Quetzalcoatl.
Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 10
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Cuando pasó lo que
pasó, Ce Ácatl Topilzin Quetzalcóatl era muy poderoso y hubiese podido
sencillamente mandar que nadie hablara, que nadie dijera nada, que allí no
había pasado nada.
Sin embargo nada pudo convencer al
príncipe. Al contrario, la insistencia de individuos y coros lo compelía a que
antes de aceptar que se restauraran los sacrificios humanos debería marcharse,
desaparecer. Así, al menos el legado que dejaría tras de sí era el de que los
sacrificios eran malignos y crueles, y que él los había suprimido hasta el
último momento.
Sabía
que al marcharse, los tepocas pronto conseguirían de su sucesor la
reinstauración de los sacrificios. Veía, pues, obliterada una de las metas de
su vida. Pero sentía que ya no gozaba de la prestancia moral necesaria para
continuar al frente de su pueblo. En su fuero interno, ya creía haberse
convertido en un dios, y una sola violación a su sobriedad y castidad bastaba
para derrumbarlo convertido en un humano pecador, indistinguible de muchos
otros.
Así
pues, una mañana emprendió la marcha. Como lo repetiría la leyenda, iría hacia
el lugar donde sale el sol, y por ahí mismo debería retornar algún día.
Miraba
desde las colinas la vieja ciudad que ahora era nueva gracias a él. ¡Cómo había
crecido Tula! ¡Qué hermosa era! Hubiera querido devolverse, pero algo le decía
que no lo hiciera, temía que todo aquello tan único y hermoso se desvaneciera,
se evaporaría en el aire si él volviera. Decidió no seguir mirando.
La pequeña procesión
que había dejado Tula ‒formada por
Topiltzin, Tecpatli, Xochipétatl, Tlacaéletl, Totonqui, los tres consejeros
filosóficos, además de una docena de doncellas de la servidumbre del príncipe y
otra de guardias militares "fieles hasta la muerte"‒ se había ido engrosando por gentes comunes de
los pueblos y aldeas por donde iban pasando. Algunos de los pueblos por donde
pasaron incorporarían después en sus tradiciones que Quetzalcóatl ‒o sea este Ce Ácatl‒
los había fundado. Cuando finalmente divisaron el mar, la procesión se había
transformado era una verdadera multitud. Los habitantes de Tlapallan los
recibieron con entusiasmo a pesar de que los recién llegados eran más que ellos
mismos y representarían un problema de sobrepoblación, aunque fuera temporal. A
los tlapaltecas no parecía importarles esto, el hecho de que el príncipe
sacerdote Quetzalcóatl había escogido su pueblo para asentarse en él era lo
único importante. Así que prontamente improvisaron "un palacio" para
Ce Ácatl. Un espacio que limpiaron en la base de la colina principal y que
apresuradamente techaron con hojas de palma, a la usanza de la región. Al
otorgar posesión del mismo al príncipe sacerdote se encargaron de prometerle la
construcción de un palacio de piedra labrada como el que tenía en Tula. Ya
veían una nueva Tula en la costa del golfo, ya veían su toltequidad
desarrollándose y evolucionando como había sucedido en Tula.
Unas
semanas después todo cambiaría. Ce Ácatl pidió a Tlacaéletl que le consiguiera
una canoa grande como las que los locales usaban para ir tras el huachinango.
Una vez que la canoa fue dispuesta frente al palacio, Ce Ácatl ordenó que
cargaran en ella varias ollas con aceite combustible del que usaban para
iluminar el palacio en la noche. En la parte delantera de la canoa las
doncellas colocaron cobijas y almohadas. Finalmente, el príncipe subió a la
canoa y los guardias la acarrearon hasta donde la canoa comenzó a flotar, las
olas la devolvían una y otra vez hacia la playa, pero finalmente la canoa se
hizo a la mar. El príncipe, usando un largo remo, parecía dirigirla. Al cabo de
un rato la canoa flotaba tranquilamente en el centro de la pequeña bahía y
parecía dirigirse poco a poco hacia el mar abierto. Ahí se detuvo; se había
hecho de noche, y desde la playa los amigos de Topiltzin veían tan solo la
lucecita de la lámpara que este llevaba consigo. Dormitaban a ratos, y al
despertar confirmaban que la lucecita estaba todavía ahí, cerca de la entrada
de la rada. Un punto de luz flotando en el mar. Como a las tres de la mañana
algo espectacular sucedió. El punto de luz se convirtió en un gran resplandor,
obviamente todo el aceite que llevaba la canoa ardía en un fuego infernal. El
incendio duró aproximadamente dos horas. Como a las cinco empezaba a clarear y
el fuego distante parecía estar extinguiéndose, pero justo en ese punto ‒que de la playa se veía cercano al horizonte‒ apareció el lucero. Se levantó como partiendo
del horizonte y los testigos en la playa no dudaban que había surgido del fuego
de la canoa.
Entonces
Tlacaéletl anunció:
―¡Se
ha inmolado, pero ha prometido que volverá! Un día desembarcará en esta misma
playa. Y restaurará Tula. Y el imperio tolteca.
Fin
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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