viernes, 28 de enero de 2022

La hora de Javier Solís. Patricia Ortiz Lerma

 

Foto Pedro Chacón

La hora de Javier Solís

 

 

Por Patricia Ortiz Lerma

 

 

Cuando era niña y tenía cinco años, vivía en una vecindad que era de mis abuelos paternos. Uno de los patios se comunicaba con la cocina de mi abuela, por dónde yo cruzaba no sin antes abrir el refrigerador para salir directamente a la otra calle. De esta forma me ahorraba media cuadra de camino hacia kínder.

Siempre iba solita, caminando. Dos cuadras antes de llegar, estaba una tienda de abarrotes, se llamaba La Equidad. Era muy concurrida, siempre estaba llena de jóvenes, era su punto de reunión para tomarse la Coca-Cola después de jugar al básquet bol. Siempre miraban atentos a las personas que subían y bajaban del camión urbano.

La calle por la que pasaba el camión era la 20 de Noviembre; aún no había pavimento.

En esta tienda de abarrotes yo pasaba a comprar mis dulces favoritos: cerritos de coco, barrilitos y, si tenía suficiente dinero, una paleta americana de natilla chiclosa de la marca Charm's. Procuraba comprarlos rápido y continuar mi camino hacia el kínder para llegar cuando estaba sonando el timbre. Corría tratando de alcanzar la puerta abierta, pero con mi lonchera bien cargada, a veces era complicado.

Cuando era tiempo de calor, no gastaba mi dinero, lo guardaba hasta la salida de la escuela, pues justo un par de casas antes de llegar a La Equidad estaba un molino y generalmente había fila para moler el nixtamal, por eso siempre estaba abierta la puerta. Se entraba por un patio grande y encementado, con muchas macetas alrededor, en medio había un árbol. A la sombra había una jaula grande, montada sobre un banco de herrería. Allí vivía un perico grande, de color verde y rojo, muy chistoso; chiflaba una marcha: tu, tu, tu tu tu. Una viejita era su dueña, casi siempre estaba sentada junto a una mesa y lo ponía a marchar, eso sí, solo después de atendernos a todos los chicos que íbamos a comprar sus deliciosos helados de plátano.

Regresaba a la casa cuando mi abuela estaba cocinando. Siempre tenía prendido el radio a esa hora, con el volumen bastante alto, pues le gustaba escuchar La hora de Javier Solís. Para no interrumpirla, no tocaba la puerta, me iba a rodear hasta la otra calle y entraba por el zaguán de la vecindad.

En la primera puerta vivía una hermana de la cuñada de mi papá, por lo que, como los otros primos que vivían en la cuadra en la esquina pegada a la vecindad le decían “tía”, pues mis hermanos y yo también la llamábamos igual.

Ella tenía cuatro hijos: dos niñas y dos varones. Yo jugaba con ellos y con otros vecinos. Mi tía Ángela vendía tortillas de maíz. A veces llegaba con ella y le preguntaba:

—¿Me regala una tortilla con sal y mantequilla?

—¡Claro, mija! Agarre, esta es su casa.

Yo salía de ahí saboreando ese delicioso manjar.

Enseguida vivía Mely, el carpintero y María, su esposa. Enfrente de la llave del agua comunitaria, la que abastecía a todas las familias, estaba mi casa. Atrás de la llave había un jardín grande, a los lados estaban colocados unos pasillos encementados, bancos llenos de macetas.

Donde terminaba ese patio, había otro más grande con un árbol de mezquites con un columpio, y muchos tendederos. También había un cuarto grande donde estaba la carpintería de Mely. En estos escenarios, los niños de la vecindad jugábamos a los encantados.

En las tardes y noches nos juntábamos en el zaguán de la entrada a platicar o jugar a la popa con piedras, o la matatena. A veces tocaba la puerta Che Luján y, como la puerta tenía un cuadrito de vidrio a manera de ventana, el que lo viera gritaba unas cuantas veces:

—Che Luján.

—Che Luján.

Todos corríamos a nuestras casas, llenos de miedo. En ocasiones salía mi papá o alguna persona mayor y le daban algo: comida o algunas monedas. Después lo corrían.

Yo le tenía miedo, pues siempre cargaba un costal. Mi tía gritaba:

—No se salgan de aquí o se los llevará Ché Luján en el costal.

 






Patricia Ortiz Lerma es pintora, ha tomado cursos y talleres de arte, entre otros el Taller de la UACH.

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