Nueve
leyendas de Chihuahua
Jesús Chávez
Marín, compilador
Principio de arte:
el canto del que siembra
los arrozales
―Basho
Introducción
Una de las
más persistentes formas de la narrativa popular es la leyenda, ese relato de
hechos reales mezclados con fantasía cuyos personajes son conocidos por la
gente de una región, por sus hechos famosos o por su conducta extrema en
situaciones verídicas que impresionaron fuertemente en su tiempo y que viven en
la imaginación y en la memoria colectiva.
Aunque el
origen del nombre viene del latín medieval legenda y significa “acción
de leer, obra que se lee”, su forma más auténtica es el relato oral que se
cuenta en voz alta de generación en generación en tertulias, conversaciones
familiares, cartas privadas, y cada narrador le quita y le agrega elementos o
secuencias completas conforme a su talento y personalidad. Así cada historia se
va enriqueciendo o empobreciendo, según el alcance y la intensidad de las
acciones que se relatan o del interés y el ambiente colectivo en el que viven
como imágenes. De esa forma resulta que de una misma leyenda suele haber
múltiples versiones.
Por eso es la
escritura la que da un registro de permanencia a una leyenda nacida en el
ambiente de la tradición oral. Porque cuando pasan los años, los recuerdos
quedan hechos jirones. Desteñida por el tiempo o pintada con la fantasía, la
realidad ya no es la misma cuando la recreamos con las palabras de la
conversación y le agregamos las cargas conceptuales con las que elaboramos
nuestras expresiones cotidianas. De esta manera, la escritura que sale impresa
adquiere una importancia insospechada y penetra con muchos cauces el tejido
social. Muchas historias, así como muchas ideas, se perderían si no hubiera
escritores y redactores que fijan las versiones de cada leyenda y así
contribuyen a configurar el espectro completo de la historia narrada
colectivamente.
Otra de las
acepciones más antiguas que tiene la palabra leyenda en el Diccionario
de la Real Academia Española es la de “relación de la vida de los santos”. Uno
de los textos más antiguos, que apareció en la Edad Media, es la Leyenda
áurea (Legendi di sancti vulgari storiado), escrita por Jacobo de Vorágine.
A la iglesia católica le interesaba difundir las vidas ejemplares de sus
propios héroes: los misioneros, los mártires, las mujeres virtuosas, todo ello
para extender su ideología. En algunas ceremonias se acostumbraba leer en voz
alta esas bondades legendarias.
También
algunos gobiernos han forjado sus propios personajes, como el Pípila o los
famosos Niños Héroes, que fueron protagonistas de hechos que tienen más de
maravillosos que de verdaderos y cuya conducta es “políticamente correcta”. Por
otro lado, existen muchas leyendas que jamás se recuperan y llegan a perderse
por falta de un registro cuidadoso, tal es el caso de la tradición de las
culturas autóctonas, como la tarahumara.
Las versiones
escritas de las nueve leyendas que componen este libro tienen su raíz en la
tradición popular chihuahuense. Por su lenguaje, por los tipos humanos, por el
paisaje, estas historias conservan su frescura y gracia en la escritura
cuidadosa de los autores.
La modernidad
de los textos y la buena calidad de su prosa son una muestra del vigor de la
tradición literaria de los chihuahuenses. La raíz colectiva de estas historias
está bien recreada; en su discurso narrativo se reconocen voces de gente de
Parral o de la Sierra; palabras del español que se habló en la ciudad de
Chihuahua de los años cincuenta cuando solo había ochenta mil habitantes;
entierros y aparecidos que en sus ensueños siguen alimentando la esperanza
desaforada de hallar un cajón repleto de alazanas; monstruos marinos en pleno
desierto y la mujer más hermosa del mundo vestida de novia para siempre en la
vitrina de una tienda.
Por supuesto
que de cada una de estas nueve leyendas existen otras versiones, escritas por
distintos autores, muchas de ellas publicadas en libros, periódicos, revistas.
Supongo que todas son válidas y tendrán sus propios lectores afines. Sin
embargo, lo que caracteriza las de este libro es su cuidado lenguaje narrativo.
En este
pequeño libro de leyendas, los lectores hallarán una ventana de sus propios
recuerdos. Armando Gutiérrez Mares, escritor sorprendente cuya percepción está
educada en la meditación trascendental, nos escribe de aquella señora que cada
Viernes Santo, a la media noche, sigue visitando para siempre los siete
templos. Muy elegante, ella recorre en un taxi las calles de Chihuahua y paga
con una sortija de oro. El taxista ya no es de este mundo.
César
Imerio Salazar Holguín, profesor de muchos años, nos mete a la polvareda de la
Revolución Mexicana, misma que se levanta en el puro centro de nuestra propia
ciudad. El olor de los cirios y el incienso de la Catedral son un consuelo ante
el terror de los disparos, un refugio frente a la muerte.
En medio de
la batalla brillan las alazanas; en el fulgor del oro, los personajes del
relato se conectan con el más allá, donde se escuchan las voces de unos
albañiles cuyo regocijo es inaudito.
Zacarías
Márquez Terrazas, cronista laborioso y poeta discreto, escribe sobre las
correrías del legendario Chato Nevárez cuyo destino de aventurero trae un poco
de esperanza en los atribulados días de nuestra crisis económica, que también
suele ser mental y hasta metafísica cuando nos enfrentamos a los cobradores,
más fieros que el toro que se llevó entre las astas al famoso bandido de
Babonoyaba.
Otras
leyendas son: El violín de don Anatolio, escrita por Eva Muñoz, quien es
maestra de literatura y dio clases toda su vida en muchas escuelas de la
Sierra. El ambiente de este relato es de fina evocación poética. Oro y plata,
cuyo autor es René Gómez Esparza, una historia donde se oye el lenguaje castizo
que todavía se usa en los pueblos mineros; él es profesor en su natal Santa
Bárbara y en San Francisco del Oro. La hija de Pascualita, quizá la más
famosa de las que se oyen en esta ciudad, y de la cual existen más versiones
escritas; aquí se publica la del ingeniero Jorge Luis González Piñón, quien
presenta además un caudal de información muy bien organizada respecto a esta
vieja historia.
Óscar W.
Ching Vega, el famoso periodista, es autor de El hombre que quedó mal con
Dios, donde el charro negro de Santa Eulalia vuelve a encontrarse con uno
más de sus cronistas, esta vez en la escritura siempre estimulante de este
beduino de las noticias. El Rosario y la sotana sin cabeza la escribe
Luis Carlos Arriola Chávez, cuya trayectoria de historiador y cronista lo
avalan para convertir en fantasma al padre de la patria. Y para cerrar con
broche de oro, Humberto Quezada Prado nos pone frente a frente con La sierpe
de Nonoava, una animal que parece de este mundo pero que navega en los ríos
del delirio y de las tormentas que nos trajo el niño; se hermana con las
culebras que las señoras de antes cortaban con cuchilladas al cielo y con palma
bendita y a los terrores que nos causan los ríos desbocados de nuestra bronca
región.
Nueve
leyendas de chihuahua es un texto que deja un buen sabor de boca,
queda en la memoria, estimula el deseo de leer más cuentos de estos autores
que, cada uno en su estilo, logran platicar de las cosas más inverosímiles como
si fueran lo más natural del mundo.
JChM, junio
de 1997
La dama
elegante
Corría el año
de 1940, la ciudad de Chihuahua era una pequeña población. Conservaba un fuerte
sabor provinciano, característico de los centros urbanos de aquellos tiempos.
Era una ciudad de proporciones caminables. En un letrero colocado a la
salida de la carretera a Ciudad Juárez se podía leer: “Chihuahua, ochenta mil
habitantes”.
Angelina, una
joven mujer, frisaba los diecisiete años, era obediente e ingenua, vivía de
acuerdo con los cánones establecidos por aquella sociedad provincial, en la que
las familias se conocían. Muchas de ellas vivían en el centro de la ciudad, en
viejas casonas de adobe, apenas modernizadas con los muebles y aparatos
eléctricos de moda, especialmente los radios de onda corta y larga. Los
teléfonos funcionaban con una operadora de la central y cuando uno levantaba el
auricular, ella preguntaba: ¿A qué número desea hablar? Se le daba la cifra de
tres dígitos y ella hacía la comunicación. Era un mundo de dimensiones
profundamente humanas.
La joven
Angelina había quedado huérfana de padre y madre cuando era muy pequeña. Su
familia conformada por ella, su hermana Lilia y dos varones vivían con una tía
soltera, que se había hecho cargo a raíz de la muerte de los padres. Los
frecuentaba la tía Nina, a quien apodaban así porque era la madrina de Lilia.
Cuando llegó a la pubertad Angelina, junto con su hermana y otras compañeras de
la escuela, gustaban de ir los domingos a la Plaza de Armas a platicar con
muchachos de su edad. Sus parientes no veían con buenos ojos esas libertades en
quienes apenas empezaban a ser mujeres, por lo que la madrina de Lilia
discurrió que el domingo era un buen día para ir a limpiar las lápidas de sus
difuntos y así por la tarde, acompañada de su ahijada y de Angelina, caminaban,
desde su domicilio en la calle Morelos 1005, hasta la avenida Ocampo y la
recorrían hacia el sur, hasta salir de la ciudad, para llegar finalmente al
Panteón de Dolores. Éste se localizaba al cruzar la vía del tren, la avenida se
convertía en el camino que conducía a La Fundición, una planta concentradora de
metales, propiedad de la American Smelting Co., en el cercano poblado de
Ávalos. El Panteón de Dolores era una propiedad privada y colindaba con el Panteón
Municipal, ambos circundados por una barda de adobe.
Durante la
larga caminata dominical, las muchachas no podían seguirle el paso a Nina,
siempre se quedaban atrás observando a las familias que, sentadas en sillas y
mecedoras, tomaban el fresco, luego de las calurosas tardes de verano,
platicando a la sombra frente a sus casas.
—No se queden
atrás —insistía Nina a intervalos regulares y esperaba hasta que las jóvenes la
alcanzaban.
Finalmente
llegaban a su destino y Nina se iba a la tumba de su progenitora, cargando una
cubeta con agua, una escoba y un trapeador que conseguía con el encargado del
panteón, y se dedicaba a asear el monumento. Angelina hacía otro tanto con la
lápida de su madre, ayudada por su hermana; pasaban las horas en esos
quehaceres que para ellas resultaban tediosos. Al oscurecer, las tres mujeres
salían del panteón cansadas y presas del miedo de que se fueran a encontrar a La
dama elegante.
Angelina
recordaba que desde pequeña había escuchado platicar a Nina sobre lo que
contaba la gente que vivía cerca del cementerio: Por la vía del tren, que se
cruzaba al regresar a la ciudad, se aparecía una señora muy bien arreglada,
vestida de blanco.
Una tarde,
cuando la joven terminó de asear el monumento de su difunta madre, se acercó
junto con su hermana Lilia a donde estaba su tía y le dijo:
—Cuéntanos la
historia de la dama de blanco que se aparece por la vía.
—Ahorita no
tengo tiempo, no he acabado de asear la tumba de mi madre, será otro día.
Las dos
hermanas, a quienes les aburría la estancia en el panteón, insistieron a una
voz:
—Ándale,
Nina, platícanos de esa señora, no seas mala.
—Bueno,
siéntense aquí en la orillita de esta lápida sin subir los pies, acabo de
limpiarla.
Nina se
arrellanó al centro de la plancha de mármol y pronto las muchachas hicieron lo
propio a ambos lados de ella. Angelina la observaba ansiosa, esperando que
empezara a hablar.
—Como ya les
dije, desde hace algunos años la gente de este rumbo cuenta que por las noches
ven vagar a una dama ataviada con un vestido blanco y vaporoso; camina a lo
largo de la vía como si buscara algo o a alguien.
—¿Nadie ha
hablado con ella? —preguntó con ingenuidad la ahijada.
—¡Cómo crees!
La gente la ve y se mete a su casa, pero desde la puerta o por las ventanas la
ob-servan pasearse por los rieles. Dicen que es una figura que por momentos se
destaca con increíble claridad y luego se pierde, como un fantasma, en la
penumbra nocturna.
Nina continuó
su narración con voz pausada, bajo la luz crepuscular que iba tiñendo con tonos
rojizos aquel misterioso ambiente, con sus espigados árboles y tumbas:
—Una noche de
primavera, dicen que era un Jueves Santo, transitaba un carro de sitio por la
avenida Ocampo; regresaba de llevar un pasaje a La Fundición. Era cerca de la
media noche, cuando el chofer vio a una mujer muy bien vestida, parada cerca de
la vía del tren, que le hacía señas con un pañuelo en la mano. Acostumbrado a
recoger pasaje por donde transitaba, dio un giro sobre la carretera, se acercó
y detuvo el vehículo. Ella, sin decir palabra, abordó el asiento trasero y se
acomodó con distinción.
—¿A dónde la
llevo, señora?
—Tengo que
cumplir una manda, necesito visitar siete templos —contestó con voz amable.
—¿A cuál
quiere ir primero? —le preguntó intrigado.
—Vamos a la
iglesia de San Francisco y de allí me lleva a la de El Santo Niño.
El conductor,
un poco desconcertado, enfiló el carro hacia la población y procedió a cumplir
el deseo de la elegante dama. La observó por el espejo retrovisor. No era de
facciones propiamente bellas, su cara no tenía nada de particular, pero su
atuendo era muy distinguido, llevaba un bonito sombrero blanco y una pequeña
sombrilla, pero sobre todo fue el porte aristocrático de la mujer lo que más
impresionó al joven taxista. Notó que con discreción se llevaba el pañuelo a
los ojos, pronto se dio cuenta que lloraba en silencio, con sollozos que de vez
en cuando afloraban de su pecho.
Llegaron a la
iglesia, la dama se bajó del carro y caminó por el atrio. El chofer no
alcanzaba a comprender cómo iba a entrar al templo a esas horas, pensó que tal
vez sería amiga del párroco. Al poco rato abordó de nuevo el vehículo y se
fueron hacia El Santo Niño. Regresaron al centro, a la Catedral, y luego se
trasladaron a la capilla de Nuestra Señora de Lourdes. Allí el joven taxista
pretendió seguirla, bajó del coche y fue tras ella, escondiéndose entre los
cipreses, pero ella se esfumó a media escalinata. El hombre sintió un
escalofrío y optó por regresar al taxi. Al poco rato apareció la dama y se
acomodóen el asiento; un discreto olor a nardos invadió el interior del
vehículo. El cochero la miró a los ojos pero ella esquivó la mirada y le pidió
que la llevara al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Más tarde fueron al
templo de Santa Rita y finalmente al del Sagrado Corazón, que estaba en
construcción.
Se dice que
durante el largo recorrido la elegante dama no cesaba de llorar con un llanto
contenido, que impresionó profundamente al chofer. Al regresar de su visita al
séptimo templo, el conductor le preguntó:
—¿Quiere ir a
algún otro sitio?
—No, es
suficiente. Era una deuda que tenía que saldar, ofrecí hacer la Visita de las
Siete Casas si sanaba de una grave enfermedad. Por favor lléveme ahora al
Panteón de Dolores.
El fatigado
piloto sintió miedo cuando ella le mencionó el destino, por demás extraño. Sin
embargo, acostumbrado a recorrer por las noches los rumbos más insólitos de la
ciudad con pasajeros de todas las clases sociales, se abocó a cumplir las
instrucciones. Le intrigaba el deseo de la señora de dirigirse al panteón a tan
altas horas de la noche, un lugar totalmente desolado en las afueras de la
ciudad. No alcanzaba a imaginar dónde vivía su extraña pasajera. Pensó que se
alojaría en la casa del ad-ministrador del panteón, sin embargo no se atrevió a
preguntar, a pesar de que su piadosa cliente había dejado de llorar y se
mostraba más tranquila. Llegaron a la puerta principal, el taxista detuvo el
automóvil y, volviéndose hacia ella, le dijo:
—Son
cincuenta pesos.
—Le voy a
pedir un favor —contestó la dama con voz serena—. Olvidé el monedero y mañana
salgo fuera de la ciudad; vaya a mi casa y explíquele a quien le abra la puerta
el servicio que me ha hecho, allí le pagarán la cuenta. Le dejo este anillo en
prenda —dijo mientras sacaba del anular derecho una argolla de matrimonio—,
entréguelo a quien lo atienda.
—¿Cuál es su
nombre?, ¿su dirección?
Ella le dio
los datos y sin decir más bajó del auto. Caminó hacia la reja del panteón, la
abrió, cruzó el dintel, cerró y se perdió en la oscuridad. El joven, sentado al
volante, observó la escena sin mover el carro. Se quedó estupefacto por unos
minutos, incapaz de creer lo que había sucedido. Todo fue tan sorpresivo y
absurdo que solo entonces se percató de que aquello parecía surgido de un
sueño. Le invadió un miedo extraño que le paralizó por un momento; finalmente
pudo arrancar el vehículo, le temblaban las piernas.
Al día
siguiente se presentó en el domicilio que le dio la dama. La casa donde tocó el
timbre era de una familia de la alta sociedad chihuahuense de aquellos años.
Una joven con uniforme de servicio doméstico salió a la puerta:
—¿Qué se le
ofrece? —preguntó en tono educado.
—Anoche
transporté a una señora a varias iglesias de la ciudad y me dijo que pasara a
cobrar aquí la cuenta, me dejó en prenda este anillo. —Alargó la mano y le
entregó a la muchacha un papel en donde había anotado el nombre con la
dirección, así como la argolla matrimonial. La camarera se puso pálida como un
lirio y sin decir palabra se fue hacia la casa, llevando en el puño cerrado la
prenda y el papel. Poco después salió un hombre joven que con voz agitada
preguntó al visitante:
—¿Dónde
consiguió la argolla de matrimonio de mi madre?
—Ya le
expliqué a la señorita que anoche la llevé a varios templos y me dijo que
pasara aquí a cobrar, me dejó la sortija para que se la entregara a usted a
cambio del pago de los cincuenta pesos del servicio.
El joven, con
la cara descompuesta por la angustia y con lágrimas en los ojos, dijo con voz
trémula:
—Mi madre
murió hace más de un año de un mal incurable.
El taxista se
quedó inmóvil por un momento sin decir palabra y finalmente se desplomó en el
quicio de la puerta, víctima de un síncope cardiaco.
Versión
escrita: Armando Gutiérrez Mares
Nota de Armando: Esta leyenda
me la contó inicialmente la señora Angelina de la Garza de Luján, quien además
me explicó la forma en que se enteró de la narración, la cual conoció a través
de una tía, tal como aparece en el relato.
Esta leyenda es del dominio
público desde hace más de sesenta años, muy conocida en el gremio de taxistas
de la ciudad de Chihuahua, particularmente entre personas mayores, según pude
constatarlo en entrevistas informales con algunos de ellos, por lo que bien
podría llamarse La leyenda del taxista y la dama de blanco. Pude
comprobar la autenticidad de la leyenda con varias personas, entre ellas los
señores Adalberto Sepúlveda y Gustavo Ruiz. Este último trabajó durante algún
tiempo como taxista y los compañeros más viejos le narraron la historia
identificándola como la Leyenda de la dama elegante, de La señora de blanco o
de La dama del medallón de oro.
Existen diferentes versiones
de la leyenda, según le ha ido agregando o cambiando la gente, conforme la
actualiza al narrarla. Por ejemplo, en alguna de ellas la dama paga al chofer
con un cheque y al ir a cobrarlo le indican en el banco que la cuenta había
sido cancelada por defunción de la cuentahabiente, con el mismo desenlace
narrado en el texto. También se habla de que le dio en prenda al taxista un
medallón de oro, o un brazalete, en vez del anillo de matrimonio. En fin, la
leyenda se ha mantenido viva por generaciones y aún la narran algunos taxistas,
ubicándola en tiempos más recientes, posteriores a la versión proporcionada por
la persona que me dio la información inicial.
Puños de oro
Del lecho del
río Chuvíscar surgió, al compás del clarín de avanzada, la caballería villista.
Los soldados federales, ante la sorpresa total en esa mañana, corrían
despavoridos por la avenida Independencia, sus oficiales daban órdenes para
ofrecer la resistencia tomando las azoteas en las esquinas que miraban hacia el
norte, de donde se precipitaban las fuerzas revolucionarias. El sitio que ahora
alberga a Plan de Álamos, San Felipe Viejo y Barrio del Palomar, había sido el
resguardo de los revolucionarios, pues casi siempre los atacantes usaban el
lecho del río para sorprender a la guarnición.
Don Manuel,
esposo de doña Vicenta, era electricista y estaba empleado por el gobierno para
instalar la electricidad en el kiosco de la Plaza de Armas. Aquella mañana de
otoño, cuando iba a tomar su café, había llegado hasta su casa Anselmo García a
pedirle trabajo de ayudante, pues tenía diez días de haberse casado y andaba
sin chamba. Saborearon el oscuro líquido cotidiano mientras doña Chenta les
preparaba algo de comida para la jornada. Luego se fueron platicando rumbo a la
plaza.
El silbido
macabro de las balas de fusilería, el tropel de la caballería y el ritmo de las
ametralladoras los obligó a refugiarse en la Catedral, donde encontraron casa
llena. Con el Jesús en la boca las mujeres rezaban, había ancianos,
despreocupados algunos y otros angustiados, lloraban los niños y el sacerdote
calmaba a unos y a otros, moviéndose por todo el templo. Pasaron largos treinta
o cuarenta minutos, la puerta se abrió lentamente y fueron saliendo todos,
entre ellos el maistro electricista y su ayudante. Con paso ligero y
luego al trote, corrieron por la calle Segunda y doblaron por la Aldama,
ubicándose exactamente atrás de lo sería el cine Plaza (donde en aquel entonces
solo había casas modestas de un solo piso). Precisamente allí, un soldado les
hizo el alto y luego les indicó:
—Mi Coronel
los quiere ver, así es que píquenle pa’ dentro.
La actitud y
el tono eran para no chistar. Don Manuel y Anselmo entraron a un zaguán y
vieron una pequeña caja de muerto; por su tamaño se podría decir que era de un
niño.
—Aquí están
los dos civiles que pidió, mi coronel.
—Bien. Miren
ustedes, necesito mandar este parque a mi General, que se encuentra aquí nomás
en la Plaza de Armas. Este cabo y mi asistente les ayudarán a cargar la caja de
muertito, está chiquita, pero va cargada de puro plomo para esa chusma
revoltosa. Pesa un carajal, así que a cargarla.
Diciendo y
haciendo, sufriendo y pujando, los cuatro hombres sujetaron cada uno de los
bordes de la caja, apoyada en sus hombros; los dos soldados atrás y los dos
civiles al frente. La marcha se malogró, pues al voltear la esquina de Aldama e
Independencia para ir rumbo a la plaza, se escuchó un grito, la caja se
tambaleó al desplomarse Anselmo. Allí se quedó tirado.
Los otros
llegaron como pudieron y entregaron la carga.
—Muchas
gracias, muchachos, muchas gracias. Suban lo que traen ahí.
—Sí, señor,
mucho parque —contestó el electricista.
—Teniente,
abra esa caja.
Cuando el
oficial quitó la tapa, relumbraron las alazanas, monedas de veinte pesos
de puro oro.
—Agarren un
puño y lárguense pronto —dijo el General.
—Señor
—musitó el civil— mataron a mi ayudante, él venía con nosotros y, pues, tenía
poquito de casado.
—Pos agarra
otro puño, llévaselo a la viuda pa’ que cuando se le pase el sufrimiento le dé
vuelo a la hilacha.
Don Manuel
salió apresurado, iba por el cadáver de Anselmo, pero cuando ya estaba cerca se
oyó otro clarinazo, otra avanzada, pensó, así que mejor salió corriendo.
Regresó en la tarde por su ayudante para darle sepultura.
Nunca me lo
hubiera imaginado, pero dos años después de que me contaron lo anterior, un
albañil contratado por mi padre, mientras realizaba su trabajo, me decía:
Lo que le voy
a contar es un secreto, aunque ha pasado tanto tiempo... el ingeniero ya no
vive aquí, y el capataz, don Chuy, ya se murió. Mire nomás: cuando hicimos el
hotel Del Real y excavamos para hacer los cimientos encontramos en una pared
una caja de madera bien podrida. Cuando se dio el talachazo, hervía de monedas
de oro, puras alazanas, puras alazanas. Entonces el ingeniero nos
formó en línea y nos habló. Dijo que aquel era dinero del gobierno, pero que
más falta nos hacía a nosotros.
—Agarre cada
quien un puño, solo uno. Lo que sobre será mío, pero si no sobra nada, no me
toca nada, ¿de acuerdo?
—Claro que
sí, como usted diga —dijimos.
Al otro día
era domingo, no hubo trabajo. Nadie platicó nada, pues sabíamos que si alguien
hablaba haría un mal para él y para todos. Al lunes siguiente la mitad de los
hombres no regresaron a la obra. Los demás gastaron poco a poco el puño de oro.
A veces lo
dudo, pero es muy posible que aquel oro era el mismo que transportó Anselmo, el
recién casado, el ayudante del maistro electricista.
Versión
escrita: César Imerio Salazar Amaro
Nota de César Imerio: La
información que me sirvió para escribir esta historia la obtuve de la narración
que me hizo doña Vicenta Cruz de Monsiváis, fallecida hace poco tiempo, quien
fuera viuda de don Manuel Monsiváis Miranda, también finado. Ambos originarios
del poblado de Cusihuiriachi, aunque vinieron a vivir a la ciudad de Chihuahua
durante la época revolucionaria. A don Manuel también le tocó trabajar en la
instalación eléctrica del Parque Lerdo de la ciudad de Chihuahua. Actualmente
les sobreviven sus hijos.
El Chato
Nevárez
En el nombre
de Dios, todopoderoso, yo Miguel Aldaca, natural de la Corte de Madrid, digo
que: yendo de Babonoyaba para el real de Santa Eulalia, en el punto de la
Ciénega, todo el arroyo (...) hallas enterradas diez cargas de barras de plata;
encima los aparejos y a un lado los cadáveres de los peones que las enterraron.
(...) Si Dios Nuestro Señor te da licencia, te encargo que hagas estas
mandas...
Y así
continúa el fabuloso derrotero que a su hija dejó uno de los compañeros de
correrías del Chato Nevárez. En otro documento del mismo tenor, se lee:
Si el Señor
le da licencia de ir a la casa del rancho último del Chato Nevárez, que está
situada en el centro de la misma sierra de La Silla, que son tres piezas de
piedra, se encuentra frente a la cocina, tres peroles con pesos y, en la sala
frente a la puerta, otras tres y, por si fuera poco, en el cuarto de los
aparejos hay ollas con tejas de oro y plata...
Y aún siguen
describiendo, este y otros derroteros, fantásticas riquezas que el Chato
Nevárez dejó enterradas en los sitios más inverosímiles. Estos documentos
prolijos en detalles suelen tener fechas posteriores a 1802 o a 1804,
advirtiendo que quizá solo se encuentren las tapias de las casas que mencionan
pues “ya van para veinte años que el Chato goza de la santa gloria”.
En el de
Aldaca, que transcribimos al principio, antes de finalizar advierte: “unidos a
todos tus compañeros de Babonoyaba, repártelos –los tejos de plata– en partes
iguales y sin ambición, para que Dios nuestro señor te ayude...” aclarando que
se anexa un mapa –que ya no existe– de
Severiano Coure.
En fin, que
si las extraordinarias riquezas que ocultó el Chato, después de asaltar las conductas
de arrieros que venían de Cusihuiriáchic o de Santa Eulalia, se han perdido
en la calenturienta imaginación de arrieros y rancheros, lo que aún se conserva
vivo es el recuerdo de Jesús Nevárez, versión chihuahuense de Chucho el Roto,
el bandido bueno que roba a los ricos para repartir a los pobres.
También es
cierto que poca o ninguna atención le han prestado los historiadores al estudio
de los bandidos, a excepción de que se les identifique con alguna facción
política.
Curiosamente,
ahora que se ha hecho lugar común el hablar del fin de las ideologías, podría
valer la pena rescatar a estos personajes que solo servían “al bien común”, por
lo que incluimos al Chato Nevárez.
Nevárez fue
miembro de una antigua familia avecindada en los rumbos de Satevó; él
personalmente era oriundo de Babonoyaba y, según “contaban los viejos”, muy
mozo se metió en una gavilla a merodear los caminos, siguiendo técnicas
aprendidas de los apaches. La primera persecución que sufrió el Chato fue
durante la comandancia de José Antonio Rengel, cuando se hizo extensiva la
campaña de la apachería a los tarahumares infidentes, lo que incluía a la
gavilla del Chato. Algunos terminaron en la horca de Chihuahua, pero los de
Nevárez aún asaltaban con frecuencia las recuas durante el gobierno de Pedro de
Nava en 1794.
Fue
precisamente en ese año, durante la fiesta del Señor Santiago, patrono de
Babonoyaba, el 24 de julio, cuando una mujer despechada, al darse cuenta que
Nevárez vivía con otra, a lomo de mula se trasladó a Satevó para denunciarlo
ante las autoridades.
Era un
espléndido amanecer de verano; el campo lucía verde y húmedo aún por el
aguacero de la noche y el río de Santa Isabel reflejaba en sus meandros la
blanca iglesia de Babonoyaba, que florecía en adornos de papeles de colores.
Sin previo
aviso, los alguaciles cercaron el cuarto donde dormía el Chato. No tuvo
escapatoria, diez arcabuces le apuntaban al pecho. Sonriendo, se acomodó el
sombrero y le dijo al Cabo que dirigía el piquete: “No tengo escapatoria; pero solo
pido se me conceda la última súplica de un sentenciado a muerte, que consiste
en cumplir un compromiso en este pueblo”.
El mismo
gentío, que ya se había reunido compungido, informó al mílite del compromiso
contraído por Nevárez, que consistiría en lidiar al toro más bravo que se
lanzaría al coto en esa tarde. Fama tuvo el Chato, y bien merecida, de ser
magnífico jinete y mejor lidiador de reses bravas. Empeñó su palabra el Chato
de no huir y se esperó la hora del jolgorio. Al contrario de otras veces, en
esa tarde la música calló, los tinglados solo deseaban despedir con respeto a
un hombre que realizaría su faena final.
Salió el toro
al redondel; en medio de la plaza Nevárez se quitó el sombrero y sonriente
saludó a todos. Tomó la capa escarlata, pero en vez de ofre-cérsela al bicho,
la arrojó a las tribunas y, en un acto imprevisto, presentó el pecho a las
astas del bruto, que lo levantó en vilo. Un grito sordo se ahogó en la
multitud, mientras los borbotones de sangre fluían de las heridas.
Así se
despidió el Chato Nevárez de su pueblo, en una tarde de sol el día del Señor
Santiago.
Nevárez
murió, pero nació la leyenda y con ella mil derroteros de tesoros, que
aún alimentan la esperanza de los pobres que viven en las resecas tierras de
Babonoyaba. Dicen también que en noches de luna suele aparecerse en los cordones
de la sierra de Los Frailes y en la de La Silla cabalgando un caballo
blanco como el de Santiago Matamoros. Dicen que, tiempo después, Francisco
Villa recorría los mismos caminos y veredas.
Versión
escrita: Zacarías Márquez Terrazas
El violín de
don Anatolio
Mi abuelo era
un hombre ya anciano cuando yo era aún niña. Fue un señor alto y rubio, con
barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter alegre y
platicador, aunque algo irónico. ¡Cómo era bueno para caminar! Recorría grandes
distancias a pie que lo llevaron a conocer muchos lugares.
Mi abuelo
paterno murió por un accidente en un camino vecinal, me dejó tantos recuerdos.
Al evocarlo vuelvo a ver cómo era mi pequeño pueblo de Temósachi en ese
entonces; sus casas y sus tapias de adobe, sus calles y callejones, su río y
los montes cercanos.
Entre los
contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular,
apergaminado, estevado, chacalito (como los elotes deshidratados por la acción
del fuego), de ojos negros y brillantes, amante de la música. Años atrás fue
sacristán; sabía leer, tocar el violín y cantar himnos religiosos. Vivía solo
en un cuarto de adobe, rodeado de un maizal en su solar, donde además había
unos cuantos árboles.
La casa de
don Tolio, como todos le decían, estaba cerca del río; muchas calles y
callejones llegaban hasta los barrancos por lo que la mayoría de las gentes
lavaban su ropa, se bañaban y usaban su agua para el uso doméstico.
Don Anatolio
mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas
de la puerta; vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba qué hacía para
mantenerse, el anciano le respondía que con poca lucha le bastaba. Oírlo mi
abuelo y ponerle apodo al pobre señor fue un segundo. Buenos días, “Pocalucha”,
¿cómo amaneciste?, le gritaba junto a la puerta a don Anatolio, que salía lleno
de coraje a coger piedras y tirárselas a mi abuelo.
Dentro de la
habitación de don Tolio había una cama alta, o sea dos bancos angostos y largos
de madera con unas tablas arriba, una mesa con una o dos sillas y, colgando de
una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde
escapaba el humo de la leña y las jarillas. En el patio se apilaban un sinfín
de enseres, desde el viejo arado, la caña de pescar, trastos y los aparejos del
burro que encerraba en el machero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para
pasar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y
cocer su frugal comida.
Don Anatolio
se bañaba y lavaba su escasa ropa en el río, donde la dejaba de un día para
otro apresada con unas piedras; de vez en cuando pescaba bagres que salaba y
secaba para consumirlos poco a poco.
La vida
solitaria de este señor parecía rara, pero según el decir de algunos vecinos,
era un hombre con cultura, le gustaba leer arcaicos libros, sabía tocar el
violín, así como muchos cánticos sagrados; a veces se le oía cantarlos en
latín. Era temeroso, anteriormente esos pueblos con escasos pobladores eran
asaltados por gavillas, se llevaban a las mujeres y al ganado; por eso las
gentes en cuanto se metía el sol ya estaban dentro de sus casas.
También don
Anatolio se recogía temprano y no le abría la puerta a nadie.
Don Tolio, me
decía papá Lolo, o sea mi abuelo, estaba lleno de cierto misterio. En lo
profundo de la noche se ponía a tocar el violín (aquél que descolgaba de la
escarpia) para ahuyentar al malo, al demonio, porque este instrumento se tocaba
en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.
Don Anatolio
tendía el cuello nervudo y seco, con sus manos sarmentosas tocaba y tocaba y
tal parecía que en esos momentos su espíritu se libera-ba con la música de
aquel violín que subía en el aire nocturno en las horas de silencio profundo,
mientras en el cielo las estrellas brillaban, parecía que chispeaban como
pedernales. Eran tan densas las tinieblas que no se veía la palma de la mano.
En ese tiempo no había en los pueblos luz eléctrica.
Los vecinos
ya estaban acostumbrados a oír a don Tolio tocar el violín; pero aun así se
santiguaban temerosos. Y había que escuchar qué voz tenía aquel viejo cuando
cantaba himnos muy antiguos, envueltos todavía entre las sombras que preceden
al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.
Después,
cuando cesaban los cantos, don Anatolio removía el rescoldo para rescatar las
brasas y encender el primer fuego del día, recogía la ceniza que guardaba para
tapar las goteras de la azotea de su vivienda. Ponía a hervir agua para el café
y en las brasas doraba las tortillas para desayunar; después salía a darle agua
al burro, lo llevaba al río que estaba cerca y allí se lavaba la cara y las
manos. ¡Cuidado, Pocalucha!, le gritaba mi abuelo desde el barranco, estás tan
flaco que la corriente te puede arrastrar. Viejo lengón, le contestaba don
Anatolio, y mi abuelo se retiraba muerto de risa.
Así fue
pasando la vida don Tolio, entre oscuras noches y claros amaneceres; solitario,
pobre y conforme con lo que tenía.
Papá Lolo me
dijo un día: Ya se murió Poca-lucha, que Dios lo haya perdonado.
Pasado algún
tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido
don Anatolio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo escuchaban en la
tranquilidad de la noche la música del violín, que salía del maizal; era como
si una mano invisible arrancara aquellos arpegios que se iban apagando en el
espacio. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta, santiguándose
apresuraban el paso para llegar pronto a sus casas. Además, los perros de las
cercanías aullaban lastimeramente en esas horas de la medianoche. ¡Ave María
Purísima!, exclamaban las gentes y metían la cabeza debajo de las cobijas, para
no oírlos.
Otros, los
madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Tolio se escuchaban
cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos. Eran los cantos del
alba para disipar las sombras de la noche: “Ya viene el alba, ya viene el día,
daremos gracias, Ave María”.
Hace muchos
años que murió mi abuelo; pero yo cada vez lo recuerdo y me pregunto: ¿Qué
sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Los cantos
impregnados de humo escapaban por la chimenea al clarear el día. Mucho tiempo
después las gentes se contaban unas a otras haber oído aquella música y
aquellos himnos de alguien que ya había muerto.
Diré como
decíamos antes: “Que mis palabras no le hagan ruido”.
Versión
escrita: Eva Muñoz
Nota de Eva: Este relato me lo
contó mi abuelo, don Alfonso María de Ligorio Muñoz. Su leyenda pertenece al
pueblo de Temósachic, Chihuahua.
Oro y plata
Esta leyenda
está basada en la vida real y se ubica en el tiempo en que los trabajadores
mineros alcanzaron sus primeras conquistas y prestaciones sociales. En 1934 el
salario del minero era de un peso con setentaicinco centavos por jornada de
trabajo, de ocho horas en el interior de la mina.
En 1935 se
fundaron las secciones 9 de Parral, 20 de San Francisco del Oro, 11 y 50 de
Santa Bárbara, que junto con las demás secciones del país formaron el Sindicato
de Mineros Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana. Ese mismo año se
realizó el primer congreso minero en la Ciudad de México.
No era mucho
lo conseguido por los mineros, si se compara con las prestaciones actuales,
pero en aquel tiempo era una gran conquista si se consideran las condiciones
infrahumanas en que trabajaban los mineros durante las primeras décadas del
siglo XX. Era muy bajo el pago por incapacidad, pero en los años de los que
hablamos era una pequeña fortuna, como la que obtuvo el protagonista de esta
singular leyenda.
En las calles
de Santa Bárbara, ciudad minera, el ir y venir de las gentes formaba una
abigarrada multitud que parecía alegre. Era sábado, día de pago, vulgarmente
llamado de raya, y además día de bono, una especie de premio de sobresueldo.
Los grupos de
mineros, reunidos aquí o allá, discutían animadamente o entraban en alguna de
las numerosas cantinas, que en estos minerales, a reto y paciencia de la
constitución, solapadas por autoridades demasiado venales, se multiplican
indefinidamente.
En una de las
empinadas calles de un barrio de la ciudad, desde la puerta de uno de esos
envenenaderos populares se escuchaba un grupo de cantadores que entonaban
corridos del pueblo. Y cada vez que por las medias puertas de la cantina
asomaba la cabeza de Macario Contreras, un minero al que acababan de pagar, se
oían los gritos de “¡Viva el Mueganito!”, provenientes de un montón de
chiquillos pendientes de él. Era entonces cuando el Muégano hacía brincar sobre
las cabezas de la chiquillería una lluvia de billetes. Desde los democráticos pachucos,
con valor de un peso, hasta los allendes con valor de cincuenta y
los hidalgos, los de cien de aquel tiempo.
Penetremos en
este antro para oír al Muégano platicar alegremente con el Bofes, su
mejor amigo:
—Hombre,
Muégano, tú ya ni la retuestas. Apenas te acaban de dar los veinte mil pesos de
tu incapacidad, por la maldita silicosis con que te enfermó la mina, y ya los
estás repartiendo. Así muy pronto andarás pidiendo limosna.
—¡Ah que mi
Bofes!, y ¿pa’ qué me sirven estos miserables veinte mil pesos? Ya sé que me
los dieron por lo que queda de mi vida inútil, que habrá de tragarse la silis.
Esa es la vida del minero; se come las entrañas de la tierra hasta que a ésta
le da su gana y le dice: Vente, chiquito, eres m’ijo y, ¡cuas!, pa’dentro. ¿No
es cierto, Bofes?
—Sí es
cierto, Muégano, pero guarda tus centavos ahora que siquiera los dan, parece
mentira que te olvides de tiempos pasados. ¿Te acuerdas del amigo Solisombra?
¿Recuerdas cuando lo sacaron de la mina Las Catitas, que estaba por el camino a
Minas Nuevas, hecho pedazos y sin más movimiento que el que podían hacer dos
dedos de su mano derecha?
—¿Pero cómo
diablos no me voy a acordar, Bo-fes? Trabajé junto con él en las minas de Veta
Grande y Sierra Plata, allá por Minas Nuevas. De esa desgracia tuvo la culpa el
jefe gringo que le ordenó que pegara en una frente que se estaba
derrumbando; Solisombra se negó y el gringo lo insultó diciéndole que tenía
miedo; aquél se le echó encima con uno de los candeleros que ensartábamos en
las rocas pa’ alumbrarnos. El gringo salió huyendo y Solisombra, pa’ mostrar
que no tenía miedo, entró a trabajar a la frente con los resultados que
ya sabes.
—¡Pobre
Solisombra! Cómo debe de haber sufrido su familia en el tiempo que estuvo
tirado en la cama, no sé cómo pudo seguir viviendo hecho pedazos.
—Siguió
viviendo porque en donde todo falta, Dios asiste con su santo poder.
Diariamente íbamos a verlo varios amigos; quién le dejaba dos reales, quién le
dejaba cuatro, y así. Entonces los mineros no teníamos médicos ni medicinas, ni
sueldo cuando nos golpeábamos, menos íbamos a tener zapatos o cascos de
seguridad, como ahora. A las seis de la mañana entrábamos a la mina sin más
ropa que un cotense enrollado a la cintura, sin más zapatos de seguridad que
unos guaraches y sin más luz que una vela de sebo, por eso teníamos tantos
muertos. A las compañías mineras qué les importaban que se mataran los hombres
en el trabajo. Entonces sí que se necesitaba valor pa’ ser minero. Pero ¡ah
qué, Bofes!, ¿pa’ qué te acuerdas de cosas tristes? ¡Vengan las otras!, yo
pago. Ora, músicos encanijaos, aviéntense el corrido del minero. Tengan pa’ que
se cobren —y les arrojaba billetes sin contar.
Los músicos
cantaron:
Pobrecito del
minero, ¡cómo tiene qué sudar!
en un triste
agujero donde se va a trabajar
durante todo
el día entero en aquella oscuridad,
solo tiene la
alegría de sentir la luz del día
cuando sale a
descansar.
¡Ay!...
¡Ay!... Y tener que trabajar.
¡Ay!...
¡Ay!... Sin poderse ni quejar,
arranca su
tesoro a la roca dura y cruel,
relucientes
oro y plata de la mina que lo mata,
que tan
ingrata es con él.
Los músicos
siguieron cantando esa y otras canciones, mientras el Muégano y el Bofes
continuaban platicando.
—Ya lo ves,
Bofes. Es la historia de nuestra suerte. Y como te digo, mano, ¿pa’ qué me
sirve esto? —y mostraba los billetes— si no es para emborracharme. Ya está
pagao mi entierro.
—¿Y si no te
mueres pronto, Muégano?
—¡Cómo no,
Bofes! Si en las radiografías que me sacaron pa’ que me pagaran esta mugre,
crioque ya no se me ven ni pulmones. Yo no vivo dos meses más, me lo aseguraron
en el hospital.
—Pero piensa,
Muégano.
—Qué piensa
ni qué ojo de hacha. A tomar todo el mundo, que lo demás no me importa nada,
que vengan las otras, yo pago, hasta aquí nomás me llega l’agua —y enseñaba sus
bolsillos repletos de dinero, sin importarle que aquel dinero fuera el precio
de su propia vida. Él ya había pagado su entierro, lo demás era para
emborracharse, por eso le daba duro a la hilacha, música, vino, alegría. ¿La
muerte? La muerte ya llegaría, descarnada, felona, tan mala como es.
Dos meses le
duraron los fierros al Muégano. Luego la familia se vio sin dinero, y el
Muégano nada que se moría. Ni porque lo había asegurado el médico. La tos de la
silicosis complicada con tuberculosis le aquejaba continuamente, las bocanadas
de sangre que arrojaba eran más seguidas. Pero y ahora ¿qué haría?
Amargado de
esta perra vida y maldiciendo a la muerte por no hacer su pronta aparición,
encorvado, amarillo y en los puros huesos, sentábase a la puerta de su humilde
casa y allí permanecía horas y horas, recibiendo los rayos del bendito sol que
caían como una caricia sobre los despojos de su cuerpo que, tose y tose,
lanzaba escupitajos sanguinolentos en su derredor.
En sus oídos
sonaban voces burlonas: ¿Qué haces, infeliz Muégano? ¿Qué haces ahora sin
trabajo, sin dinero y sin poderte morir?
Entonces un
rugido salió de su garganta:
—¡Oro!,
¡quiero oro!, ¡plata! quiero plata para embotar mi vida y así no sentir este
infeliz cuerpo —lanzaba un grito hacia el aire—. Doctor tal por cual, ¿pos no
dijo que me iba a morir luego luego?
Se levantó
trabajosamente, entró al jacal gritando:
—¡Vieja!,
¡oye, vieja...!
La mujer lo
miró inquieta con sus ojos negros y hundidos. Tres criaturas desaliñadas
interrumpieron los juegos infantiles. El Muégano le dijo a ella:
—Alístame mi cachumba
y también mis otras garras.
—¡Tas loco!
¿A dónde vas, Macario?, ¿a dónde vas?
—Voy a trai’
oro y plata.
—¿Oro y
plata? —murmuró la mujer moviendo la cabeza—, como si el oro y la plata se
hallaran tiraos. ¡Tú sí que has tirao todo!
—Cállate
—gritó el Muégano—. No los encontraré tiraos, pero se los quitaré a la tierra
como lo hice tantos años.
—Pero si ya
no tienes trabajo en la Compañía. Y además ya no puedes trabajar.
—¿Que no
puedo?, ya lo verás. No me esperes, no volveré hasta que lo consiga. Ponme todo
lo que tengas de comer, y por vía de Dios santito que he de trai’ oro y
plata.
Y así el
Muégano, agarrando su cachumba y su morral, subió el cerro. Su mujer se quedó
contemplándolo desde la puerta hasta que lo perdió de vista.
Las sombras
de la noche fueron cayendo hasta el jacal, envolviendo piadosamente con un
oscuro manto sus harapos y miserias.
Muchos días
pasaron sin que se supiera del Muégano. Se habrá quedado por allá muerto el
pobre y se lo habrán comido los animales, decía para sí la pobre mujer.
Pero todas las tardes, llena de secretas esperanzas, sentábase a la puerta del
jacal y solamente abandonaba su sitio hasta ya entrada la noche, cuando ya no
se veían por ningún lado las lucesitas de las cachumbas que traían los mineros
que bajaban del cerro.
Una noche, la
luz vacilante de una cachumba llegó hasta su puerta; la mujer ahogó un grito y,
a pesar de que ni un solo día dejó de esperar a su marido, la vista de aquel
esqueleto la hizo estremecer. Era el Muégano, encorvado bajo el peso de un
enorme zurrón que cargaba en sus espaldas; apenas tuvo tiempo de atravesar el
umbral y cayó de bruces con aquel peso tremendo sobre el cuerpo.
Con trabajos,
la mujer logró echarlo sobre el jergón que les servía de cama. ¿Por qué pesarán
tanto los huesos? Un estertor salía de la garganta del hombre, interrumpido por
palabras incoherentes, golpes de tos y flujos de sangre:
—Te lo dije,
vieja, te lo dije. Que iba a trai’ oro y plata. Y ahí‘tá, vieja, ¡ahí‘tá!
Prende la luz, que no veo.
—Está
prendida, Macario, y ya está entrando la luz de la mañana.
—No veo,
vieja, ¡no veo!, arrímame el zurrón.
Así lo hizo
la mujer, y el Muégano, con manos temblorosas y con brotes de locura, empezó a
sacar los pedruscos y, ensalivándolos, los arrimaba a sus ojos, gritando:
—Oro, vieja,
¡es oro!, ja, ja, jai. Y solo yo sé dónde hay más. ¡Mucho más! Somos ricos,
vieja, ja, ja, jai. ¡Oro y plata! ¡Oro y plata!...
Un golpe de
tos, seco, cortó sus gritos. Cayó sobre el metal arrojando una bocanada de
sangre. El Muégano había muerto sobre las piedras de oro y plata que lo
hicieron vivir y lo hicieron morir.
Al entierro
fueron todos sus compañeros de trabajo. Su esposa y sus hijos, así como sus
amigos, no se explican dónde encontró el Muégano el filón de oro y plata que
esa mañana llevara cargando hasta su casa, para dejar a su familia algo con que
vivir.
Todavía hoy
los mineros y gambusinos cuentan la desventura de Macario, La leyenda del
Muégano, como se le conoce en la jerga popular de estos pueblos mineros.
Versión
escrita: René Gómez Esparza
Nota de René: Esta leyenda
pertenece al pueblo de Santa Bárbara, Chihuahua. La cuentan algunos mineros,
trabajadores asalariados de la empresa minera local, y algunos gambusinos
dedicados a extraer mineral de los fundos mineros abandonados. Para tener mayor
información al escribir este relato, entrevisté a los señores Jesús Chavira
Ubiña, Gilberto Seáñez, Marcelino Astorga, Brígido Gómez, Simón Morales y
Humberto Heredia.
La hija de
Pascualita
Un 25 de
marzo, día de la Encarnación del año 1930, llegó a la ciudad de Chihuahua,
hasta el aparador de La Popular, La Casa de Pascualita, un maniquí que
conmocionaría a toda la ciudad. Propios y extraños se sorprendieron con él por
tener una imagen viviente y por el asombroso parecido con su
propietaria, la señora Pascualita Esparza Perales de Pérez, y con su hermana
Cuca. La influencia de las películas de misterio que se proyectaban en aquella
época influyó en el impacto causado.
Se decía que
era el cuerpo embalsamado de la hija de Pascualita. Ella nunca desmintió tales
versiones, mismas que luego de ser difundidas de boca a boca, fueron publicadas
por los diarios de la ciudad. Estas publicaciones eran afanosamente buscadas
por la misma Pascualita, quien las exhibía en el aparador de Chonita, como
originalmente bautizaron a la figura, por haber llegado el día de la
Encarnación.
En un
auténtico imán se convirtió la leyenda de Chonita o Pascualita, como muchos le
llamaban. Fueron en verdad multitud las personas que, de la ciudad y de
diferentes partes del estado, en el transcurso de los días se aglomeraban en la
acera para analizar cada detalle de la figura femenina, la cual más que artesanía era una obra de arte. Hubo
días en que se reunió tanta gente frente el aparador que el tráfico vial de la
calle Libertad, lugar donde inició La Popular, llegó a suspenderse en varias
ocasiones.
Pascualita
recibía numerosas acusaciones por teléfono, la señalaban por ir contra la
moral; también hubo visitas a la tienda que, aprovechando el menor descuido,
clavaban las uñas en el rostro del maniquí, dejándole huellas que durarían por
décadas. Ante este comportamiento Pascualita optó por hacer público que no se
trataba de un cuerpo embalsamado.
Por ser un
maniquí de cera, con cabello, cejas y pestañas naturales insertadas una por
una, Chonita requería una serie de cuidados especiales, entre los que se cuenta
el baño con champú. En una ocasión llegaron a la tienda, ya ubicada en la
esquina de las calles Ocampo y Victoria, unos agentes judiciales con una orden
para hacer una investigación. Pascualita pidió a los policías que regresaran
después, porque Chonita se encontraba en su baño; con es razón los
investigadores acumularon más dudas e insistieron en el caso. Tanta fue la
insistencia, que el maniquí fue sacado, envuelto en una bata y con una toalla
cubriendo su cabello. Se les permitió revisar solo el rostro de cera donde
brillaban sus perfectos ojos de cristal. Sin una prueba para perseguir un
delito se marcharon, aunque dudosos. El hecho se difundió por los medios, lo
que acrecentó la leyenda.
Con el paso
del tiempo han surgido nuevas historias, como la de que el día de la boda de la
hija de Pascualita un animal ponzoñoso le cayó en la corona de novia, lo que
provocó que muriera en el mismo altar. Transida de dolor Pascualita, queriendo
inmortalizarla, la embalsamó para tenerla con ella en la tienda, vestida para
siempre de novia. Se dijo que camina por las noches y que se cambia sola, e
incluso que derrama lágrimas en cierta época del año.
En el libro El
comercio en la historia de la ciudad de Chihuahua, publicado por la Cámara
Nacional de Comercio en 1990, se da la versión de que, en uno de los viajes de
Pascualita a la Ciudad de México, acudió a la prestigiosa tienda El Puerto de
Liverpool, donde adquiría telas, azahares y ramos. Al salir del
establecimiento, unas personas estaban arreglando un maniquí cuya belleza la
cautivó, por lo que se devolvió para hablar con el gerente para que se lo
vendieran. El funcionario de Liverpool se excusó arguyendo que su venta sería
imposible, pues la escultural dama acababa de llegar de Francia y era la
novedad por su rostro y sus manos de cera. Pascualita insistió y casi suplicó,
pero la respuesta en cada ocasión fue cortés aunque firme: “No está en venta el
maniquí”. A la tesonera Pascualita le quedaba un último y desesperado recurso
para llevarse a Chihuahua el hermoso objeto: amenazó a su interlocutor con no
volver a surtir más telas de El Palacio de Liverpool si el maniquí no le era
vendido. El gerente hizo un rápido balance mental de todo lo que adquiría
Pascualita en cada temporada y en su decisión pesó más lo relacionado a ventas
que la belleza escultural, y además ganaría con la venta del maniquí. Así
Pascualita trajo a La Popular a su modelo profesional para cautivar a los
chihuahuenses.
El libro Leyendas
bárbaras del Norte dice que Chonita fue traída de París a pedido exprofeso
de Pascualita y se convirtió en punto de admiración entre los chihuahuenses que
curiosos día con día contemplaban aquel escaparate. Entre la admiración que
causaba entre el público se cuenta a un poderoso gurú que llegó de tierras
lejanas, el cual cuando pasó por el aparador se enamoró de inmediato de
Chonita: con sus vibras positivas y magia dio vida al maniquí. El gurú vivió
dos meses en la ciudad de Chihuahua y todos los días, al llegar las diez de la
noche, esperaba a Chonita en la calle Victoria para hacerse acompañar de tan
incomparable belleza. La llevaba del brazo y visitaban los mejores lugares de
entonces, lo mismo el Hotel Hilton que la Cafetería de la Esquina o el Casino
de Chihuahua.
Por el año de
1988 acudió a La Popular una mujer que platicó cómo hace años ella estaba en la
esquina de la Ocampo y Victoria frente a la figura, en ese momento llegó su
novio, que era extremadamente celoso, y le disparó. Lo último que vio ella al
ir perdiendo el sentido fue el rostro de Pascualita, como llamó al maniquí.
Despertó después en el hospital con la certeza de que había sido ella quien la
había salvado, por lo que desde entonces le reza en gratitud por milagro.
Un sábado por
la tarde en el año de 1993, se oyeron frente al aparador los acordes de un
conjunto norteño que un admirador de la bella figura le llevaba para que no se
sintiera tan sola. La música duró más de dos horas, lo que provocó la
aglomeración de muchos curiosos quienes acompañaron al enamorado en su
serenata.
De la leyenda
de Pascualita se han realizado reportajes televisados a nivel local y nacional,
como el que se trasmitió el 25 de febrero de 1997 a nivel nacional en el
programa Primera edición, de Televisión Azteca. También ha aparecido en
periódicos mexicanos e internacionales, como el reportaje publicado por El
Sol Latino de Santa Ana, California, en su edición del día primero de
noviembre de 1989.
Actualmente
los alumnos de las escuelas de la ciudad y del estado acuden a La Popular para
pedir una copia de La Leyenda de Pascualita, la que es estudiada al tocar el
tema de las leyendas en la materia de Español.
Los
familiares de Pascualita hablan del particular sin que les moleste siquiera que
la gente continúe murmurando sobre lo que podría ser un acto antirreligioso de
Pascualita. Ante ello dicen: “Es una leyenda bonita, que tiene poco de base en
la realidad”. Para ellos es una gran satisfacción que se recuerde a su tía
Pascualita.
Pascualita
Esparza de Pérez ha pasado a mejor vida y a casi siete décadas de la llegada
del maniquí la leyenda forma parte de la vida diaria de los chihuahuenses, que
la trasmiten de padres a hijos.
Versión
escrita: Jorge Luis González Piñón
Nota: Para escribir esta versión,
el ingeniero Piñón acudió a las siguientes fuentes de información:
Pueblo de la ciudad de
Chihuahua, Chih., México.
Personal de La Popular, La
Casa de Pascualita, tienda ubicada en la esquina de las calles Ocampo y
Victoria de la ciudad de Chihuahua.
Reportaje realizado a
familiares de la señora Pascualita Esparza Perales de Pérez, publicado en el
periódico El Norte, ciudad de Chihuahua, miércoles 20 de abril de 1988,
página 1, sección C.
Reportaje publicado en el
periódico El Sol Latino, Santa Ana, California, miércoles primero de
noviembre de 1989, páginas 1 y 12.
Reportaje publicado en El
Heraldo de Chihuahua, Chihuahua, Chih., México, miércoles 24 de octubre de
1990, páginas 1 y 2, sección B.
El comercio en la historia de
Chihuahua,
Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo de Chihuahua, Consejo
Directivo 1898-1990, año de edición: 1991, páginas 321-324.
―Parra Orozco, Miguel Ángel: Leyendas bárbaras del Norte,
Servicios Informativos del Norte Editores, Chihuahua, México, 1995, segunda
edición, páginas 60-64.
El hombre que
quedó mal con Dios
Cuando aquello
sucedía otra vez, las ancianas de rostro arrugado y largas faldas negras
lanzaban un rosario de jaculatorias que, emanadas de la fe cristiana o
confeccionadas en su imaginación, no dejaban fuera del juego a ningún santo;
encendían veladoras y hacían ofrendas de palma bendita.
Los hombres
dejaban de lado el machismo y los temblores de la cruda para pedirle a
San Pedro que su sombra bendita los cobijara y a la Virgen de Guadalupe, por
mexicana y valiente le rogaban los acompañara en su caminar nocturno por los
cerros y veredas de Santo Domingo, a donde iban para sumergirse en los fosos y
socavones que en su duro trabajo les reservaban horas de calurosa humedad y
peligrosa penumbra.
Por su parte,
los niños emocionados o confundidos ante lo que escuchaban y veían, también
realizaban curiosas señas y pronunciaban conjuros mágicos, aprendidos en
sus pandillas o tomados de las narraciones, que a manera de cuentos les
elabora-ban sus madres o abuelas con una mezcolanza de hadas, duendes,
dragones, cuevas encantadas, gigantes y fantasmas.
Aquello, que en
público o en el seno hogareño se abordaba en voz baja, con terror o con respeto
casi religioso, ya constituía parte de la vida comunitaria. Y aunque se le
aceptaba como real e inevitable, también tenía el repudio general, pues hasta
se aludía a familias que, incapaces de soportar tal tipo de experiencias
calificadas como diabólicas, habían abandonado el pueblo.
La situación
horripilante estaba en el ambiente sin que nadie pudiese explicarla. Pero no
era cosa nueva, pues todos los habitantes, en diferentes épocas, ya la conocían
por boca de padres y abuelos. Había testimonios tangibles, como las tumbas en
el viejo camposanto, que aun en las visitas del dos de noviembre eran
esquivadas o contempladas con recelo porque en ellas reposaban los restos de
algunos que habían tenido la osadía, la temeridad, el valor o la peligrosa
intención de resolver el caso.
Se hablaba de
un tal Federico Castañeda que logró salvar la vida, pero quedó postrado y mudo
por el resto de su vida en un desvencijado camastro. Y de Fructuoso Gutiérrez,
a quien antes de aquello se le tenía como un campeón en eso de beber
sotol y seducir vecinas. Perdió la razón y tuvieron que llevarlo al manicomio
del Hospital Civil en la capital del estado, lugar del que ya nunca saldría.
Aquiles
Serdán, población minera que originalmente tuvo el nombre de Santa Eulalia de
Mérida, está situada a poca distancia de la ciudad de Chihuahua. Sus ricos
yacimientos de plata, plomo, zinc y algo de oro fueron descubiertos, según una
de varias versiones, por los gambusinos Juan de Dios Barba y Cristóbal Luján,
quienes se desplazaron desde la franciscana Nombre de Dios hasta los pelones y
filosos cerros de Santo Domingo, región en donde localizaron ricas vetas de
plata.
Otras
crónicas históricas señalan que en 1652 el fabuloso hallazgo lo hizo el capitán
español Diego del Castillo, quien poco pudo lograr en la apertura de minas y
explotación, por causa de las rebeliones indígenas.
En octubre de
1653 el también capitán Pedro del Castillo, hermano de Diego, reanudó las
labores, pero las abandonó al poco tiempo.
Existen
testimonios históricos de que finalmente Nicolás Cortés de Monroy fue quien, en
febrero de 1707, en sociedad con Eugenio Ramírez Calderón y Juan Holguín, hizo
los denuncios definitivos y estableció labores en grande, teniendo como centro
la mina que llamaron Nuestra Señora de la Soledad.
Santa Eulalia
de Mérida con sus bonanzas en diferentes puntos que fueron conocidos como
Chihuahua el Viejo, San Antonio el Grande, Galdeano, Mina Vieja y otros,
originó la necesidad de una localidad estratégica que fuese asiento de las
autoridades necesarias para el control laboral, así como la regularización de
los servicios públicos. Con ello surgió la famosa polémica que finalmente
resolvió con su voto de calidad el gobernador de la Nueva Vizcaya, don Antonio
Deza y Ulloa, y con ello parió a la ciudad de Chihuahua, antes
denominada primero Real de Minas de San Francisco de Cuéllar y luego Villa de
San Felipe El Real, hasta que el 19 de julio de 1823 obtuvo el título de
ciudad.
A más de
doscientos años de iniciada la explotación minera de Santa Eulalia (hoy Aquiles
Serdán) sus yacimientos no se rinden. La población está encerrada en un embudo
formado por cerros notoriamente rocosos y de vegetación rala. Lo que puede
considerarse el área urbana está dividida por un río que solo en tiempo de
lluvias registra un caudal digno de atención. Casas de diversos estilos,
tamaños y destinos se comprimen en las riveras, pero el crecimiento de la
población obligó a que las construcciones fueran escalando las laderas para
configurar una comunidad muy semejante a otros centros mineros.
Y es dentro
de la realidad histórica y el campo de la leyenda donde surge la figura de
ultratumba, el fantasma de El Curro, aparición cuyos orígenes suelen
situarse en los albores de la población con los indiscutibles amos españoles; o
tal vez por 1890, o más recientemente, en la posrevolución. El personaje
corresponde a la primera época y las apariciones se inician mucho después. Lo
cierto es que la leyenda prosigue. Y a pesar de que aquello ha perdido
continuidad y fuerza, permanece como una leyenda hermanada con fuertes lazos al
famoso mineral de Santa Eulalia. Por lo mismo aún en la actualidad hay ancianas
que lanzan rosarios de jaculatorias, encienden veladoras y queman palmas
benditas. Y hombres que le piden a San Pedro los ampare con su sombra protectora
y a la Virgen de Guadalupe los libre de verse frente al personaje macabro,
quien solo acarrea muerte, invalidez o demencia.
Esta leyenda
alude a las esporádicas apariciones de un extraño personaje que fue nombrado El
Curro, sin que pueda precisarse la época de su primera presentación ni
quién fue su primera víctima. La tradición lo remonta a muchas décadas, quizá a
fi-nales del siglo pasado o aún más recientemente hasta los años cuarenta del
siglo XX.
Elegidos para
tan poco deseable experiencia, según la leyenda, han sido los mineros que
cubrían los turnos de segunda y tercera, ya que por el horario que les
correspondía, caminaban rumbo a Santo Domingo o regresaban a Santa Eulalia en
horas nocturnas. Y era a su paso por las curvas de las empinadas veredas, en
los recovecos del camino o al cruzar los lechos de arroyos secos, donde El
Curro aparecía para proponerles un trato.
El relato
alude a un acaudalado minero español, quizá descendiente de alguno de los
caballeros que tomaron parte en la votación mencionada, cuando se decidió dónde
sería el asiento de lo que hoy es la hermosa ciudad de Chihuahua.
Imposible
saber nombre o apellido de El Curro, pero sí –y con detalles– su pecado.
El apodo de El
Curro surgió de las descripciones y relatos que hicieron quienes después de
la terrorífica experiencia tuvieron vida y alientos para hablar antes de morir,
enmudecer o perder la razón. Hablaban de una figura masculina, alta; un hombre
vestido con traje y capa negra, la tez fosforescente, la barba canosa, usaba un
sombrero raro sin ningún pare-cido a los que se usan aquí, y como detalle muy
notorio, sus piernas con botas acha-roladas no tocaban el suelo, levitación o
flotamiento que resultaba prueba irrefutable de que era un ser del más allá.
Voz
cavernosa, pausada, pero con tonos alternados de súplica y mandato: “Yo pecador
arrepentido que ha fallado ante Nuestro Señor Dios Jesucristo, por lo cual
sufro castigo de continuar penando en la tierra, ruego a vos que me escuches y
ayudes, hagas por mí lo que yo descuidé, corrijas el error que mi vanidad y
soberbia causaron. A cambio te revelaré dónde guardé gran parte de mis riquezas
cuando sentí que la muerte se acercaba. Yo, ayer hombre ingrato y hoy alma en
pena, juré a Dios Nuestro Señor enviar al Santo Padre de Nuestra Madre Iglesia
Católica, Apostólica y Romana un donativo, si Su Santidad intercedía ante la
Divina Providencia para recobrar mi salud. Dios me concedió tal gracia. Pero
cuando a los pocos días me sentí fuerte, sin dolores, sin temores, agobios ni
angustias, reanudé mis trabajos y dejé correr el tiempo, pues no es lo mismo el
sufrir que el gozar. Por sentirme bien, falté a mi palabra y merecí castigo,
pues los males, que antes comenzaron con aviso corporal y avanzaron lentos,
regresaron fulminantes y en minutos cortaron mi vida. Muchos años ha ten-go
esta pena y este vagar que impide el alcanzar mi alma la gloria y el reposo.
Dame tu ayuda, cumple por mí y tendrás mis riquezas hoy ocultas”.
En los años
1943 y 1944 revivió el rumor de nuevas y frecuentes apariciones de El Curro.
Sin embargo, los efectos no fueron tan impactantes. El miedo era menos sólido y
con brotes de incredulidad, escepticismo y hasta burla. La leyenda perdía
fuerza y dio paso a juegos y aventuras de chamacos. Numerosos muchachos que
cursaban los grados quinto y sexto de las escuelas El Ranchito y las conocidas
como De Arriba, De Enmedio y De Abajo comenzaron a formar grupos armados con
piedras, palos, resorteras y uno que otro rifle de municiones y les dio por
hacer incursiones nocturnas por las veredas, hondanadas y arroyos para invocar
a gritos y con palabrotas, “¡Ven, pinche Curro!”. Muy seguros de que ellos
podrían enfrentar al fantasma, de que ellos sí tendrían valor para atender la
petición del alma en pena, arremangar con la fabulosa riqueza y darse por
muchos años una vida placentera a la salud de aquel español, quien por su
vanidad y soberbia olvidó su promesa hecha al Eterno y sin más quedó mal con
Dios.
Versión
escrita: Óscar W Ching Vega
Nota de Ching Vega: Esta
leyenda ha sido trasmitida por varias generaciones entre los habitantes de
Aquiles Serdán (Santa Eulalia). Durante mi niñez la escuché muchas veces y con
variaciones, contada por mineros y gambusinos que formaban la clientela fija o
esporádica de la tienda de abarrotes que mis padres tenían. El tema era muy
socorrido en todo tipo de reuniones. Muchos ancianos mencionaban nombres de
personas (todas ya fallecidas) a quienes se les había aparecido El Curro,
antes temido y luego solo famoso.
En Aquiles Serdán cursé hasta
el quinto año de primaria. En la escuela, los maestros nos encargaban
composiciones con el tema de El Curro y luego nos explicaban lo que eran
las tradiciones, las consejas y las leyendas.
Como es fácil suponer, no hay
testimonios históricos sobre este asunto. Quizá el acaudalado español existió
y, como suele suceder a la muerte de personas prominentes, surgieron del suceso
historias de diversa índole, mismas que se fueron transformando para dar lugar
a narraciones fantásticas. De cualquier forma, la leyenda de El Curro
está arraigada desde hace muchas generaciones a las crónicas y a la historia
del famoso mineral.
El Rosario y la
sotana sin cabeza
Aquella tarde
polvorienta de abril, en el año de 1811, hizo su funesta entrada a la Villa de
San Felipe El Real de Chihuahua el batallón dirigido por el brigadier don
Nemesio Salcedo, que conducía los desafortunados pero heroicos insurgentes. La
noticia corrió por los barrios de la población, como lo eran los de La Hacienda
de Torre, el de Nuestra Señora de Guadalupe, barrio de Obrade y Loma, La Canoa
y Loma, barrio de los señores Urangas y Carnicería, así como la calle del
Diezmo y Del Correo. Todo este era el entorno del que se componía aquella Villa
de San Felipe, pero vinieron curiosos de San Gerónimo, del pueblo de Nombre de
Dios y de otras rancherías cercanas.
Desde Acatita
de Baján, lugar que se encuentra cerca de Monclova, Coahuila, los traían a pan
y agua bajo torturas continuas, después de que fueron traicionados por un
individuo de apellido Elizondo. Junto con el presbítero Miguel Hidalgo y
Costilla venían también prisioneros Ignacio Allende, Mariano Jiménez, don
Mariano Hidalgo, hermano de don Miguel, y unos cuarentaicinco hombres más, sin
tomar en cuenta que en el lugar de los hechos fueron sacrificados algunos
sacerdotes y otros hombres que ofrendaron su vida por la independencia
nacional.
La prisión se
encontraba en donde estuvo ubicado el Colegio de Jesuitas; en ese lugar estaban
la iglesia de Nuestra Señora de Loreto y el Hospital de la Villa. Tenía dos
patios con pasadillo y en medio de ellos una capilla llamada de San Pedro
Apóstol. Todo esto se hallaba en lo que hoy son el Palacio Federal, el de
Gobierno, el de Justicia y la Plaza Hidalgo, antes llamada Plaza de los
Ejercicios. En ese patio fueron ejecutados los más de cuarenta hombres, que
compartieron ese ideal de libertad, entre mayo y julio de 1811. En ese lugar,
por intrigas de la Santa Inquisición y malos manejos del Santo Oficio, murió
mucha gente inocente.
Entraron a la
Villa de San Felipe como si fueran viles delincuentes, llevando grilletes y
cadenas en sus pies. El ruido de los eslabones rompía el silencio sepulcral
aquella tarde en que llegaron, además se percibían los discretos murmullos que
eran como un grito ahogado en la desesperación. A la población en su totalidad
se le prohibió mostrar la más mínima expresión de piedad y simpatía, quien lo
hiciera sería considerado traidor a la Corona Española y sufriría las
consecuencias.
El nefasto
Salcedo, servil e incondicional de los gachupines, condujo a los prisioneros
hasta el interior del patio del lugar ya mencionado. Los recibieron un español
de nombre Juan José Ruiz de Bustamante, el abogado Rafael Bracho y otras
personas de muy desagradable memoria. En la prisión también fueron recibidos
por el capitán Pedro Armendáriz, quien dos meses después habría de dirigir el
pelotón de fusilamiento que ejecutaría al Padre de la Patria. Armendáriz a su
vez los entregó a un cura de apellido Irigoyen y a un señor que en ese tiempo
tenía mucha fuerza política, de nombre Alejo García Conde. Este fue el breve
diálogo entre García Conde y el capitán Armendáriz:
—La gracia de
Dios sea con vos, la Virgen os guíe en el juicio de estos insensatos, infieles
e impíos prisioneros que dejo en vuestras sabias manos.
—Buena y
excelentísima misión de valerosos hombres y caballeros la de hacer presos a ese
puñado de traidores.
Estas fueron
las palabras de los serviles de la Corona. Al escuchar esto, el padre Miguel
Hidalgo aga-chó la cabeza y contuvo el impulso de vomitar ante tanta
desvergüenza.
Entre
aquellos hombres se encontraba un joven servidor de la iglesia parroquial (el
templo que actualmente es la Catedral de Chihuahua), Justo María Chávez
Aguilar, seguidor silencioso de los ideales del benemérito sacerdote. Al ver a
don Miguel Hidalgo, Chávez Aguilar se acercó lleno de admiración y respeto, en
su mano derecha depositó un Rosario sevillano de carey con un crucifijo de oro.
El cura de Dolores lo recibió agradecido y le dijo:
—Gracias,
hijo, por ser un hombre de buena voluntad.
Justo María
Chávez Aguilar, en el fondo de su noble alma, tenía la esperanza de que el
gobierno de la Nueva España, en vía piadosa, mandara un mensaje perdonando la
vida a Hidalgo por su investidura sacerdotal.
Justo María
llevaba una entrañable amistad con don Melchor Guaspe, bondadoso caballero
español. Don Melchor había sido navegante y por ello se le había comisionado
para subir las campanas de la iglesia parroquial. Acostumbrado a elevar grandes
cañones en los navíos, además de ser campanero encargado de dar la hora y
colaborador cercano del alcaide mayor, también fue el alcaide responsable del
cura Hidalgo en la cárcel. Con estas amplias referencias, don Melchor tenía
todo el acceso a don Miguel Hidalgo, por lo que le daba oportunidad a Justo
María de visitar al Padre de la Patria.
Contaba Justo
María que siempre que lo iba a ver, encontraba a Hidalgo orando en silencio, en
actitud de contemplación, con su Rosario entre las manos. El rostro del
sacerdote reflejaba una paz absoluta, aunque para don Miguel fueron meses de un
gran dolor al saber cómo los malditos sicarios iban eliminando a sus amigos y
fieles seguidores. Cada día lo torturaban en su corazón diciéndole con todo
cinismo a quién habían fusilado y hasta describiéndole la expresión de dolor de
la víctima y la cantidad de balazos recibidos en su cuerpo.
Un domingo,
Justo María, al salir de la misa que ofreció el padre Granados, se encaminó
hacia la cárcel, ocultando entre sus ropas unos dulces envueltos en papel. Eran
unas melcochas que le gustaban mucho al padre Hidalgo. Era quizá el domingo más
triste en las páginas de nuestra historia nacional, por ser el último en la
existencia de Hidalgo. Batallando y arriesgando su vida, Justo María Chávez
Aguilar llegó hasta la celda de don Miguel y estuvo con él hasta la madrugada,
en una larga conversación. Al entrar Justo María, el cura Hidalgo lo recibió
con un emocionado y fraternal abrazo, y luego le dijo:
—¿Cómo te
arriesgas de esta forma a venir hasta donde estoy como un convicto? Estoy
condenado a morir. Al estar aquí conmigo corres la misma suerte, si llega a
saberlo el brigadier Salcedo.
Más adelante,
habló con las siguientes palabras: “Estoy seguro que tú, Justo María, hubieras
sido uno de los más valientes oficiales de nuestra causa. Tal vez si te fueras
al sur con el padre Morelos. Pero es difícil, porque el mismo padre Morelos
está rodeado de traidores que tarde o temprano lo conducirán a un destino igual
que el de mis compañeros y mío. Mira, Justo María, tu causa no ha de ser las
armas, tu causa ha de ser la cultura y el despertar de todos nuestros hermanos
esclavizados por los gachupines desde hace tres siglos”.
El 27 de
julio de 1811, Miguel Hidalgo fue degradado, el acto se llevó a cabo en el
Hospital Real, el padre franciscano José María Rojas fue su confesor. El lunes
30 de julio, a las cinco de la mañana, Hidalgo tomó su último desayuno, una
taza de chocolate y pan duro, estuvo orando y a las seis fue llevado a la
capillita de San Pedro Apóstol y luego al lugar donde habría de ser fusilado.
Antes de su cruel ejecución, se dirigió a donde estaban los soldados del
pelotón y les repartió los dulces que un día antes e llevara Justo María Chávez
Aguilar. Enseguida le cubrieron los ojos y fue fusilado a las siete de la
mañana. El pelotón fue dirigido por el capitán Pedro Armendáriz, quien después
le ordenó a un tarahumara, quien vivía en aquel lugar, que le cortara la cabeza
al cuerpo de Hidalgo. Este fue sepultado en la capillita de San Antonio de
Padua, ya cercenado de la cabeza.
El Rosario de
Sevilla anduvo en manos de muchos clérigos, hasta que fue recuperado por el
Archivo Histórico del Estado, de donde se extravió durante el incendio del
Palacio de Gobierno en 1940, un sábado a las tres de la tarde.
El Rosario
fue toda una leyenda. Dicen que José de Jesús Ortiz, primer obispo de
Chihuahua, lo encontró en su buró extrañamente y lo conservó con mucho cariño,
sin conocer su origen. Después al obispo Nicolás Pérez Gavilán le apareció en
su lecho, una vez que se encontraba muy enfermo. Luego un fraile franciscano lo
encontró en el lugar donde estuvieron, hasta 1823, los restos sin cabeza del
padre Hidalgo.
Entre las
calles 17 y Juárez, junto a donde hoy está la casa mortuoria de Funerales
Hernández, se encontraba una panadería en los años veinte y treinta. La
panadería se llamaba La Espiga de Oro y era propiedad del señor Ruperto Rubio.
Cuenta Roberto Licón Rubio, sobrino de Ruperto, que cuando él era niño se veía
por las noches salir del Templo de San Francisco una sotana negra muy lúgubre
que se deslizaba hasta los patios de la panadería, donde estaba la cochera.
Allí los animales que jalaban los coches se ponían frenéticos, muy asustados,
pues veían que atravesaba las paredes la sotana de un cura sin cabeza. De niño
no comprendía lo que pasaba, pero ahora que hemos conversado me cuenta que
algunas señoras que iban a misa muy temprano decían que la noche anterior, en
las márgenes del río Chuvíscar, no pararon de ladrar los perros y hacía un
viento muy feo. La razón era que el alma en pena de un sacerdote vagaba por las
noches, durante los meses de julio y agosto. Hoy es solo una leyenda. Hoy la
modernidad se ha llevado a los fantasmas al lugar donde quizá en paz descansan.
Versión
escrita: Luis Carlos Arriola Chávez
La sierpe de
Nonoava
El río
bramaba embravecido después de haber aumentado sus aguas en un cuatrocientos
por ciento. La gente que vivía a la orilla, allá por el barrio de Los Moros,
como Neto Sáenz y el Chapo Aureliano, Quica Gutiérrez y Poldo, Chando Lozano y
otros de más allá, como los de las familias Caro, de la tierra blanca hacia
arriba, sabían que tendrían ya listas las sogas y preparados los ganchos para
arrebatar al torrente, desde esa misma noche, trozos, leña, canoas, postes y
cuanto de utilidad trajera arrastrando a su paso desde Bahuara, Santo Cristo y
otros lugares. De esta manera estaría asegurado por un buen tiempo el
abastecimiento de la leña, combustible para las estufas de uso casi
generalizado en esos tiempos.
Era uno de
tantos días lluviosos en que los arroyos descargaban furiosamente en el río las
aguas recogidas de otros arroyos y éstos, a su vez, de los más pequeños, hasta
lograr que crecieran en forma considerable; formándose así las ya de por sí
grandes olas, admirables montículos que se formaban, retadores, principalmente
en la otra banda del arroyo, San Lázaro, El Arco y La Tenería.
El caudal del
río Serrano, Humariza o Nonoava, según sus diferentes denominaciones, se une en
La Junta en perenne alimentación al Conchos. Y la historia de la recolección de
leña se repite quizás en Río Grande, en Agua Caliente, en Plan de Álamos y en
quién sabe cuántos lugares más. Pero este no es el punto ahora.
Don Jesús
“Chu” Moreno, hombre ampliamente conocido por los lugareños debido, entre otras
cosas, a su gran estatura, que competía en esto con el finado Fano Martínez o
con Tino Largo, habría de ser testigo de lo que en el pueblo fue motivo de
comentarios, a partir de una fecha perdida ya en el tiempo.
Esto sucedió
en Río Grande, en la loma de Prisciliano Hernández o en alguna otra, no se sabe
con exactitud, a finales de los sesenta o a principios de la siguiente década
del siglo XX.
Un buen día
–o una regular mañana o una mala tarde, como usted guste tomarlo– don Chu
admiraba lo que tantos años había llamado su atención a lo largo de su vida, es
decir, el río crecido. Con la vista zigzagueante hasta donde alcanzaba a
apreciar, buscaba reconocer alguna forma en el furioso raudal. De pronto fijó
atónito su mirada en un retorcido y relativamente grueso troncón, huésped
momentáneo en el trecho del río, fugitivo que había sido arrojado de algún
lugar irreconocible.
Con sorpresa,
pero también con un escondido regocijo por ser el único testigo ocular, alcanzó
a ver cómo una serpiente con características poco comunes daba vueltas sobre sí
misma, juguetona, y cómo se situaba a veces delante y a veces detrás,
persiguiendo y esperando en algo así como una divertida carrera contra el palo.
Aquella bestia acuática fue denominada desde entonces, hasta donde se alcanza a
recordar, como La Sierpe.
Pero no era
aquélla una serpiente común; no, señores. La Sierpe medía como veinticinco
metros de largo y cuarenta y tantos centímetros de grueso. El color de su piel,
antes de cambiarla como la mayoría de las serpientes, podía apreciarse entre
verde, amarillo y café con unos puntitos blancos, lo cual la hacía aparecer
como algo único en el reino de la naturaleza nonoavense y tal vez de lo más
intrincado de las alejadas selvas del mundo.
Añadía don
Chu a su historia que en sus remolineados movimientos La Sierpe arrojaba agua a
diestra y siniestra. Este detalle habría de provocar –en las vespertinas
tertulias del billar del Chapo Gilberto, en las resolanas de la esquina y aún
en los reservados mientras se celebraban interesantes partidas de
malilla– acaloradas discusiones acerca de si el extraño ser era sierpe o
cocodrilo.
El argumento
de unos era que el agua arrojada solo podía ser posible porque el animal tenía
patas; otros defendían la hipótesis de los coletazos por sobre la de las patas;
unos terceros se atrevían a proponer la presencia de ambas características. Y
no faltaron unos últimos que aclaraban parsimoniosamente que era necesariamente
un chan, animal conocido solo por los que se dedican a la poco productiva
actividad de la pesca, al norte y al sur del río.
Por sí o por
no, ni tardo ni perezoso y obedeciendo a un rasgo instintivo de su
personalidad, echó mano don Chu de su cachalota con calibre cuarenta y cinco, y
vació un cargador y medio en el punto exacto de la aparición. Nunca supo, ni el
día de su infortunado deceso, cuántos plomos logró incrustarle a la sierpe.
Extraño
adefesio, dirán los estudiosos de lo estético y partidarios de lo bello en
Nonoava; horripilante criatura, según el refinado gusto de los niños. Lo cierto
es que hasta el momento de escribir estas líneas La Sierpe no ha acumulado el
suficiente historial como para catalogarla de mala. Es más: a su paso río abajo
rumbo a Los Ciríacos no ocasionó daño alguno, para desaliento de morbosos y
beneplácito de la mayoría.
Dicen que La
Sierpe fue vista en esos mismos días cuando salía del agua a tomar el sol.
Quienes la avistaron pudieron constatar que efectivamente era muy larga, dando
pie a especulaciones acerca de su origen. Una primera tanda afirmaba que
siempre ha habitado en los grandes y profundos charcos. Los que siguen en
número contaban que llegó con la creciente, gracias a que fue desalojada
violentamente por el repentino aumento de las aguas en aquella temporada de
lluvias.
Una vez que
el caso fue difundido por don Chu, pudo comprobarse que ese día hubo otros
testigos para corroborar el suceso. Los datos fueron más o menos los mismos, lo
que intentó ser una exclusiva pronto anduvo en boca de todos. No obstante, la
autoría del relato siempre le ha sido respetada a don Chu Moreno.
Desde
entonces, cada que el río crece y la gente de la rivera se apresta a lazar o
ganchar la leña que va a servir para el uso doméstico, la historia es
recordada.
Y más de uno
escudriña constantemente en el horizonte del río, allá por la casa de Nato
Villalobos, con la esperanza de ver aparecer la impresionante largueza de La
Sierpe, que por cierto nunca ha vuelto a ser vista, mucho menos por don Chu,
quien descansa ya en los eternos jardines.
Versión
escrita: Humberto Quezada Prado
Nota de Humberto: La
información acerca de esta leyenda fue recogida de fuentes orales en el pueblo
de Nonoava, al suroeste del estado de Chihuahua. El protagonista del relato se
llamaba Jesús Moreno, señor ampliamente conocido en el poblado. Los nombres de
las personas y de los lugares son los verdaderos, los sitios en realidad
existen, lo cual puede corroborarse. En cuanto a las personas mencionadas,
algunas ya han fallecido.
Notas sobre
los autores de estas nueve versiones escritas
Luis Carlos Arriola Chávez nació en la ciudad de Chihuahua el 11
de mayo de 1952. Pertenece a la Sociedad Chihuahuense de Escritores y ha
publicado ensayos y relatos en la revista Letras y algo más. Tiene dos
libros inéditos, uno de cuentos y otro de poesía.
Óscar W. Ching Vega nació el 21 de marzo de 1933 en la ciudad de
Chihuahua, estudió el bachillerato en el Instituto Regional e inició una
brillante carrera como periodista en 1950. Trabajó en todos los periódicos del
estado de Chihuahua y fue corresponsal en Europa para dos agencias
internacionales de noticias. Es autor de cuatro libros: La última cabalgata
de Pancho Villa (1976), Un beduino en las noticias (1979), Brigadier
Felipe de Neve, ilustre y olvidado fundador de Los Ángeles, California (1983)
y Los perros de Creel (1991). El famoso reportero murió en a finales de
enero de 2001.
René Gómez Esparza nació en Santa Bárbara el 28 de mayo de 1944,
es profesor de historia en la secundaria de San Francisco del Oro y fue maestro
en la Normal Superior de Durango. Ha colaborado como escritor en El Sol de
Parral y es autor del libro Monografía de Santa Bárbara. Tiene
inédito el libro Historia de Santa Bárbara.
Jorge Luis González Piñón nació en la ciudad de Chihuahua en
1961, es ingeniero agrónomo administrador, egresado del Tecnológico de
Monterrey con dos maestrías, una en administración y otra en finanzas. Ha
ejercido su profesión en los sectores financiero y comercial.
Armando Gutiérrez Mares nació en Chihuahua en 1934, es ingeniero
químico egresado de la Unam, tiene
un posgrado en administración de empresas. En 1988 se inició en la literatura
escribiendo para La Gaceta de Tequisquiapan, en Querétaro. En Radio
Universidad produjo un programa titulado Área vital, escribió cada
semana durante dos años en un periódico de la ciudad de Chihuahua una columna
sobre naturaleza y salud. Es maestro de yoga, consultor en administración de
negocios y autor del li-bro No era el mar, publicado en febrero de 2001
por la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Zacarías Márquez Terrazas nació en Teméychi, un pueblo del
municipio de Guerrero, Chihuahua, el 5 de noviembre de 1933, estudió secundaria
y bachillerato en el Instituto Regional y es egresado de la Escuela de
Filosofía y Letras de la Unam;
durante 30 años fue profesor en escuelas de varias partes del país. De 1983 a
1989 fue cronista de la ciudad de Chihuahua. Es autor de 14 libros, entre ellos
Chihuahuenses ilustres (biografías, dos tomos), Terrazas en su siglo,
Satevó, periodo colonial, Memoria del Papigóchic, Origen de la Iglesia en
Chihuahua y Pueblos mineros de Chihuahua.
Eva Muñoz nació en Temósachic, Chihuahua, es maestra de primaria,
ganó el Premio Nacional de Literatura que otorga la Secretaría de Educación
Pública, ha escrito en Novedades de México y en revistas del Imss. Es coautora junto con Aída
Samaniego del libro de relatos Del mismo árbol, publicado en 1999 por la
editorial Doble Hélice.
Humberto Quezada Prado nació en Nonoava en 1959, es profesor, ha
dado clases en escuelas pri-marias, en la Normal Superior y en el Centro de
Actualización del Magisterio. Ha escrito en el periódico Novedades de
Chihuahua y es autor de tres libros: Nonoava, historia desde lejos,
Trilla de leyendas e Interpelación a mis maestros.
César Imerio Salazar Amaro nació en Delicias el primero de junio
de 1938, estudió en el Instituto Científico y Literario, en la Normal del
Estado, en la Normal Superior José Medrano y en la Universidad Pedagógica
Nacional. Ha sido profesor de primaria, secundaria y preparatoria y fue
director de la Escuela Luis Pasteur.
Índice
Introducción
La dama
elegante
Puños de oro
El Chato
Nevárez
El violín de
don Anatolio
Oro y plata
La hija de
Pascualita
El hombre que
quedó mal con Dios
El Rosario y
la sotana sin cabeza
La sierpe de
Nonoava
Notas sobre
los autores de estas versiones escritas

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