Metaliteratura
Por Guadalupe Ángeles
Conocí a Graciela en la Secundaria, era una muchacha alta y vivaz. Nos
empezamos a juntar en los recreos para ver a los muchachos jugar futbol, no
sabíamos entonces que esa fiebre por meter goles solo volveríamos a verla en
los partidos de los mundiales.
El hambre de nuestros compañeros por ser campeones
era gemela de la nuestra por habitar el mundo de manera plena. Así fue que me
convertí en veterinaria y tengo ahora la cadena de tiendas para mascotas más
grande de esta ciudad en la que ambas crecimos.
Graciela, por su parte, cumplió su sueño de ser
escritora. Actualmente vive en Barcelona y todavía intercambiamos correos
electrónicos. Cuando es posible, nos reunimos en alguna parte del mundo y
pasamos algunos días junto al mar, del que ambas estamos enamoradas.
En nuestras últimas conversaciones electrónicas
percibí cierta tristeza en mi amiga. Al preguntarle la razón, primero trató de
minimizar el problema, luego me relató brevemente algunos hechos de su vida que
yo no conocía y recordó cierta inquietud que rondó por nuestra adolescencia por
algún tiempo: la verdadera naturaleza del Amor (así, en mayúsculas).
Después de comentarle mi actual percepción del
asunto, ella me envió un largo mensaje que finalmente logró tranquilizarme,
pues, luego de leerlo, sé que ya está lista para empezar a planear nuestras
próximas vacaciones.
Aquí su mensaje:
Si el Amor ‒sea eso lo que sea‒ pierde vigencia en la vida, ¿queda algo?
Pensemos en desiertos. Parecería que la palabrita esa
es sinónimo de vida. Cierto, estoy buscando un aire un poco más ligero, en
realidad, estoy tratando de respirar; "no soy el aire" es el título
de una canción que anuncia al rechazado su ingreso a la tierra ignota del
desamor.
Así de trágico, la desmesura es (ha sido siempre) la
marca de mi estilo.
Me ha sido tan bien vendida esta mercancía
metafísica que a punto estaría del suicidio si no hubiera sabido, desde
siempre, que el verdadero líder, a cargo de absolutamente todo, es el cerebro,
o la razón, no entidades equivalentes, pero casi. En esta ciencia del
raciocinio, siempre se tiene el mismo problema: la terminología. Así que no me
preocupo demasiado si determinada palabra significa tal cosa u otra,
afortunadamente este no es un texto científico, es más, diríamos que es
antagónico a eso; si fuera necesario describirlo... pero bueno, mi tarea no es
esa, sino hacerlo. Me he forzado a poner en palabras esto, creo que era
necesario.
Si se diera el caso de que un cuadro pudiera mirarse
a sí mismo y procediera, tras esa mirada, a explicarse, dejaría de ser un
cuadro e instantáneamente se transformaría en una máquina, un tanto extraña
pero totalmente inútil para los amantes del arte.
Lo mismo pasa aquí: se habla a menudo de la
"funcionalidad del texto", no me opongo a ello ni lo considero un
desatino, al contrario. La cuestión es que, cuando uno observa un cuerpo bello,
no le importa en qué máquinas trabajó (y cómo) su propietario en el gimnasio.
Es lo mismo. Uno no necesita saber que existe el azul Prusia o el verde agua
para disfrutar la belleza de un cielo reproducida en una pintura.
Disiento de mí, eso se nota, y precisamente ese es
el pecado, el despropósito que ejemplifica, como un doble mensaje crea paisajes
esquizofrénicos.
Valga. Es difícil descreer o confesar que,
lejos de la propia piel, un concepto puede ser validado a cabalidad.
Estoy en esa parte del camino hacia la muerte en el
que las preguntas han pasado a ser meros juguetes, y no es que cuestionarse
sobre asuntos morales sea innecesario, sino que hay respuestas que nacieron con
nosotros, solo hay que volver la atención a la conciencia y verlas,
escucharlas.
Quien afirma que es fácil vivir, no se equivoca. Lo
difícil es aceptar los retos que implica y, ya sabemos, eso de considerar la
dificultad proviene de algunas reflexiones rudimentarias. Por ello me divierte
esa frase: "El sentido común es el menos común de los sentidos", y
aunque, a criterio de los más populares en esta época, pueda parecer
políticamente incorrecto u ofensivo, yo celebro su burlona socarronería, su
ácida puntualidad. Alude, sobre todo, a esa emoción, o quizá debiera decir
ambición, que nos fabricaron a los de nuestra generación en la infancia: la de
ser únicos en nuestra especie: tener el gato más hermoso, la conversación más
interesante, la pasión más profunda.
Aquí vuelve la serpiente a morderse la cola, creando
el círculo perfecto. Es razonable (nos hicieron creer, nos enseñaron a desear)
sentir profundamente.
El problema fue que la vida y sus exigencias a ras
del suelo pedían otra cosa, algo mucho más sencillo y menos emocionante: ser
realistas.
Así aprendimos a vivir en un penduleo que a ratos se
antojaba sublime y a ratos era simplemente increíble.
Porque aprendimos a vivir en la contradicción, so
pena de tratarnos de farsantes.
Tragedia y farsa, formas de vivir la misma historia
dos veces (no lo digo yo, que conste), acaso ello explique que una generación
construya estatuas monumentales, viene la siguiente y los destruye. Las
fotos de cabezas de héroes rodando por la tierra ya son imágenes comunes.
Nunca mataría a un ser humano (me incluyo). No por
instinto de supervivencia, o no solo por eso, sino porque amo la vida ‒signifique esto lo que signifique‒.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005), Raptos (2009) y No es luz, mas enceguece (2023). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente radica en Guadalajara.
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