jueves, 2 de enero de 2025

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 9

 

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 9

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Era de madrugada. Con mareos y dolor de estómago, Topiltzin se incorporaba apoyándose en la cabeza de serpiente que decoraba el basamento de su trono. Sus propias plumas y escamas es decir las de su revestimiento representando a Quetzalcóatl se encontraban ahora esparcidas por el recinto. A un lado, sobre los cojines y mantas del descansillo, yacía Xochipétatl, apenas cubierta por una tira de tela. En su cara se advertian rezagos de dolor y de placer. Sin embargo respiraba tranquilamente, no se necesitaba una explicación para saber que había bebido mucho; tampoco para saber qué había pasado aquella noche. Ce Ácatl ahora mismo no quería creerlo: había bebido, se había embriagado, había dejado salir a la bestia, más propia de Tezcatlipoca que de él, había dado al traste con años, muchos años de castidad, había arruinado también la de su hermana. Con qué cara enfrentaría a delegados, coros y danzantes que de seguro insistirían ahora más que antes en tener sus sacrificios. Ya no tienes, Ce Ácatl, la estatura moral para negarles nada. Pero ¿qué acaso eres todavía un dios después de lo que ha pasado?

Varias cosas habían cambiado. Su perfecta castidad, y no era tan solo haber fornicado, sino haberlo hecho con su propia hermana. El haber perdido el control, la racionalidad. Sentía que políticamente había caído en la trampa de los tepocas: tal vez era lo más terrible que había hecho, que era aquello precisamente lo que Tezcatlipoca había querido que hiciera. La manipulación le mostraba a Topilzin no solo su propia debilidad, sino el peligro que había estado corriendo y que finalmente le alcanzó como un mazazo en la cabeza. Y ahora tenía que enfrentar esa culpa, la intensa ansiedad por lo que había pasado, el arrepentimiento doloroso. Sentir que necesitaba ser castigado, pagar por el crimen cometido. Su consejero principal, Tlacaéletl y su amigo Tecpatli, ya lo abordaban diciéndole:

—"Hay que seguir adelante". Y "Aquí no ha pasado nada".

Pero ¿como podían decir eso? ¿Qué no habían visto a Xochipétatl levantarse llorando? ¿Qué del daño inflingido a la muchacha? —pensaba Topilzin— Ya no podrían ni él ni ella ver a nadie a la cara, directo a los ojos. Y una vocecita decía a Topilzin:

—Has fallado, príncipe guerrero. Tu camino hacia la divinidad estará cerrado de aquí en adelante. Y así lo dirán el negro y el rojo.

Y luego venía la responsabilidad, haberle quedado mal al dios, al mismo Quetzalcóatl. ¿Qué no era para eso que hasta ayer permanecías casto e inmaculado? Para identificarte cada día más con él. Tal vez para llegar a ser como él, a ser él mismo.

            Tlacaéletl, su consejero principal, con su pragmatismo característico insistía. "Hay que empezar de nuevo. No hay tal derrota, no es, no debe ser esto el final de todo. Basta con enmendar el camino. Sabemos qué hacer, hagámoslo de hoy en delante. Otra vez."

            Nunca sabremos si el prestigio moral de Topilzin se hubiese recuperado de haber seguido ese consejo, o si lo que pasó causara un daño irremediable a la imagen del príncipe frente a su pueblo. Muchos piensan que por el hecho de que le adoraban, tal vez le hubiesen perdonado cualquier cosa, incluso el más grave pecado.

Pero él no se perdonaría a sí mismo.

Fue tanto así, que desde el despertar de su borrachera comenzó a pensar en irse, huir, abandonar su puesto como rector máximo de la ciudad de Tula y del pueblo tolteca. De cualquier forma sus admiradores señalaban que no era muy factible que un hombre del cual hasta ayer se decía que había conducido al pueblo trayendo un esplendor grandioso a su ciudad, a su cultura, a sus artes y edificios, por un hecho solitario, aislado, desmereciera todo lo bueno que había hecho antes. ¿Qué acaso no había muchos que declararían que no creían lo que se decía que había pasado aquella noche en el salón del trono? ¿O qué no habría quien, aun concediendo veracidad a la historia de lo que se decía, pensara que el prínicipe merecía una segunda oportunidad? Seguro que la condena no era uniforme, no podía serlo. ¿Pues qué aquellos que identificaban a Ce Ácatl Topilzin con el dios Quetzalcóatl no recordaban que en tiempos lejanos el tigre Tezcatlipoca había derrumbado a Quetzalcóatl de su trono solar con un certero zarpazo y después este se había recuperado? —como lo dicen los códices.

            Pero lo que había en el palacio era para Ce Ácatl Topilzin Quetzalcóatl un imperdonable pecado. Pensaba que debía ser castigado. Que había perdido todo al pecar de esa manera. Sentía que todo había cambiado, que el cambio era permanente. Que no había remedio.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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