lunes, 19 de noviembre de 2018

Giorgio Germont. Olga, capítulo 3

El secreto de Olga
Novela

Por Giorgio Germont

3. El día del conocimiento
Septiembre 1, 2004
Beslan, Departamento de Ossetia, Alanya Rusia

07:00 am. Beslan bregaba adormilado en su pereza matutina. Es un pueblito de la república de Ossetia del Norte y se encuentra 110 kilómetros al oeste de Grozny, un reducto aislado de población predominantemente cristiana. Septiembre primero, en Rusia, es llamado también El día del conocimiento; es cuando se da inicio al ciclo escolar. Esa mañana de 2004 las celebraciones ya habían comenzado. Una muchedumbre se encontraba reunida en la escuela número Uno de Beslan, dispuestos a llevar a cabo las celebraciones que durarían todo el día para honrar el comienzo de un nuevo ciclo escolar.
A la 07:30 de la mañana entraron al concurrido patio de la escuela un vehículo de transporte militar y una furgoneta Gazelle donde viajaba un contingente de individuos camuflados y fuertemente armados. Sigilosamente se situaron en el perímetro y descargaron sus ametralladores al aire para dar comienzo a lo que ellos mismos anunciaron era un secuestro. Eran en total treinta y tres terroristas, en su mayoría de origen checheno, con explosivos y armamento de tipo militar. Vestían disfraces color negro o ropas de comando. Algunos portaban cinturones explosivos de los que usan los mártires suicidas del movimiento islámico del Jihad. Los atacantes cerraron las puertas y tomaron por la fuerza a 1,200 individuos. Eran padres y madres, maestros y alumnos. De inmediato liquidaron a quien opuso resistencia al ataque. Condujeron a esa multitud al gimnasio de la escuela y allí los dejaron cautivos. Eran supervisados por miembros armados del mismo grupo. El mandamás, un individuo que se llamaba Pokolnikov, daba instrucciones a viva voz. Dirigían a la gente hacia el gimnasio de la escuela. Decomisaban teléfonos celulares y dictaban en voz alta que se debía guardar silencio. Un voluntario de entre la muchedumbre, de nombre Ruslán, se dio a la tarea de tra- ducir las instrucciones al dialecto ossetio. Pokolnikov se aproximó al individuo y le dio un tiro en la frente. Ruslán se desplomó moribundo en el patio de la escuela.
A las 09:30 de la mañana las fuerzas policiacas de la localidad, y algunos miembros de la milicia rusa, acordonaron la escuela e impidieron la entrada de los habitantes locales que al escuchar la noticia se dirigieron de inmediato a asistir a sus familiares que estaban adentro del gimnasio. Los militares rusos impidieron absolutamente la entrada de ninguna persona no autorizada.
La segunda guerra ruso-chechena ya había cursado cinco años, desde su inicio en 1999. El dirigente del movimiento separatista checheno, Shamil Basayev, anunció en redes cibernéticas islamitas que el asedio en Beslan era obra suya; una estrategia para presionar la retirada de los rusos de la otrora independiente república de Chechenia.
Hubo largas horas de silencio y luego el pediatra, doctor Leonid Roshal, quien fue solicitado por los terroristas, fungió como vehículo para iniciar la negociación entre las dos partes a las 16:30 del primer día. Mientras tanto en el gimnasio el calor era tan insoportable que hombres, mujeres y niños, todos, se quedaron en paños menores. Los comandos quebraron las ventanas para que corriera el aire. Se confiscaron todos los teléfonos celulares. Fueron separados hombres y mujeres en filas. Para prevenir un motín fueron ejecutados de inmediato diecinueve hombres de la concurrencia. Los cuerpos de esos varones asesinados fueron lanzados al patio a través de una ventana. No tenían los comandos para ofrecer a los rehenes ni víveres ni bebidas. La escuela estaba ya totalmente rodeada por la Militsia, la FSB, la Spetsnaz, el grupo ALPHA, organismos paramilitares de seguridad pública.
Esa mañana, Mikhailovna se había quedado en casa por vergüenza, para que no vieran en su cara los golpes que Mitya le había propinado el día anterior. Había despedido a Soslan con un beso en la frente. “Te vas a divertir mucho cariño, hazle caso a Valentina. Adiós, te quiero”. Lo besó y lo empujó por la puerta. Valentina se lo llevó a la escuela. A las 9:30, ella estaba lavando trastes en la cocina cuando oyó el grito de una voz de mujer y golpes insistentes en la puerta.
Abre la puerta, abre la puerta.
Al abrirla se encontró con la cara consternada de una vecina de la misma cuadra, Tatiana, una mujer de edad madura:
—¿Ya supiste lo que está pasando? ¡Hay un problema en la escuela!
Tatiana ni siquiera comentó nada acerca de la cara amoratada de Mikhailovna.
—¿Qué pasa? Ahora voy, dame un minuto.
Fue a su habitación y al pasar por el ícono se persignó.
Dios mío... ¿Qué está pasando?
Mikhailovna se puso su pañoleta, recogió su bolsa, se enredó en un suéter y salió por la puerta como alma que lleva el diablo.

monos, vamos.

Eran unas doce cuadras de su casa a la escuela. Las dos mujeres corriendo se acercaban por la avenida Ulitsa Nartovskaya en donde ya se acumulaba una gran cantidad de gente. Oyeron ruido de carros y unas sirenas de ambulancia. Al torcer la esquina en la Ulitsa Kominyterna, Tatiana y Mikhailovna se encontraron con dos policías que portaban Kalasshnikovs. De inmediato las detuvieron y les impidieron el paso.
— ¿A dónde van?
—¿Qué está pasando? Quiero ver a mi hijo dijo Mikhailovna.
La zona está cerrada, está prohibido el paso.
El policía, un sargento muy alto de cara adusta les hizo saber sin duda alguna que era imposible la pasada. Tenía órdenes estrictas.
Si de verdad quieren ayudar, lo mejor es que se retiren y nos dejen hacer nuestro trabajo. La situación ya está a cargo de las autoridades. Por favor, atrás, de aquí ya no pasa nadie ordenó el sargento.
Había un capitán con altoparlante conteniendo a los vecinos:
Calma, hay que mantener la calma. Devuélvanse a su casa. Aquí no tienen nada que hacer. Por favor vamos a limpiar la calle. Todos a su casa. Ya están aquí las fuerzas del Estado atendiendo la situación. Su presencia solamente hace la situación más difícil, por favor.
Unos empleados del departamento de basura, vestidos con overoles, arrastraban unas barricadas de madera y acordonaban la calle. Un camión militar también había llegado y estaba estacionado a media calle. Dos soldados de pie en la plataforma del camión lanzaban a la calle unos rollos de alambre de púas. Luego bloquearon el paso y apostaron una zona militar. Mikhailovna, muy airada, le reclamó al policía.
Yo de aquí no me muevo, tengo que ver a mi hijo. ¡Mi Soslan está ahí adentro!
El sargento volvió a donde ella y le gritó en la cara.
—¡Escuche, señora, tengo instrucciones estrictas de arrestar a cualquier quejoso que altere el orden; más vale que obedezca o si no se va a la cárcel!
Los colores se le subieron a la cara a Mikhailovna. Se quedó muda y luego se fue retirando ante la mirada del policía. Los ojos del hombrón seguían fijos en su cara. Se reunió dónde estaban otros parroquianos. La mayoría vestidos con ropas humildes, con atuendos que declaraban que se habían salido de su casa al instante, vestidas como estaban, con pañoletas, algunos en pantuflas o batas caseras. Todos se alejaron del perímetro de 50 metros que la policía exigía y se pusieron a esperar en la acera. Enmudecidos, pálidos, las mujeres temblaban, se abrazaban unas a otras, rezando.
(Continuará).


Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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