martes, 25 de febrero de 2025

Niño loco


 

Niño loco

 

Por Mario Lugo

 

Fue en uno de esos veranos aciagos de mi niñez. Juárez no existía, era solo un pequeño territorio que escondía misterios ahí nomás tras lomita porque todos sabíamos que el Panteón estaba allá rumbo al oriente de lo que intuía, se desplegaba, una ciudad polvosa, árida, apenas perturbada por algunos matorrales que se aferraban a las lomas rebanadas para dar un poco más de espacio para que se avecindarán mas y mas colonos, paracaidistas aguerridos que llegaban a la ciudad, como aun llegan en nuestros días, de otros lugares del sur. Mi abuela, que llegó a la ciudad desde la frontera de Durango con Chihuahua, nunca se consideró del sur, y cuando algo se perdía u ocurría alguna tragedia que leía en periódicos viejos o que escuchaba como parte de las pláticas entre vecinos su frase favorita era “de seguro fueron esas gentes que llegaron del sur”.

Para mí, que era un niño de diez u once años, los cuatro lados que rodeaban nuestra naciente colonia eran solo misterio, hundidos en lo que fueron un conjunto de arroyos entre lomas. Esos lados eran otros mundos, amenazantes y según mi mente infantil, despoblados entre lomas y cerros lejanos, y mucho muy allá, el otro lado, El Paso, Texas, que desde entonces aprendí a pronunciarlo como El Paso, Tejas, tan temible como otras colonias nacientes al poniente y al sur el gran Cerro Juarez, único lado que nos retaba a todos los niños para ser explorado, sobre todo porque entre él y nosotros se encontraba el lugar de los grandes tesoros: el basurero municipal.

Por las noches, el único resplandor lejano eran las luces de El Paso. Todo lo demás era oscuridad, apenas alumbrado por la luz de los aparatos que escapaba de los jacales y casuchas. Si, éramos pobres. Mi padre desde que yo era niño se ausentaba por meses para luego regresar con dólares y unos botecitos de aluminio llenos de monedas norteamericanas que nos entregaba a mi y mis hermanas para que gastáramos. Eran días de alegría. Pocos, pero muy felices. Vivíamos esa felicidad furtiva que en un abrir y cerrar de ojos desaparecía para dejarnos otra vez llenos de necesidad y en espera de la vuelta de mi padre otra vez. Desde ese entonces mi madre me dejaba en la espalda la responsabilidad de ser el hombre de la casa. Usted es el hombre de la casa, mijito. Usted está a cargo cuando su papá no está.

Durante una de sus ausencias, mi hermana más pequeña, Raquel se llamaba, de apenas seis o siete meses, enfermó gravemente. Al nacer les advirtieron a mi mamá y a mi papá que la bebe había nacido con una afección en su conducto digestivo, pero que era muy pequeña para intervenirla. Entre los tres y seis meses habría que operarla. La falta de dinero impidió que siguieran las recomendaciones y la niña enfermó de súbito. Parecía tener problema para tragar y se le cortaba la respiración. Transcurrieron noches de desvelo hasta que la niña agravó.

Quizá por ser la más pequeña puedo decir que la adorábamos. Su risa trajo felicidad y plenitud en nuestras dificultades de sobrevivencia. Ya se sentaba e intentaba desplazarse. Mi mamá le construyo una mecedora con una cobija y un par de piezas de madera que colgadas de las vigas del cuarto permitían arrullarla y dormirla cuando por algún motivo despertaba. Con ella, con Raquel, aprendí que la gloria existe por los besos que le robaba de sus mejillas risueñas. Creo que ella nos amaba. Éramos su mundo. Cuando llegábamos de la escuela íbamos directamente hacia ella. Ese mismo amor lo redescubrí con mis hijas y mi hijo, y ahora en mi vejez con mis nietas y mi nieto. Es la verdadera felicidad.

Pero negros nubarrones de desgracia llegaron durante un atardecer. Raquel empeoró. Mi mamá mando a una de mis hermanas a llamarme, pues yo jugaba con otros dos chiquillos en le callejón lleno de tierra y hoyancos a un lado de mi casa. Cuando entré, mi mamá lloraba y trataba inútilmente de animar a la niña. Ahí estaba Raquel sostenida por mi mamá sobre sus rodillas tratando de mantenerla de pie. No mi niña, no, le rogaba, pero Raquel respiraba con dificultad. Me acerqué desesperado tratando de ayudar, pero mi hermanita entornaba sus ojos y en momentos el negro adorable de sus ojos se iba. Mi mamá la seguía sacudiendo y suplicaba, pero había poco que hacer.

Corre, ve a buscar un carro que nos lleve al hospital, pero pronto.

¿A dónde mamá?

A la Velarde, por ahí pasan carros, ve. Para al primero que pase. Ya voy yo tras de ti. ¡Corre!

Corrí enloquecido. Llegué a la calle miserable y polvosa y me paré en medio haciendo señas con los brazos. Pasó un carro viejo y en lugar de parar aceleró y viró para no atropellarme, mientras me insultaba.

Cuando mi mamá se aproximaba se detuvo un carro tripulado por una pareja ya madura.

¿Qué pasa, niño loco? ¿No ves que te podemos atropellar? me gritó la mujer.

Es mi hermanita, está muy grave contesté y señalé a mi mamá que se disponía a abrir la puerta de atrás del vehículo.

No sé que dijo de manera arrebatada mi mamá, pero su angustia surtió efecto en esas personas. Apenas cerraba la puerta cuando el carro avanzó a toda marcha entre la polvareda de la calle y la oscuridad naciente de ese mal día.

Mi madre regresó sola casi a la media noche.

Cómo está la niña, mamá.

Mal, hijo ―contestó llorosa. Mañana en la mañana me acompañas para ver como sigue. No me dejaron estar con ella. Me dijeron que la dejara, que ya la estaban atendiendo.

Esa noche fue larga, de esas noches que no queremos vivir. A las cuatro de la mañana mi mamá preparó la tina de lamina y corrió la cortina para bañarse. Antes de que me tocara para despertarme pregunté ¿ya nos vamos? Si, hijo. El hospital está lejos y vamos caminando. Dios quiera que tu hermanita esté mejor. Dio instrucciones a mi hermana mayor, de entonces once o doce años. Les das algo de comer a tus hermanas y se van a la escuela. Al rato venimos.

Llegamos al hospital cuando clareaba la mañana.

Espérate aquí, me dijo. No te muevas hasta que yo salga. ¿Oíste?

El hospital general en aquel tiempo se había construido recientemente. Su ladrillo rojo y diseño moderno me parecía un odioso Hospital inhóspito, cruel.

Ya entrada la mañana, mi mamá salió por la parte donde se encontraba el anfiteatro. Lloraba inconsolable. No supe que hacer.

Murió desde anoche y yo sabía, yo lo sentí me dijo, pero soy una pendeja.

Lloramos juntos. A mi edad yo no podía hacer nada más. Yo apenas era un niño loco, como me dijo la mujer que acompañaba al hombre de aquel carro café y viejo que llevo a mi hermana a morir entre tumbos por calle Rafael Velarde de aquel tiempo.

No se qué fue mas doloroso: si lo que nos esperaba los días siguientes o lo que ya había ocurrido.

Han pasado sesenta años y siento muchas veces que sigo siendo aquel niño loco en varios momentos que me han tocado vivir, cuando me he enfrentado a cosas de la vida que son más fuertes que yo.

 


Mario Lugo estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Empezar a morir, El amor entre las ruinas, Fuentes Mares en tonos intermedios y Detén mis trémulas manos. Desde los años ochenta del siglo pasado escribe una columna de reseñas literarias llamada Armario, publicada en periódicos y revistas de Chihuahua.

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