La Capitana
Por Guadalupe Ángeles
Tomé el autobús esa mañana. Mi partida
era inevitable como siempre, las partes del año que me tocaban vivir a mi
exclusiva manera casi siempre iban a dar allá, donde ella estuviera. Me
acompañó a la estación, un local desvencijado donde, a cambio de un rectángulo
de papel, regresé a la ciudad, que se había disuelto en el paisaje días antes,
hasta ese en el que fui a encontrarme con ella en ese poblado cerca del mar que
sin embargo no llegué a ver.
Dormíamos en la gran cama que ella compartió, antes de mi llegada, con otra
amiga.
La
presencia de su perro endulzaba los días.
Me
enseñó un juego del que he olvidado sus reglas, solo sé que se hacía con fichas
de dominó.
Años después, regresamos ambas a ese lugar, a la misma casa que por entonces se
iluminó para una fiesta en la que bailé con un buen amigo suyo, nuestro ya en
esos días; luego nos inventamos un futuro compartiendo lo tan entrañable que
aún hoy nos hace sonreír.
A través de los encuentros que se sucedían sin ningún patrón reconocible,
compartimos esa maravillosa sensación de embriaguez, era la noche el pretexto,
acaso la poesía, a la que frecuentábamos ambas a diversos grados de profundidad;
ese buceo aún nos encapsula en la suave redondez de recuerdos compartidos, unos
más dulces que otros, pero el sabor de la vida nunca es el mismo.
Ella, con su asombrosa capacidad para liderar trasnochados, nos reunía, todos
soñábamos con el roce del misterio, ella nos ordenaba, aún desconozco con qué
criterio, pero igual, seguía en el juego con deliciosa inercia; si alguna vez perdimos
la paciencia eso quedó atrás, nuestras conversaciones atravesaron lo común, y
estar en su presencia era estar en casa, siempre, así que le llamamos La
Capitana.
¿De cuántas crisis se vistió nuestro ir y venir en el espacio y en el tiempo?
Quizá no tantas, pero las suficientes para saber que siempre podríamos dar el
siguiente paso en terreno seguro. Acaso a eso se le llame amistad y sea esa la
semilla del arte de hermanarnos como quien abre una ventana y siente el calor
del sol, la caricia del aire, tan necesarios para vivir.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
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