Lázaro
Por
Delma Flores
I
La
mujer llegó como heraldo encapuchado. El sonido de su puño contra la puerta
tañó en los oídos de todo el pueblo. Doña Chonita abrió. La desconocida le
tendió un bebé envuelto en harapos.
—Este
niño lleva la sangre del señor —la voz era un trino agudo.
Chonita
enmudeció, estiró los brazos para recibir a la criatura. Lo contempló, dormía
con el semblante de un mártir. Estaba pálido, la luz del día apenas iluminaba
su rostro. Cuando Chonita alzó la mirada, un escalofrío le sacudió hasta la
sombra. La mujer había desaparecido. Solo la acompañaba un puñado de ojos
detrás de las ventanas. Cerró la puerta, se dio la vuelta con el niño en brazos
y caminó como condenada por el pasillo. Llamó a la oficina del señor Severino,
esperó la invitación para entrar.
—Pásale
—el tono firme.
—Una
mujer encapuchada vino. Me dijo que este niño lleva su sangre.
El
infante parpadeó. Tenía las pupilas oscuras, inquisidoras, el iris plomizo. Don
Severino le hizo una seña a Chonita para invitarla a su lado. Se asomó dentro
del hatillo. Sus ojos claros trepidaron como agua tocada por la lluvia.
—Dile
a Manuela que este también es su hijo, que lo críe con los demás.
Chonita
asintió servil.
Con
un gesto desinteresado, don Severino la hizo marcharse.
II
Ninguno
de los tres hijos Urrutia se movía. Frente a su padre, titubear era debilidad.
Intentaban cargar con su mirada en silencio.
—Lo
hago por ustedes. Cuando yo no esté, todo Agua Colorada debe saber quiénes
mandan.
Las
palabras eran truenos.
A
los hijos mayores cada sílaba los iluminaba. Para Lázaro solo eran amenazas.
Aún así, su gesto era impasible. Las personas del pueblo no olvidaban. Huían de
su presencia, apretaban el rosario entre los dedos. Decían que el diablo le
había robado el color de los ojos. Que traería nubes de tormenta hasta el día
de su muerte. Don Severino lo observó, el desdén fue un disparo.
—Hasta
tú, Lázaro, debes intentar forjar un camino distinto—escupió las palabras, y
con un ademán los envió a trabajar. En la cocina, Chonita y Manuela les
entregaron el lonche. Pasarían la jornada en vela para cuidar al ganado de los
lobos. Ambas los santiguaron con los labios gesticulantes pero mudos de
palabras. Afuera, el cielo escampaba, la oscuridad era como las cazuelas
tiznadas.
—¿Por
qué tenemos que cuidar a las vacas? ¿No pueden ir los peones? —preguntó
Justino. Las espuelas de sus botas repicaron cuando zapateó por el frío. Pedro,
sin decir palabra, caminaba con la vista fija en el terreno. Lázaro dudó, al
final su voz pronunció sin titubear:
—Porque
así la gente del pueblo aprenderá a respetarnos. Eso dijo el señor.
Justino
bufó conteniendo una risa.
—¡A
ti no te respetan por nada! Tú eres la bala pérdida del jefe, que te quede
claro—Pedro sonrió. En cambio, Lázaro apretó los puños con ira. Ensillaron sus
monturas y cabalgaron hacia el campo. El viento peinaba la hierba. Las
estrellas derramaban listones blanquecinos sobre los lomos de los animales.
Montados sobre los caballos, abrazaban las escopetas contra el pecho. El frío
condensaba el aliento en nubes diminutas.
Con el pasar de la noche, el sueño se les colgó de los
párpados. Justino cabeceaba hasta que el arma se le resbaló de las manos. Tocó
el suelo, el chasquido despertó a los otros dos. Segundos después, otro sonido
los alertó. Las orejas puntiagudas de los caballos se giraron hacia la
oscuridad. Un crujido, Lázaro recordó al matarife partiendo huesos. Pedro
sintió la superficie helada de la escopeta cuando apuntó. Azuzó el caballo para
acercarse a Justino y despertarlo. El sonido se multiplicó hasta convertirse en
un crepitar continuo. Las vacas se arremolinaron. Un aullido les rasgó los
nervios. Giraron la cabeza hacia todos lados. Una miríada de luceros los
acechaba entre la hierba. Escucharon un alarido. Las fauces se colgaron de la
carne de la res, luego el suelo bebió una lluvia de jirones carmesíes. Algunos
lobos comenzaron a devorar a la víctima. El resto corrió dando dentelladas a
las patas de los caballos. Pedro maniobró las riendas con maestría, firme sobre
la montura. En cambio, Lázaro y Justino cayeron al suelo cuando el terror
desbocó a sus animales. El primero se encogió sobre la escopeta. La adrenalina
le tensó los músculos, pero el impacto lo aturdió. A su alrededor había un
infierno de sonidos. Relinchos desesperados, mugidos lastimeros. Lázaro recobró
la consciencia frente a un lobo de dimensiones colosales. Su pelaje era un
manto de cielo oscuro, sus ojos, dos luciérnagas albinas. Compartieron una
mirada hasta que la bestia se giró para acechar a Justino. Este profirió un
grito como el del ganado moribundo. El pulso de Lázaro le golpeaba los
tímpanos. Estrechó la escopeta contra sus costillas, acomodó los pies en un
intento de adquirir firmeza y disparó. Un hilillo de inseguridad le apretó las
entrañas, el casquillo rodó indiferente. El impactó lo derribó contra la
tierra, percibió el polvo que precedía las patas de los lobos al huir. Pedro
galopó de regreso, desmontó, sus rodillas tocaron el suelo. Cargó el cuerpo de
Justino. Sobre el corazón, una roseta sangrienta le escurría del pecho.
III
Las
mujeres se congregaron con el rostro tras velos oscuros.
—Pues
él dice… que fue un accidente.
—Cuenta
de un lobo negro, grande…
—Pero
Pedrito dice que no vio ningún animal con esas señas.
Las
palabras le escocían en la nuca. Lázaro resistía los embates con los ojos sobre
la tierra. Solo el llanto de doña Manuela acompañó el descenso de los restos de
su hijo. Cuando lo tragó el sepulcro, la multitud se dispersó cual parvada de
cuervos. La familia Urrutia permaneció inmóvil. Los ojos de don Severino eran
dos estacas sobre su hijo menor. Pasado un tiempo, sus siluetas también se
perdieron entre las cruces del panteón.
Lázaro arrastraba la tierra del muerto hasta en los sueños.
La herida floreciente, roja, sobre la camisa de Justino. El brillo alba de los
ojos del lobo. Desde el funeral vagaba embrujado por la obsesión. Las
acusaciones le dibujaron a punta de palabras una marca insoportable. El tiempo,
lejos de ofrecer misericordia, le cavaba una tumba cada vez más profunda. Para
escapar, determinó cazar a la criatura maldita. Cargó la escopeta y caminó en
dirección al pastizal. Pedro lo vio marcharse.
—Y
tú, ¿a dónde vas? —inquirió.
—A
buscar al lobo. Traeré su cabeza —los ojos de Lázaro eran un filo al aire.
—Ese
animal no existe. ¡No existe! —intentó empujarlo con fuerza, pero el otro se
resistió. No añadió más y siguió caminando. Pedro se convirtió en una figura
diminuta.
Pronto, los árboles abrazaron el cielo sobre Lázaro. El
ruido convergió en el crujido de la maleza bajo sus pies. Los minutos se
extendieron en manchones confusos. No distinguía el enfrente y el atrás. Los
troncos se sucedieron deformes en un batallón interminable. Las ramas grises le
tiraban de la ropa. Varias veces trastabilló infantilmente. Luego un
pensamiento lo infestó: ahí solo existía él. Él y la culpa. Su corazón repicó.
Rogaba por otra vida similar. Sintió un relámpago helado en la columna. El
bosque respondió. Frente a él apareció una mujer de ojos claros. Estaba vestida
con trapos negruzcos. El rostro lozano era una luna de armónica composición.
Cuando habló, su voz fue una nota melodiosa. Los vocablos, ininteligibles para
el hombre, se deslizaron con las hojas náufragas de los árboles. Solo el viento
entendió el mensaje.
Lázaro estuvo a punto de llamarla, pero una ráfaga lo
interrumpió. La hojarasca subió en una danza multicolor. La imagen de la mujer
se perdió entre la cascada de maleza. El piso mullido amortiguó la caída de su
escopeta. Se sostuvo sobre las rodillas después de que un espasmo lo derribó.
De forma inadvertida, los susurros del bosque repicaron en su interior. Sus
ojos, antes inundados por una luz pobre, se abrieron como un claro hecho por
los astros.
—Ahí
está, el cabrón—la voz cruzó sus tímpanos. Percibió un aroma familiar. Al
girarse, vio el cañón de un arma. Era un ojo oscuro que lo observaba. Se le
erizó el pellejo al ver a don Severino apuntarle. Detrás del monolito que era
su padre, su hermano lo miraba también. Los miembros laxos, los labios
temblorosos. El hombre mayor jaló el gatillo. La bala trazó una senda rojiza
sobre su piel. Aunque el temor ahulló primero en su corazón, la irá creció con
más apremio. Hubo varios estallidos, luego el rojo tibio y escurridizo sobre la
maleza. Gritos contenidos entre dientes, gruñidos borboteando en las gargantas.
Al final no fue posible distinguir dónde empezaba el hombre dentro de la bestia.
IV
La
cuadrilla de búsqueda había salido al amanecer. Doña Manuela los había enviado
para buscar a sus dos hijos y a su marido. El sol se había puesto, ellos no
habían regresado. El anciano del grupo fue el primero en ver los cuerpos. Don
Severino y Pedrito eran solo despojos sangrientos. No había señas de Lázaro. Al
buscar en los alrededores, se percataron de que el bosque engullía un rastro
pintado de rojo. El miedo anidó en sus pechos, algunos se persignaron. En el
suelo húmedo, apenas visible tras la hojarasca, unas pisadas caninas antecedían
las huellas de un hombre.
Delma Flores es licenciada en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Gran lectora de literatura fantástica, especialista en Elena Garro y en Banana Yoshimoto. Es autora de imágenes narrativas sensoriales.

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