Niño loco
Por
Mario Lugo
Fue
en uno de esos veranos aciagos de mi niñez. Juárez no existía, era solo un
pequeño territorio que escondía misterios ahí nomás tras lomita porque todos
sabíamos que el Panteón estaba allá rumbo al oriente de lo que intuía, se desplegaba,
una ciudad polvosa, árida, apenas perturbada por algunos matorrales que se
aferraban a las lomas rebanadas para dar un poco más de espacio para que se
avecindarán mas y mas colonos, paracaidistas aguerridos que llegaban a la
ciudad, como aun llegan en nuestros días, de otros lugares del sur. Mi abuela,
que llegó a la ciudad desde la frontera de Durango con Chihuahua, nunca se
consideró del sur, y cuando algo se perdía u ocurría alguna tragedia que leía
en periódicos viejos o que escuchaba como parte de las pláticas entre vecinos
su frase favorita era “de seguro fueron esas gentes que llegaron del sur”.
Para
mí, que era un niño de diez u once años, los cuatro lados que rodeaban nuestra
naciente colonia eran solo misterio, hundidos en lo que fueron un conjunto de
arroyos entre lomas. Esos lados eran otros mundos, amenazantes y según mi mente
infantil, despoblados entre lomas y cerros lejanos, y mucho muy allá, el otro
lado, El Paso, Texas, que desde entonces aprendí a pronunciarlo como El Paso,
Tejas, tan temible como otras colonias nacientes al poniente y al sur el gran
Cerro Juarez, único lado que nos retaba a todos los niños para ser explorado,
sobre todo porque entre él y nosotros se encontraba el lugar de los grandes
tesoros: el basurero municipal.
Por
las noches, el único resplandor lejano eran las luces de El Paso. Todo lo demás
era oscuridad, apenas alumbrado por la luz de los aparatos que escapaba de los
jacales y casuchas. Si, éramos pobres. Mi padre desde que yo era niño se
ausentaba por meses para luego regresar con dólares y unos botecitos de
aluminio llenos de monedas norteamericanas que nos entregaba a mi y mis
hermanas para que gastáramos. Eran días de alegría. Pocos, pero muy felices.
Vivíamos esa felicidad furtiva que en un abrir y cerrar de ojos desaparecía
para dejarnos otra vez llenos de necesidad y en espera de la vuelta de mi padre
otra vez. Desde ese entonces mi madre me dejaba en la espalda la
responsabilidad de ser el hombre de la casa. Usted es el hombre de la casa,
mijito. Usted está a cargo cuando su papá no está.
Durante
una de sus ausencias, mi hermana más pequeña, Raquel se llamaba, de apenas seis
o siete meses, enfermó gravemente. Al nacer les advirtieron a mi mamá y a mi
papá que la bebe había nacido con una afección en su conducto digestivo, pero
que era muy pequeña para intervenirla. Entre los tres y seis meses habría que
operarla. La falta de dinero impidió que siguieran las recomendaciones y la
niña enfermó de súbito. Parecía tener problema para tragar y se le cortaba la
respiración. Transcurrieron noches de desvelo hasta que la niña agravó.
Quizá
por ser la más pequeña puedo decir que la adorábamos. Su risa trajo felicidad y
plenitud en nuestras dificultades de sobrevivencia. Ya se sentaba e intentaba
desplazarse. Mi mamá le construyo una mecedora con una cobija y un par de
piezas de madera que colgadas de las vigas del cuarto permitían arrullarla y
dormirla cuando por algún motivo despertaba. Con ella, con Raquel, aprendí que
la gloria existe por los besos que le robaba de sus mejillas risueñas. Creo que
ella nos amaba. Éramos su mundo. Cuando llegábamos de la escuela íbamos
directamente hacia ella. Ese mismo amor lo redescubrí con mis hijas y mi hijo,
y ahora en mi vejez con mis nietas y mi nieto. Es la verdadera felicidad.
Pero
negros nubarrones de desgracia llegaron durante un atardecer. Raquel empeoró.
Mi mamá mando a una de mis hermanas a llamarme, pues yo jugaba con otros dos
chiquillos en le callejón lleno de tierra y hoyancos a un lado de mi casa.
Cuando entré, mi mamá lloraba y trataba inútilmente de animar a la niña. Ahí
estaba Raquel sostenida por mi mamá sobre sus rodillas tratando de mantenerla
de pie. No mi niña, no, le rogaba, pero Raquel respiraba con dificultad. Me
acerqué desesperado tratando de ayudar, pero mi hermanita entornaba sus ojos y
en momentos el negro adorable de sus ojos se iba. Mi mamá la seguía sacudiendo
y suplicaba, pero había poco que hacer.
―Corre, ve a buscar un carro que nos
lleve al hospital, pero pronto.
―¿A dónde mamá?
―A la Velarde, por ahí
pasan carros, ve. Para al primero que pase. Ya voy yo tras de ti. ¡Corre!
Corrí
enloquecido. Llegué a la calle miserable y polvosa y me paré en medio haciendo
señas con los brazos. Pasó un carro viejo y en lugar de parar aceleró y viró
para no atropellarme, mientras me insultaba.
Cuando
mi mamá se aproximaba se detuvo un carro tripulado por una pareja ya madura.
―¿Qué pasa, niño loco?
¿No ves que te podemos atropellar? ―me
gritó la mujer.
―Es mi hermanita, está
muy grave ―contesté y señalé a
mi mamá que se disponía a abrir la puerta de atrás del vehículo.
No
sé que dijo de manera arrebatada mi mamá, pero su angustia surtió efecto en
esas personas. Apenas cerraba la puerta cuando el carro avanzó a toda marcha
entre la polvareda de la calle y la oscuridad naciente de ese mal día.
Mi
madre regresó sola casi a la media noche.
―Cómo está la niña,
mamá.
―Mal, hijo ―contestó
llorosa―. Mañana en la mañana
me acompañas para ver como sigue. No me dejaron estar con ella. Me dijeron que
la dejara, que ya la estaban atendiendo.
Esa
noche fue larga, de esas noches que no queremos vivir. A las cuatro de la
mañana mi mamá preparó la tina de lamina y corrió la cortina para bañarse.
Antes de que me tocara para despertarme pregunté ¿ya nos vamos? Si, hijo. El
hospital está lejos y vamos caminando. Dios quiera que tu hermanita esté mejor.
Dio instrucciones a mi hermana mayor, de entonces once o doce años. Les das
algo de comer a tus hermanas y se van a la escuela. Al rato venimos.
Llegamos
al hospital cuando clareaba la mañana.
―Espérate aquí, me
dijo. No te muevas hasta que yo salga. ¿Oíste?
El
hospital general en aquel tiempo se había construido recientemente. Su ladrillo
rojo y diseño moderno me parecía un odioso Hospital inhóspito, cruel.
Ya
entrada la mañana, mi mamá salió por la parte donde se encontraba el anfiteatro.
Lloraba inconsolable. No supe que hacer.
―Murió desde anoche y
yo sabía, yo lo sentí ―me
dijo―, pero soy una
pendeja.
Lloramos
juntos. A mi edad yo no podía hacer nada más. Yo apenas era un niño loco, como
me dijo la mujer que acompañaba al hombre de aquel carro café y viejo que llevo
a mi hermana a morir entre tumbos por calle Rafael Velarde de aquel tiempo.
No
se qué fue mas doloroso: si lo que nos esperaba los días siguientes o lo que ya
había ocurrido.
Han
pasado sesenta años y siento muchas veces que sigo siendo aquel niño loco en
varios momentos que me han tocado vivir, cuando me he enfrentado a cosas de la
vida que son más fuertes que yo.
Mario Lugo estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Empezar a morir, El amor entre las ruinas, Fuentes Mares en tonos intermedios y Detén mis trémulas manos. Desde los años ochenta del siglo pasado escribe una columna de reseñas literarias llamada Armario, publicada en periódicos y revistas de Chihuahua.
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