montrose, el sol estaba en lo alto. El anuncio de color amarillo decía:

Pasión por la yoga - reiki - yoga terapeutica - yogi Patricia

Era un establecimiento sencillo, un domicilio remodelado. Un joven abrió la puerta y lo invitó a pasar. Se llamaba Abraham. El interior estaba a media luz. Había un pequeño escritorio en la entrada. Una joven delgada de pelo negro le estrechó la mano enérgicamente. 
—Hola David, soy Patricia.
Tenía una voz firme pero agradable, la sonrisa a flor de labios, ojos negros y nariz aguileña. Ella era la dueña de la academia y Abraham era su asistente. 
—¿Trajiste algo ligero para vestir en la sesión? —preguntó—. David respondió que sí.
—Ahí está el baño. Te puedes cambiar y luego damos comienzo a la meditación.
Le tomó varios minutos acostumbrar sus ojos, el recinto estaba oscuro salvo por dos lámparas. Las ventanas estaban tapadas con mamparas de madera. Patricia le indicó que tomara una colchoneta y una almohada y se despojara de sus zapatos para entrar al salón de la terapia.
Era un cuarto de seis por seis metros, piso de madera con almohadones y tapetes dispersos por doquier. Al fondo junto a la pared varios cirios y palillos de incienso estaban encendidos. Patricia le preguntó sobre su salud.
—Jayme dijo que tienes dolores de cabeza y mucha tensión en tu cuello. ¿Es cierto? 
—Sí, últimamente he tenido unas jaquecas muy fuertes —contestó David.
—Lo primero es la posición correcta —se aproximó la yoguirate aquí sobre este tapete con tu espalda contra la pared y apunta con tus dedos hacia el centro del cuarto. 
Ella le tomó el mentón en sus manos. Sus movimientos eran ágiles y con autoridad. 
—Voy a sostener tu quijada para enderezar la columna cervical. Relaja tu cuello, yo lo voy a controlar.
Lo estiró así por unos minutos.
— Ahora dobla tu espalda. Una por una las vértebras tienen que dar de sí. Cuelga tus manos al piso hasta que puedas tocar la punta de tus pies. Hazlo despacio sin forzarte. Toma una respiración profunda y a la vez que doblas la espalda deja salir el aire, exhala muy despacio. 
Se acercó Abraham y le pidieron a David que se acostara en el tapete boca arriba con las piernas recargadas en la pared y procedió a abrir sus muslos como un compás. Constantemente Patricia le dictaba:
—Respira profundo, respira hasta el ombligo y luego hasta el corazón y finalmente hasta la garganta. Llena tus pulmones por completo. Luego aguantas la respiración y dejas el aire escapar lentamente por la nariz. Concéntrate en la respiración a la vez que estiras tus muslos al máximo.
Luego le doblaron las rodillas hasta tocar su pecho y Patricia, con los movimientos ágiles de un gato, se metió entre David y la pared para ayudarle con sus piernas a estirar al máximo el compás. Estaban muy juntos los tres Patricia estaba a unos centímetros de su rostro, percibía su aliento.
—Respira profundo por la nariz —sus ojos negros se enfocaban en la cara de David y le ordenaba—. No pienses en nada, concéntrate. Quiero que te imagines que estás viendo una ventana de cristal abierta de par en par y afuera hay nubes, nubes muy blancas y nada más. Si tu mente quiere divagar deténla y piensa en tu respiración, concéntrate en la fuente de tu vida; en tus pulmones, tu pulso, los latidos de tu corazón. Abre los ojos y mírame a la cara. Respira profundamente tápate la nariz alternando derecha e izquierda inhalando y exhalando. 
Apareció el olor de una barra de incienso que Patricia colocó en la cercanía. Abraham en silencio lo sostenía fuertemente por la espalda, transmitiendo su calor de piel a piel a través de las ropas tan ligeras. Reconoció David que los yogi estaban más interesados en una intervención espiritual. Pretendían ayudar a que él mismo hiciera frente a sus demonios mentales y los venciera de una vez con la fuerza de la mente.
—Ahora toma tu palma de la mano derecha y apóyala aquí contra mi pecho mientras yo hago lo mismo. —dijo Patricia. Tu mano izquierda la puedes descansar en tu rodilla. 
Al mismo tiempo Abraham aumentó la presión sobre la espalda empujando a David a una cercanía absoluta con la cara de Patricia, quien le miraba a los ojos mientras tenían sus manos en el pecho de uno y del otro.
Repite conmigo un mantra en Sánscrito que significa “Yo soy”. Respira profundo y dices “Ohm”, se repite tres veces.
—Un momento —dijo David—. Yo tengo un mantra mío.
—¿Cuál es?
—Dios mío, permite que sea yo un instrumento de tu paz.
—Ah, muy bien —dijo ella— lo tomamos y lo vamos a cambiar. Ahora dices: “Señor Dios, yo soy instrumento de tu paz”. Repítelo conmigo, mírame a los ojos, hazme el honor de regalarme tu mirada. Mira directamente a mis ojos. Respira profundamente y repite conmigo: “Señor yo soy tu paz. Señor yo soy la paz”. Repítelo tres veces.
—Yo soy la paz. Yo soy tu paz. Yo soy mi paz.
Al final de la oración estaban suspendidos los tres en una misma respiración y un mismo latido de sus corazones, en intenso contacto físico. El incienso de palo santo aumentaba la temperatura, un gong tibetano sonó en ese momento. David se sentía muy acalorado y comentó que se sentía desmayar.
―No temas —dijo ella— ahora vamos a tomar una última respiración muy profunda y decir “Ohm mientras sentimos la energía de nuestros cuerpos. 
Los yogi apretaron sus torsos contra el de David y exhalaron un grito de Ohm. David sintió que se desvanecía. Abraham tomó la espalda de David en sus brazos y lo dejó reclinarse acostado en el tapete. 
—No te muevas, respira profundamente. ―Le cubrieron la frente con una toalla húmeda de olor a yerbabuena. David sentía que todo le daba vueltas pero de pronto una corriente de frescura y gran tranquilidad invadió su mente. Se sintió aliviado. Así lo acompañaron hasta que recobró su equilibrio y le dieron agua. Patricia le dio instrucciones de ir a casa y descansar al menos dos horas, de tomar muchos líquidos y después darse una ducha con agua fría. 
David estaba poseído por esa frase: “Yo soy mi paz”. Una sensación de tranquilidad y serenidad se había apoderado de él. Sentía que se elevaba su espíritu a una atmósfera nueva, un panorama de nubes y árboles. Las sensaciones de vacío y desesperación se habían esfumado. Ahora todo era serenidad y calma. Abraham lo ayudó a ponerse de pie. Salió a la calle. El sol lo deslumbró al cruzar rumbo al auto.

Al día siguiente Jayme quiso saber cómo estaba
—Estoy bien, cariño.
—La sesión, ¿cómo te fue?
—Increíble, buenísima, nunca me había sentido así tan rejuvenecido.
—Qué gusto me da —le dijo Jayme—. Ya estamos listos para la ceremonia del viernes.
—Sí

(Continuará).


Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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