Antes/ 09
Consola
Archivo Raúl Herrera
Al margen de la
almohada
Por Alejandra
Hernández Figueroa
Mi noche se tiñe
de silencio
y un haz de
sombras
puebla el
insomnio
de mi piel
deshabitada.
La misma noche me
padece y tiembla
cuando mis pasos regresan
por la callada
región de la memoria
y las mismas
sombras abren la ventana
derramando la
impiedad del viento
en mi aterida
soledad.
Ruedan lamentos
a la zaga de tu
nombre escrito en la vigilia
de un invierno
lento y frío.
Alejandra Hernández Figueroa estudió en el Colegio Palmore y en Community College. Escribió y publicó los libros Tiempos de viento y humo cuentos, Hojasén poemas e Hilvanando cuentos. Publica habitualmente en revistas jurídicas y literarias.
Penumbra y música
Por Marco Benavides
Nada hacía presagiar que esa noche, entre
volutas de humo de cigarrillo, efluvios de sudor y cerveza, música estridente y
gritos, en una taberna de un puerto del norte de Inglaterra, apenas dos décadas
después de que las bombas alemanas dejaran sus cicatrices, las personas y la
circunstancia habrían de conspirar para dar a luz el fenómeno que sacudiría los
cimientos de la juventud y transformaría la historia del espectáculo. Fue allí,
en ese recinto húmedo cuyas paredes destilaban historias de sensualidad y
desesperanza, donde Brian descendió por los peldaños sin sospechar que se
aproximaba al umbral que partiría su vida en dos mitades.
Dicen que la noche posee una manera peculiar
de revelar aquello que el día encubre celosamente. Lo experimentó Epstein
cuando empujó la puerta y la marea sonora lo embistió con la violencia de una
confesión largamente postergada. Jamás había presenciado algo tan desaliñado y
feroz, tan semejante a un secreto que la ciudad se empeñaba en custodiar.
Frente a él, sobre un tablado, cuatro muchachos tocaban como si nadie les
hubiera advertido de sus limitaciones, como si el mundo entero dependiera de
ese compás preciso, casi insolente, que arrancaba sonrisas a desconocidos. Una
apretada multitud de adolescentes aplaudía y vociferaba en scouse, ese
dialecto del inglés propio de Liverpool, con su cadencia musical y sus giros
idiomáticos intraducibles.
Epstein observó a John Lennon con la
fascinación reservada a los animales salvajes que, aun conscientes de la mirada
ajena, se resisten a toda domesticación. Paul McCartney parecía moverse con una
naturalidad que desmentía su juventud. George Harrison, concentrado, apenas
alzaba la vista, pero su guitarra hablaba por él con áspera elocuencia. Y al
fondo, marcando el pulso, la batería elemental de Ringo Starr convertía la
humedad del sótano en una especie de rito primigenio, con su estruendo
hipnótico y ritual.
A Epstein no lo conmovió únicamente la
música, sino esa energía, la certeza de estar presenciando algo que apenas
empezaba a tomar forma, como el destello que anuncia el incendio. Había cuerpos
apretados, vasos golpeando mesas, risas estridentes, miradas que se cruzaban
sin nombre ni memoria. Todo era caótico, imperfecto, hasta vulgar. Pero bajo el
desorden vibraba una promesa. Una intuición apenas audible que le susurraba que
esos muchachos podían trascender el estatus de grupo de bar; podían convertirse
en un idioma universal, en una gramática compartida por generaciones.
Aquella noche ‒o
lo que restaba de noche cuando Epstein emergió nuevamente a la calle empapada‒ en Liverpool parecía haber cambiado la
temperatura. El puerto seguía ahí, con su olor férreo, salado, y sus sombras
inmortales, pero en el aire flotaba un presentimiento de amanecer. Era el
inicio silencioso de una de las historias más apasionantes del espectáculo: el
punto exacto donde un hombre correcto y cuatro jóvenes desbordados sellaron,
sin saberlo, una alianza que torcería el rumbo de la música popular.
Con el improbable nombre The Beatles,
los cuatro jóvenes irrumpieron como fuerza telúrica en la triste y plomiza
realidad de principios de década, inyectándole una alegría de la que el público
andaba hambriento. Y quizá por eso, aquella noche cada acorde resonó como un
pequeño acto de liberación colectiva. Nadie lo sabía aún, pero ese impulso
inicial ‒frágil, eléctrico, irrepetible‒ empezaba a tejer una complicidad que cambiaría
radicalmente la forma en que el mundo escucharía, sentiría y viviría la música.
"Tengo que mostrar esto al mundo",
pensó Epstein, extático.
Y lo hizo.
Dr. Marco Benavides, 3 diciembre 2025
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
La columna de Bety
Mi ritual de Navidad
Por Beatriz Aldana
Bueno, aquí voy... y seré el
Grinch navideño. Aquí expondré el por qué, curiosamente, soy solicitada, o, más
bien dicho, muy invitada tanto para los preparativos como para las compras,
incluso para casi todas las Posadas, que en realidad son fiestas de
convivencia previas a la Nochebuena y a la Navidad, pero, infortunadamente, no
se me hace alusión, o, más bien, no se me pregunta en dónde pasaré las fiestas.
Pienso que es para evitar hacerme invitación a pasarlas en casa de alguien. Y
comprendo perfectamente que son días para pasar en familia totalmente, y yo en
realidad solo soy amistad. O, lo más seguro, todos suponen que yo tengo una
familia y una casa en donde pasarlas con gente cercana.
Es por ello que me asalta
esa imperceptible, o, más bien perceptible tristeza a la que yo llamo, tal vez
equivocadamente, depresión estacional.
Bueno, no quisiera continuar
con este no muy agradable tema, pero sí lo finalizare de esta forma: Para pasar
de la mejor manera y solitariamente mi Nochebuena, adorno mi casa con todos los
objetos alusivos a la fecha, con muchas luces, decorando cada habitación, y no
se diga mi mesa donde degusto lo que tengo en mente preparar, que será esto:
Rebanadas de pechuga de pavo
ahumado, acompañadas de puré de camote; ensalada compuesta de lechuga,
espinacas, tomate cherry, zanahoria en bastoncitos, fresas en rodajas,
espolvoreadas con nuez troceada. De bebida un delicioso vino rosado cuya marca
es Pink. Por supuesto, sin faltar los buñuelos y para rematar el
delicioso ponche, todo esto acompañada de mis cinco sillas vacías pero
llenas con el recuerdo espiritual de mis seres más queridos-
A las 12:00 recibo con toda
mi fe a ese niño llamado Jesús, el cual primero arrullo y después lo llevo a
cada rincón de mi casa haciendo oración de agradecimiento por todos los dones
recibidos a lo largo del año.
No quiero dejar de comentar
que me hago acompañar deleitándome con la música que por fortuna tiene a bien
una televisora transmitir en Nochebuena con la Orquesta Sinfónica de Minería.
En fin, inicié mi crónica de
una manera un tanto triste, y sin embargo, al compartir mi periplo navideño me
doy cuenta de que soy una gran amiga de mí misma, y que sin duda alguna Jesús,
ese pequeñito que viene cada 25 de Diciembre para reafirmar fe, y, por supuesto,
abrir mente y corazón a este milagro que se llama vida.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.
La columna de Bety
Presentimientos
Por Beatriz Aldana
Noviembre y diciembre, meses
que yo quisiera saliesen de mi calendario. Ahora expondré mi argumento sobre esto:
A temprana edad, y de eso hace ya muchos ayeres, se me dijo en casa: Mamá
Jesusita ya no sobrepasara diciembre. Esto, dicho por una de mis hermanas
mayores.
Y ciertamente: Mi mami
falleció a las 5:10 de la tarde del lunes 22 de diciembre de 1969.
Como si fuese una premonición,
empecé a temer los finales de cada año, siempre con esa pequeña punzada en mi
corazón, y, efectivamente, al pasar el tiempo, precisamente en esos dos meses
han terminado su caminar por este sendero de Dios las personitas que más han
significado en mi, hasta el sol de hoy, ya larga vida. Entre ellos, mi hermano,
el gran artista del pincel Sergio Alberto; mi hermana Lucila; mi sobrino, más
bien, mi hijo del corazón, Daniel Eduardo, arteramente asesinado por un sujeto
al parecer celoso de la galanura y extrema buena vibra, o como comúnmente se
dice, el ángel que de sobra tenía Dani.
También una de mis mejores
amigas, a la cual adopté cuál si fuese una hermana por la estrecha y continúa
convivencia que teníamos: María de Lourdes, a quien de cariño le llamábamos
Luly.
Y cómo dejar de mencionar a
mi amigo desde la adolescencia Sergio Enrique, quien en múltiples ocasiones me
acompaño con sus acordes de guitarra, mis interpretaciones de melodías de Los
Beatles en mis shows en las escuelas primarias en aquellos lejanos tiempos. Él
por fortuna aún vive, pero ahora sin un miembro importante e indispensable para
su movimiento, una extremidad inferior, con la probabilidad nada halagueña de
que también tengan que cercenarle (horrible verbo) su otro miembro inferior.
En fin, para no entristecer
y ser ese Grinch que amargue estas festividades tan sagradas y de tanta magia y
espiritualidad, suspenderé mi recuento de pérdidas de fin de año, que en mucho
contribuyen a esa tristeza y lágrimas tempraneras que me asaltan en estos no
deseados para mí meses de noviembre y diciembre que no dejan de ser hermosos
para la generalidad, pero por desgracia no para mí.
Vaya mi recuerdo más sentido
para quienes tanto significaron en mi vida.
Pero quien más dejó una
huella, no, más bien un tatuaje de vacío y soledad fue ella, mi madre, aquel tristísimo
22 de diciembre de 1969 que letras
arriba ya mencioné, y, curiosamente cada año mismo día me empieza un
resfrío intenso con sintomatología poco común, creo yo provocando por una baja
de defensas lógicas. Por esa llamémosle depresión estacional.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.
El
Dakota: el sueño que se volvió pesadilla
Por Raúl Sánchez Trillo
La
noche en que John Lennon cayó frente al Dakota no fue solo el fin de un hombre,
sino el derrumbe de una época. José Emilio Pacheco lo entendió con lucidez: The
dream is over, escribió, como si la frase de Lennon se hubiera convertido
en epitafio colectivo. El sueño de los sesenta ‒la utopía de paz,
música y comunión‒
se quebró en un disparo que resonó como eco de otras tragedias. (Inventario
publicado en la revista Proceso, No. 215, 15 diciembre 1980).
El
Dakota, edificio de piedra y sombras, ya estaba marcado por la ficción. Allí
Polanski filmó Rosemary’s Baby, la novela de Ira Levin convertida en
película de culto. En sus muros se incubó la paranoia: la sospecha de que el
hogar podía ser invadido por fuerzas invisibles, de que la inocencia era apenas
un disfraz para el horror. Pacheco lee esa coincidencia como un signo: el mismo
espacio que albergó la ficción del satanismo se convirtió en escenario real de
la violencia.
Polanski,
director de esa cinta, conoció en carne propia la irrupción del mal: Sharon
Tate, su esposa, fue asesinada por la secta de Charles Manson. La
contracultura, que prometía amor y libertad, engendró su monstruo. Manson es la
máscara oscura del hippismo, la prueba de que la utopía podía volverse
pesadilla. Pacheco traza la línea: Levin imagina la conspiración, Polanski la
filma, Manson la ejecuta, Lennon la padece. El Dakota es el punto de cruce, el
mapa donde ficción y realidad se confunden.
Así,
la muerte de Lennon no es un hecho aislado: es el último eslabón de una cadena
de horrores que clausura los sesenta. Fitzgerald había dicho que los años
veinte terminaron con el crack del 29; Pacheco sugiere que los sesenta terminan
con el disparo en Nueva York. El edificio Dakota se convierte en símbolo de esa
clausura: un espacio donde la utopía se disuelve en paranoia, donde la música
se interrumpe por la violencia, donde el sueño se transforma en epitafio.
Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica ensayos y crónicas en redes sociales.
Los detectives salvajes, digresiones
Por Raúl Sánchez Trillo
Fatalmente no pude cumplir el propósito de terminar de leer Los
detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño cuya lectura inicié en
unas vacaciones decembrinas. El libro quedó olvidado en la sala de espera de un
lavado de autos. Mis intentos eran ya más bien por disciplina, por no dejar un
libro a medias, pues la novela nunca logró atraparme del todo. ¿Pero qué me
llevó al mencionado libro de Bolaño? La curiosidad por ese universo literario
en el que se confunden autor y personajes, lo que estos tienen de real o de
mito.
Es interesante el poder de la literatura y del creador para construir mitos
y personajes. Ejemplo de ello es la noticia que José Emilio Pacheco dio en su
columna Inventario sobre el destino de la hija adoptiva de José Donoso.
Tras terminar la biografía de su padre, Correr el tupido velo, Pilar
Donoso se suicidó, como siguiendo el guion escrito por Donoso en un proyecto de
novela donde anotó: “una mujer encuentra los diarios de su padre y se suicida”.
La biografía de Pilar es una especie de ajuste de cuentas con su padre adoptivo
y una búsqueda de identidad, pues ella fue modelada por su influyente padre
como personaje de sus novelas. Es una biografía dolorosa, patética.
Terrible resulta dejar escritos confesionales sobre los secretos más
oscuros que todos guardamos: en este caso, el matrimonio por conveniencia del
escritor y su esposa ‒él para ocultar su homosexualidad, ella para abandonar la soltería‒, además de las opiniones dictadas por el enojo hacia su
esposa, su hija y su familia. Aunque también muestra facetas interesantes de
Donoso, quien acuñó y promovió desde la cátedra el término “boom
latinoamericano”: sus procesos creativos y maníacos, las pistas sobre
escenarios reales fantaseados en sus escritos, la anécdota que dispara la
construcción de una novela. Pero lo que queda al final es que Donoso trazó el
derrotero que su hija siguió, culminando con la publicación de la biografía y
el suicidio de la autora.
Coincidente con la lectura de Correr el tupido velo, cayó en mis
manos un ejemplar de la revista Tierra Adentro, donde se hablaba de
Alcira Soust, poetisa uruguaya que se convirtió en leyenda en 1968. Durante la
ocupación del Ejército Mexicano en Ciudad Universitaria, Alcira pasó quince
días escondida en un baño, tomando agua del inodoro y comiendo papel sanitario.
Hasta nuestra provincia llegó aquella anécdota y mil más sobre actos heroicos
de la juventud. La proeza de Alcira, junto con otras, se esfumó con el tiempo y
pasó al imaginario. Esa chica, la única que aparece en la foto que se tomaron
los infrarrealistas junto al Lago de Chapultepec, se convirtió en uno más de
los miles de personajes que el trauma del 68 dejó y que se diseminaron por todo
el país.
Personalmente me tocó conocer varios mitómanos que presumían ser
sobrevivientes de Tlatelolco. No sé si aún deambula por las calles de Chihuahua
un enigmático y silencioso tipo, a quien nos referíamos como “el bolchevique”,
que de pronto descubríamos en las conferencias y tal vez esté en espera de que
alguien escriba un cuento inspirado en él. Cientos de personajes de esa época
esperan ser literaturizados: los que integraron grupúsculos trotskistas o
maoístas, radicalistas verbales, los que se fueron a vivir a las comunas
jipitecas, los que se quedaron arriba después de Avándaro, los que se volvieron
místicos o hare krisnas, los que jugaron al poeta maldito e hicieron de la
incomprensión social su coartada para el alcoholismo y la mediocridad.
Alcira fue un arquetipo de personaje producto de la represión del 68:
desadaptada, entre loca e iluminada, se convirtió en musa de la calle. Vivía en
edificios universitarios o en cualquier rincón que le proporcionaban
temporalmente los amigos, hasta que un buen día desapareció. Muchos años
después volvió como protagonista de la novela de Bolaño Los detectives
salvajes y como personaje absoluto en Amuleto,
también en la puesta en escena Alcira,
la poesía en armas, fantástica como su vida misma. Esa fue una de las
razones por las que quise leer Los detectives salvajes.
Aunque hay otras por las cuales tendré que retomar de nuevo la novela y
terminar de leerla. Bolaño fue mi contemporáneo; desde luego, no lo conocí,
aunque en esta lejana provincia escuchamos hablar de los infrarrealistas, grupo
de poetas de vanguardia fundado por él, con antecedente en los estridentistas,
que en ocasiones boicoteaban lecturas de poesía… hasta que un buen día les tocó
un escritor que sabía karate. Pero la razón más importante está contenida en el
discurso que leyó al recibir el premio Rómulo Gallegos:
En gran medida todo lo que he escrito es una
carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la
década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la
milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo
poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa
que creíamos la más generosa de las causas del mundo, pero que en realidad no
lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos,
líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería. Luchamos
por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo
de trabajos forzados. Luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal
que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y
cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski, o éramos trotskistas,
pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los
jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes
ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú,
y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no
mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador.
Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados.
Por eso siento como una obligación generacional leer a Roberto Bolaño,
aunque no termine sus obras.
Raúl Sánchez Trillo estudió maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Fue director de la Facultad de Artes. También director de Extensión y Difusión Cultural y secretario general de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Publica ensayos y crónicas en redes sociales.
La columna de Bety
Sergio Alberto
Por Beatriz Aldana
28 de noviembre. Una
pregunta ronda constante en mi mente: ¿Por qué razón se tienen que adelantar
los grandes, los talentosos, los que aportan a nuestro espíritu, a nuestra
contemplación?
Así, un día como hoy, hace
algunos ayeres, cerró sus ojitos para siempre, y con tristeza lo digo, como
mueren los elegidos para el arte: Él solo, casi en el abandono.
Por una circunstancia
casual, ni yo estuve esa madrugada para estrechar su mano y despedirnos.
Para decirle: ¡Vuela alto,
hermano, adorna el cielo con tu magnificente trabajo de artista!
Pero, sin duda alguna, tarde
o temprano tomarás mi mano de hermanita menor, tú, el mayor. Y contigo nuestra mamá
Jesusita. Y Alberto, nuestro papá.
Ellos dos sonreirán al ver
llegar junto a ellos a sus consentidos.
Un recuerdo escrito en
memoria del artista del lápiz, del óleo, de la tinta china, de la acuarela: Mi
hermano, C.P. Sergio Alberto Aldana Arriaga.
Descanse en paz.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.
Marilyn
Por Marco Benavides
Mucho antes de que existieran Instagram,
TikTok o los algoritmos que hoy deciden qué vemos, hubo una mujer que convertía
cada aparición en un evento cultural. Marilyn Monroe no necesitaba wifi para
volverse viral. Bastaba con que cruzara una puerta, ladeara la cabeza o
pronunciara una frase con esa voz entrecortada para que el mundo se detuviera.
Lo que hoy llamamos trending topic, ella lo generaba simplemente existiendo.
Fue estrella de cine, sí. Pero también fue algo más inquietante y moderno: la
primera persona en dominar ‒y pagar el
precio de‒ la lógica de la influencia
masiva.
Marilyn entendía el poder de la imagen como
pocos. Nada era casual: cada pose ante las cámaras, cada risa cristalina, cada
movimiento de su cabello platino estaba cargado de intención. Sabía leer a la
prensa mejor de lo que un estratega digital actual lee las visitas. Sabía
cuándo sonreír, cuándo callar, cuándo desaparecer para que la extrañaran más.
Sabía que un vestido blanco ondeando sobre una rejilla del metro podía decir
más que mil entrevistas. Aunque el estudio moldeó su personaje, ella lo
perfeccionó hasta convertirlo en una marca inconfundible. En los cincuenta era
simplemente Marilyn siendo Marilyn: una identidad construida con esmero para
cautivar al mundo entero.
Su influencia generaba conversación
constante: imitaciones, rumores, portadas, escándalos. Su rostro circulaba en
revistas, escaparates y calendarios con la misma velocidad de hoy. Cuando
Marilyn cambiaba de peinado, medio mundo la seguía. Cuando usaba un tono de
labios, se agotaba en las tiendas. Cuando aparecía con un vestido nuevo,
definía la tendencia de la temporada. En términos actuales: movilizaba
emociones, marcaba estilo y desataba pasiones con una naturalidad que parecía
magia pura.
Pero como tantos creadores de contenido
actuales, sostener una identidad pública tan luminosa exigía esconder las
grietas, las noches de insomnio, las dudas. La Marilyn que reía en pantalla
convivía con la Norma Jeane que temía no ser suficiente, que anhelaba papeles
profundos en un sistema que solo quería de ella glamour desechable. Vivió la
presión de ser observada, juzgada y consumida veinticuatro horas al día, mucho
antes de que existieran los comentarios anónimos en los blogs. Su historia
revela algo incómodo: la tensión entre la persona real y la marca no nació con
las redes sociales. Solo se volvió visible para todos.
Aún hoy, miramos a Marilyn Monroe
reconociendo que su vida anticipó nuestra era. Ella encarnó la paradoja de ser
amada por millones y sentirse profundamente sola. De tener una voz pública
poderosa y, aun así, no ser escuchada en privado. Quizá por eso seguimos
hipnotizados: porque al observarla entendemos algo de nosotros mismos, en este
mundo saturado de imágenes y de expectativas imposibles.
Marilyn Monroe no fue solo la última gran
estrella del viejo Hollywood. Fue la primera influencer global. Y su historia
nos deja una pregunta incómoda para esta época digital: ¿cambiaron realmente
los mecanismos de la fama, o solo cambiaron las plataformas donde se consume?
Tal vez la lección más inquietante de Marilyn
no es que se adelantó a su tiempo, sino que nosotros nunca avanzamos en el
nuestro. Seguimos consumiendo personas como contenido, convirtiendo
vulnerabilidades en espectáculo, exigiendo autenticidad mientras castigamos
cualquier imperfección. Décadas después, con toda nuestra tecnología, seguimos
construyendo las mismas jaulas doradas. Solo que ahora las llamamos plataformas,
y quien entra lo hace con un contrato que nadie lee, pero todos firman: tu
imagen a cambio de relevancia, tu intimidad a cambio de likes, tu salud mental
a cambio de permanecer visible. Quizá Marilyn nos lo advirtió. Y nosotros, los
consumidores de fantasías, decidimos no escuchar.
Dr. Marco Benavides, 29 noviembre 2025
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
Bibliotecas
Por Daniel Salinas Basave
La mañana del martes 18 de noviembre tuve la
fortuna de reunirme con las personas que están a cargo de las bibliotecas
públicas municipales de Tijuana.
A lo largo de mi vida, las bibliotecas han
sido mi oasis, mi refugio, mi ruta de escape. Para mí una biblioteca no es un
medio, sino un fin, un destino en sí mismo. Por años me he dedicado a sacarles
provecho como usuario, pero jamás he vivido la experiencia de estar a cargo de
una. Poco puedo yo decirles a las y los bibliotecarios, más que confesar mi
admiración por la labor que realizan.
Históricamente, las bibliotecas públicas han
ido a la cola de la cola del presupuesto gubernamental. Sobreviven con lo
mínimo, con migajas de migajas. Creo que el actual ayuntamiento les ha puesto
un poco de más atención, y se nota. Al menos se ha acordado de que existen, lo
cual ya es un paso adelante. Pero las carencias siguen siendo muchísimas.
Mi idealización de las bibliotecas puede
sonar romántica e idealista para quienes pasan su vida enfrentando carencias
durísimas que a veces resuelven echando albañilería ellos mismos, o pagando
reparaciones de su bolsa. Bibliotecas con goteras, con terribles problemas de
hongos y humedad, algunas incluso sin energía eléctrica, con equipo de cómputo
inexistente u obsoleto, y un acervo editorial terriblemente limitado.
Yo creo que aquí la clave es apostar por
esfuerzos mixtos. Si todo se lo dejamos al presupuesto público, nos quedaremos
esperando. Creo que, así como hay empresas que adoptan áreas verdes o
camellones, bien podrían adoptar una biblioteca pública. Donar equipo de
cómputo, mobiliario, reparaciones. ¿Cuánto puede costar?
Le agradezco a mi colega Aida Méndez por la
invitación. Creo que ella está haciendo un buen trabajo como coordinadora de
Bibliotecas Municipales.
Tenemos que dimensionar el potencial de una
biblioteca pública como un agente de transformación social. Vaya, la biblioteca
es el único espacio público bajo techo en donde puedes entrar y permanecer el
tiempo que quieras sin necesidad de gastar dinero. En ciudades cada vez más
hostiles, amuralladas y privatizadas, la biblioteca es un territorio de equidad
y pluralidad, un espacio democrático del que cualquier persona puede hacer uso,
la última o la primera trinchera de resistencia de la justicia cultural.
Daniel Salinas Basave es licenciado en derecho, periodista y escritor. Ha colaborado en Esquire, Gatopardo, Milenio y Replicante, entre otras publicaciones. Trabajó como reportero en El Norte de Monterrey y en Frontera, de Tijuana. Actualmente tiene espacios editoriales semanales en Semanario InfoBaja, Suplemento Cultural Palabra, Síntesis tv y San Diego Red. Es Premio Estatal de Literatura Baja California 2010 por Réquiem por Gutenberg. Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2014 por Cartografías de Nostromo. Relatos de espías, embajadores y embusteros. Premio Gilberto Owen de Literatura 2015, en la categoría de cuento, por Días de whisky malo. Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2015 por El lobo en su hora. La frontera narrativa de Federico Campbell. Ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2015, en el género de ensayo, por el trabajo titulado Bajo la luz de una estrella muerta.
Dostoievski
Por Marco Benavides
Pocas figuras en la literatura universal
ilustran con tanta precisión cómo una vida marcada por el sufrimiento puede
convertirse en materia prima para comprender la mente humana. Fiódor
Mijáilovich Dostoievski (1821–1881) no solo escribió sobre la culpa, la
angustia, la fe y la desesperación: las experimentó con una intensidad que
permite leer su obra casi como un estudio temprano de psicología clínica y
neurociencia emocional. En él, la frontera entre vida y literatura
prácticamente desaparece, lo que explica por qué sus novelas siguen funcionando
como un laboratorio psicológico vigente.
El episodio que definió su existencia ocurrió
en 1849. Tras participar en tertulias donde se leían textos prohibidos por el
gobierno zarista, fue arrestado y condenado a muerte. El 22 de diciembre,
formado frente al pelotón de fusilamiento, escuchó el anuncio que lo
transformaría para siempre: su pena sería conmutada por trabajos forzados en
Siberia. Ese instante ‒cuando su cerebro ya
había aceptado la muerte como inevitable y, súbitamente, recibió la información
contraria‒ generó un impacto psicológico
profundo. Años después, este momento reaparecería en personajes que viven al
filo del abismo, atrapados entre la culpa, la redención y la posibilidad de un
segundo comienzo.
A este trauma se sumó la epilepsia, condición
que marcaría tanto su cuerpo como su literatura. Dostoievski describió sus
crisis como episodios de claridad emocional, casi luminosa justo antes de
perder la conciencia. Hoy sabemos que ciertas formas de epilepsia del lóbulo
temporal pueden producir sensaciones breves de bienestar intenso o euforia,
seguidas de un colapso físico (conocidas como “aura extática”). En su novela El
idiota, este fenómeno aparece reflejado con sorprendente precisión clínica
a través del príncipe Mishkin, quien experimenta momentos de paz interior
profunda, previos a sus ataques. Para Dostoievski, la epilepsia no fue solo una
enfermedad, sino una ventana hacia estados alterados de conciencia que le
permitieron explorar la fragilidad humana desde una perspectiva única.
Su vida cotidiana estuvo marcada por
dificultades extremas. Pasó largos periodos en pobreza, asfixiado por deudas
derivadas de su ludopatía, probablemente un mecanismo de escape ante el estrés
y la ansiedad constantes. Esta situación lo obligó a escribir contrarreloj,
firmando contratos desventajosos y produciendo obras bajo una presión que
habría paralizado a la mayoría de los escritores. Paradójicamente, esa urgencia
forjó una sensibilidad extraordinaria para observar las conductas humanas de
forma rápida, pero microscópica.
Lo fascinante es cómo estos elementos
biográficos se transformaron en literatura. Sus personajes no son
construcciones abstractas, sino seres atravesados por las mismas
contradicciones que él vivió. Personajes como Raskolnikov, el príncipe Mishkin,
Ivan Karamazov: todos cargan con dilemas morales, crisis existenciales y
estados psicológicos que Dostoievski conocía de primera mano. Esta autenticidad
convirtió sus novelas en documentos invaluables sobre la psique humana,
anticipando descubrimientos que la psicología y la neurociencia confirmarían
décadas después.
Dostoievski murió el 9 de febrero de 1881 por
una hemorragia pulmonar durante una crisis convulsiva. Para entonces, había
vivido varias vidas: la del condenado, la del preso político, la del enfermo
crónico, la del jugador compulsivo y la del pensador que buscaba coherencia en
medio del caos. Cada etapa dejó cicatrices que sus novelas transformaron en
conocimiento, que compartió con millones de lectores.
Hoy sus textos permanecen no solo como obras
maestras, sino como testimonios profundamente humanos sobre nuestra capacidad
de reconstruirnos incluso después de enfrentar el abismo. En Dostoievski el
sufrimiento no fue destructivo: fue el material desde el cual edificó una de
las obras más penetrantes jamás escritas sobre lo que significa ser humano.
Dr. Marco Benavides, 24 noviembre 2025
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
La columna de Bety
El largo y sinuoso camino
Por Beatriz Aldana
Bueno, aquí voy. Soy el tipo
de persona que gusta de compartir los momentos de felicidad en eventos de todo
tipo a los que acudo, incluyendo mis estadías en templos católicos hermosos de
mi religión. También convivencias con amigas en sus recintos de culto, por
pertenecer a otro tipo de religión, sea cristiana, metodista, mormona. También
son convivencias muy enriquecedoras y espirituales.
En fin, sería largo y tal
vez tedioso para mis lectores hacer un periplo de todos mis recorridos en este
camino de Dios.
Pero ahora sí voy a
compartir con ustedes a lo que me expongo al relatar partes de mi vida, de mis alegrías
y de ese permanente deseo de disfrutar la vida y los momentos que me han sido regalados.
Tristemente, y lo digo así, tristemente, porque cuando abro mi mensajería, y no
me refiero a mi WhatsApp, que es mucho más privado que el Messenger, porque
este da oportunidad de que entren a él más personas tan sólo por buscarme en el
Facebook, me llega toda suerte de chismes, o más bien, ganas de molestarme, y
lo digo por esto:
Al publicar yo, en mi Facebook,
fotos de cierta personita conmigo, que para mí significa muchísimo en mi vida,
surge esa mala vibra, mala leche, de comentarme cosas o situaciones que, como
reza el dicho, "ojos que no ven, corazón que no siente". ¡Ah! pero el afán de que, como
lo dicen esas personas, "se le caiga la venda de sus ojos" declaran
sus “buenas” intenciones. Y aquí señalo esto, hasta con nombres, y alguno que
otro lo cambiaré para ocultarle su identidad. Estos son algunos de los
mensajes:
Va el primero:
Mire Bety, yo a usted la
estimo muchísimo, pero le quiero informar que soy espiada en mi perfil, por
imagínese usted exactamente por parte de quien. ―Sara R.
Otro:
Usted es muy valiosa, señora
Beatriz, por sus publicaciones tengo esa impresión, pero usted merece a
alguien que verdaderamente la quiera y la valore, y yo sé por qué se lo
digo.
―Isabel
C.
Y...
¡Uff!, señora Bety, ¿se ha
dado cuenta de que usted tiene mucha competencia? Aguas. No la quiero ver sufriendo, ¡eh!
―José
Luis H.
Otro más:
Mire, señora bonita, no sé
si se percata de que está metida en un juego muy riesgoso, dónde el día menos
pensado la van a mandar al demonio. Y usted lo sabe y quiere cerrar sus ojos a
ello. Es notorio que usted es la que aporta a la relación en todo, y por el
otro lado solo, o sea, por parte de él, pues,
vénganos tu reino.
―Miguel
R.
Y este:
Híjole, Bety. Yo a usted la
conozco, la aprecio, la valoro mucho, porque es una persona con muchas
cualidades y valores. Pero tiene un defecto, es notorio que usted es quien lo
busca a él. Pero él a usted, no.
―Hortensia
F.
Penúltimo de hoy:
Bety: Dese más a desear, no
esté tan dispuesta, tan luego, luego. Eso cansa y aburre al hombre, se lo digo
porque la quiero.
―Leticia
V.
Y esta otra perla:
Oye, Bety, ¿ya tienes mucho
tiempo con él verdad? Y pasas por alto algunas cosas. ¿Las ignoras o realmente
no te importan?
―Cecilia
F.
En fin, no acabaría de
enumerar todos los mensajes que me son enviados. Y no nada más vía escrita,
sino también en persona, cuando me preguntan si aún estoy con esa
"personita especial".
Cuando pregunto el porqué de
ello, la respuesta suele ser: No, no es por nada. Que se lo diga alguien más,
De ella aquí le cambio el nombre, por respeto y ética: Fátima.
Y entonces llego a la
conclusión de que sí sé muy bien las preferencias y debilidades de esa
personita a la cual quiero, admiro y respeto. No es que me ponga una venda en
los ojos, o que yo quiera mirar hacia otro lado. Lo que es valioso realmente
para mí es el hecho de que él llena la gran mayoría de los espacios vacíos que
existen en mí ya casi final de camino.
Yo no nací ayer. Yo también
tengo un historial con relación a los asuntos de pareja, pues lógicamente no los
aprendí por correspondencia. Admito que, al igual que él, también tengo mis
"esqueletos en el closet", Pero esos jamás se interponen, ni
anteponen a esta relación que respeto, valoro y agradezco en toda su dimensión
Este regalo bendito, al no
permitir nunca más que yo continuase en tremenda soledad, como esa melodía que
quiero se entone en mi sala de velación cuando me llegue el momento de partir: The
long and winding road, El largo y
sinuoso camino. Así ha sido, es y será mi vida. Así está y estuvo marcado mi
destino, y así lo acepto, lo acepté. Y estoy dispuesta a seguir aceptándolo sin
más ni más. Sin cortapisas.
Beatriz Aldana es contadora y siempre ha trabajado en la industria y en corporativos comerciales. Gran lectora, escribe y produce crónicas de video en sus dos blogs de Facebook, además de La columna de Bety en Estilo Mápula.