martes, 7 de agosto de 2018

Eduardo Laphond. Infracripta

Infracripta

Por Eduardo Laphond

Para esta edición les presento un trabajo que redacté hace un par de años. El tiempo ha pasado y he decidido volver a mostrar este cuento: es la muestra tangible para ver y analizar al autor que era en ese entonces, junto con las inquietudes que tenía. Por tales motivos no he querido alterarlo del todo, solo cubrí las faltas ortográficas. Me disculpo por las erratas de estructura, sintaxis, o de los barbarismos por querer usar un latín inexplorado.
No es producto de la casualidad si al leerlo encuentran reminiscencias de Umberto Eco. En aquel entonces, cuando lo redactaba, estaba profundamente inmerso en  El nombre de la rosa (1980), así como en otras lecturas provenientes del medioevo.
Para finalizar esta breve explicación. Traje del archivo esta historia por los días de intensa canícula que hemos pasado. Aunque pertenezco a la región más extremosa del país, nunca he podido tolerar el verano seco. Para mí el asfixiante calor de Chihuahua, me provoca un desánimo y una baja de presión.
Sin más los dejo con la judía redentora –como se llamó inicialmente–, misma que ha mutado varias veces. Una versión se encuentra en el libro electrónico Quivirenses (2016).
Eduardo Laphond Domínguez.
3 de agosto de 2018


Infracripta

Por Eduardo Laphond

En todos lados he buscado la paz y en ninguno la he hallado, excepto en un rincón, con un libro.
Umberto Eco, El nombre de la rosa

Nadie sabe cómo llegó, o de donde vino. Algo es claro, ella estaba ya desde el inicio de la sequía. Según los más sabios, llevaba veinte primaveras asolando, con una canícula perdurable hasta el invierno.
El suelo ardía, los pastizales brillaban en ocre. El trigo, la cebada y demás cereales se pudrían. La magnitud del suceso era incontenible. El reino no estaba preparado. Las barricas de vino escasearon, el afluente y arroyos conexos, destilaban un olor fétido. Traían agua desde otros reinos solo para la hegemonía; de vez en cuando, al sobrar, se vendía al vulgo a precios mayores que el oro. La muerte floreció, las personas corrompidas sucumbían al beber de ese caldo saturado en toxicidad.
Aquel pueblo se hundía en desesperación. En plegaria unísona se redimían bajo las sacras paredes de la iglesia. El rezo ferviente les hacía mantener el hálito de la esperanza. Aún con los labios partidos y la garganta seca, imploraban para disponer de la misericordia del Creador.
Dentro de esta contingencia ahí estaba ella: la no conversa. Bajo el estigma a cuestas, envuelta en repudio solo por su naturaleza. Como sombra sigilosa, su vida daba inicio al terminar las cuatro campanadas de bienvenida al rezo de las completas. Con profundo temor descendía al averno para abastecerse, robaba los sobrantes de alimentos, llenaba sus recipientes en aquel río putrefacto.
Al ser profana poseía un vasto conocimiento. Sabía devolver a sus condiciones primigenias aquella agua insalubre. La pasaba por fuego hasta su hervor y de ahí la vertía por un conjunto de piedras porosas. Repetía el proceso unas cuantas veces hasta tener de nuevo aquel líquido cristalino. No se debía conocer aquel proceso. El Supremo en su infinita sabiduría mandaba sus designios por algo, bajo ningún motivo debían ser atentados, menos por una no conversa.
La muerte continuó su paso atroz en el feudo. Las callejuelas recubiertas de estiércol se iban cubriendo con cadáveres. La desesperación, esa maldita provocaba a quienes seguían vivos. Aquel reino prefería sucumbir a la muerte, a estarse quemando al rojo vivo en ese infierno terrenal. Las lágrimas junto al sudor ya no brotaban de esos semblantes exprimidos.
Una noche, después de las vísperas, el clérigo salió del monasterio. Quería experimentar si el anochecer era más fresco, ahí la vio con esa tez incorrupta. Tal era su costumbre, juntaba el agua estancada en sus alforjas. La siguió hasta su pequeña choza. Por una rendija observó el proceso, con cuidado de no ser visto.  Estupefacto por el sacrilegio, en un exabrupto corrió hasta donde se encontraban los guardias de la Casa Real, la acusó de violar la ley suprema con actos herejes. Estos sin cuestionar la acusación interpuesta por la voz de Dios en este mundo fueron por ella. Además se encargó de pregonar la nueva en el reino. Así fue como se alzó una torva de ecos inclementes, ardidos en desesperación y locura, quienes hurtaron la calma.
—¡Es una judía! Resonó embravecida una voz solitaria, esta asfixió al resto de los alaridos. Aquellos dieron la razón de ello.
—¡Quémenla!
—¡Infracripta traída desde las tinieblas!
—¡Es la ramera de Satanás!
 La apresaron, incendiaron su pequeño escondite; ese lleno de tomos apócrifos de sabiduría vacía, los cuales eran inservibles en comparación al gran libro escrito por la mano de Dios. Esperaron a la hora tercia para congregar a la corte de aquel feudo. Todo mundo la acusaba, aunque una mayoría desconocía los motivos reales por lo cual lo hacían.
 Su destino: la hoguera. Se instalaría dentro del patio de la corte, justo en el crepúsculo debía arder como lo atroz de sus actos. Para un mayor escarnio sus inquisidores le escupirían, sentiría el infierno.
—Escucha cómo el pueblo te detesta. Ellos anhelan tu muerte, aquí los marranos se repudian, transgreden la sacralidad del reino. Protesto aquel sacerdote colérico. Ella sin despegar su mirada del suelo de la torre, escuchaba la imputación injusta, impuesta por alguien mucho más torpe y ciego a las verdades.
En ese momento, el petricor inundó la corte, ese olor nuevo para los más jóvenes. Por otro lado, los viejos recordaron los tiempos de prosperidad. Solo algo es claro, aquello dejó anonadado al pueblo entero, calmó los ánimos revueltos. Tirando los picos, salieron del lugar. Un nubarrón, espeso, recargado de agua, se posó sobre el pueblo. De este una gota gruesa, pesada, hija digna de la más fiera tormenta, cayó, sucedida de otra y de otra más. Hasta dar paso a un torrente, como hacía mucho tiempo no sucedía.
Las calles lavaban su sequedad, llevando al caudal principal una gran cantidad de porquería hedionda. De entre los podridos trigales y demás plantaciones corría el agua a borbotones. Los labradores corrían empapados en un grito embravecido de victoria.
Mientras el ambiente de júbilo iba en ascenso. El clérigo permanecía anonadado, estático ante la celda del incipiente ser.
En ese momento, con un hastío benevolente, alzó su mirada hacia él.
 —Maestro, ¿me va a juzgar por bruja, o me dejará en libertad por haber salvado a su pueblo?






Eduardo Laphond Domínguez nació el 11 de diciembre de 1996. Estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Consejero Nutricional y Chef de Culinaria Saludable por el Centro de Estudios Profesionales de Colima S.C, Colegio de Nutriólogos de Chihuahua A.C y Asociación Internacional de Nutrición para el Bienestar Humano A.C (Chihuahua, Chihuahua 2013-2015). Ganador en el concurso Palabras Migrantes 2017. Premio Nacional de Poesía 2015 con Las Voces del Más Allá” 2015. Ganador de la Beca Nacional INTERFAZ del ISSSTE convocado por Mario Bojórquez emisión Chihuahua 2016.

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