miércoles, 3 de diciembre de 2025

Los detectives salvajes, digresiones

 


Los detectives salvajes, digresiones

 

Por Raúl Sánchez Trillo

 

Fatalmente no pude cumplir el propósito de terminar de leer Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño cuya lectura inicié en unas vacaciones decembrinas. El libro quedó olvidado en la sala de espera de un lavado de autos. Mis intentos eran ya más bien por disciplina, por no dejar un libro a medias, pues la novela nunca logró atraparme del todo. ¿Pero qué me llevó al mencionado libro de Bolaño? La curiosidad por ese universo literario en el que se confunden autor y personajes, lo que estos tienen de real o de mito.

Es interesante el poder de la literatura y del creador para construir mitos y personajes. Ejemplo de ello es la noticia que José Emilio Pacheco dio en su columna Inventario sobre el destino de la hija adoptiva de José Donoso. Tras terminar la biografía de su padre, Correr el tupido velo, Pilar Donoso se suicidó, como siguiendo el guion escrito por Donoso en un proyecto de novela donde anotó: “una mujer encuentra los diarios de su padre y se suicida”. La biografía de Pilar es una especie de ajuste de cuentas con su padre adoptivo y una búsqueda de identidad, pues ella fue modelada por su influyente padre como personaje de sus novelas. Es una biografía dolorosa, patética.

Terrible resulta dejar escritos confesionales sobre los secretos más oscuros que todos guardamos: en este caso, el matrimonio por conveniencia del escritor y su esposa él para ocultar su homosexualidad, ella para abandonar la soltería, además de las opiniones dictadas por el enojo hacia su esposa, su hija y su familia. Aunque también muestra facetas interesantes de Donoso, quien acuñó y promovió desde la cátedra el término “boom latinoamericano”: sus procesos creativos y maníacos, las pistas sobre escenarios reales fantaseados en sus escritos, la anécdota que dispara la construcción de una novela. Pero lo que queda al final es que Donoso trazó el derrotero que su hija siguió, culminando con la publicación de la biografía y el suicidio de la autora.

Coincidente con la lectura de Correr el tupido velo, cayó en mis manos un ejemplar de la revista Tierra Adentro, donde se hablaba de Alcira Soust, poetisa uruguaya que se convirtió en leyenda en 1968. Durante la ocupación del Ejército Mexicano en Ciudad Universitaria, Alcira pasó quince días escondida en un baño, tomando agua del inodoro y comiendo papel sanitario. Hasta nuestra provincia llegó aquella anécdota y mil más sobre actos heroicos de la juventud. La proeza de Alcira, junto con otras, se esfumó con el tiempo y pasó al imaginario. Esa chica, la única que aparece en la foto que se tomaron los infrarrealistas junto al Lago de Chapultepec, se convirtió en uno más de los miles de personajes que el trauma del 68 dejó y que se diseminaron por todo el país.

Personalmente me tocó conocer varios mitómanos que presumían ser sobrevivientes de Tlatelolco. No sé si aún deambula por las calles de Chihuahua un enigmático y silencioso tipo, a quien nos referíamos como “el bolchevique”, que de pronto descubríamos en las conferencias y tal vez esté en espera de que alguien escriba un cuento inspirado en él. Cientos de personajes de esa época esperan ser literaturizados: los que integraron grupúsculos trotskistas o maoístas, radicalistas verbales, los que se fueron a vivir a las comunas jipitecas, los que se quedaron arriba después de Avándaro, los que se volvieron místicos o hare krisnas, los que jugaron al poeta maldito e hicieron de la incomprensión social su coartada para el alcoholismo y la mediocridad.

Alcira fue un arquetipo de personaje producto de la represión del 68: desadaptada, entre loca e iluminada, se convirtió en musa de la calle. Vivía en edificios universitarios o en cualquier rincón que le proporcionaban temporalmente los amigos, hasta que un buen día desapareció. Muchos años después volvió como protagonista de la novela de Bolaño Los detectives salvajes y como personaje absoluto en Amuleto, también en la puesta en escena Alcira, la poesía en armas, fantástica como su vida misma. Esa fue una de las razones por las que quise leer Los detectives salvajes.

Aunque hay otras por las cuales tendré que retomar de nuevo la novela y terminar de leerla. Bolaño fue mi contemporáneo; desde luego, no lo conocí, aunque en esta lejana provincia escuchamos hablar de los infrarrealistas, grupo de poetas de vanguardia fundado por él, con antecedente en los estridentistas, que en ocasiones boicoteaban lecturas de poesía… hasta que un buen día les tocó un escritor que sabía karate. Pero la razón más importante está contenida en el discurso que leyó al recibir el premio Rómulo Gallegos:

 

En gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creíamos la más generosa de las causas del mundo, pero que en realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería. Luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados. Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski, o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados.

 

Por eso siento como una obligación generacional leer a Roberto Bolaño, aunque no termine sus obras.

 


Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica ensayos y crónicas en redes sociales.

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