Ponencia
Por Guadalupe Ángeles
Abrir y cerrar
la puerta del pasado. Como si se pudiera. Como si llenarse de vergüenza fuera
imposible. No lo es. Creí que sí. Me causaba gracia hacerme la chistosa. Mi
amiga profesora seguramente no me creyó capaz de tanto. No quiero ni saber qué
habrá comentado con sus colegas, supongo que mi estilo en el vestir, entre esos
comentarios, no fue el más importante, aunque yo qué culpa tengo de ser de
naturaleza jocosa y jipi, lo siento, lo traigo en la sangre.
Escribo desde
la Secundaria, fue allá, en esas aulas, donde cientos de niños ingresábamos a
una extraña madurez sin mucho sentido, atorados entre la más franca
irresponsabilidad y una pulsión cada vez más intensa de convertirnos en
personas independientes.
Fue allá,
donde el futbol era de verdad impresionante, contemplado por las chicas que
fuimos, admiradas de esa necesidad de establecer cada equipo su fuerza ante
nuestras miradas que se detenían en el ensortijado cabello de ese niño que lo
único que tenía de especial era su sonrisa, cuando quizá él deseaba ser visto
por su desempeño en el deporte.
En fin, fue
allá, en aquellas aulas donde mi querida maestra de Español me quitó un pequeño
espejo de mano en el que observaba con una atención casi científica cómo
cambiaba el color de mis ojos al contacto con la luz del sol.
No supo que al
llevarme al conocimiento de la escritura también encontré ahí una manera de
verme; así que tratar de saber de mí a través de lo escrito, me ha funcionado
bien, al menos eso creo. Tengo muy poco temor de ser franca, mucho menos que
otras personas que conozco, no sé si debérselo a la literatura o a un rasgo de mi
carácter.
He pensado
siempre que todos creemos ser modelos de comportamiento, así lo imaginamos,
firmemente. Que nadie nos venga a decir que no somos los mejores en lo que
hacemos. Acaso una mirada que duda, pero nunca la nuestra sobre nuestros
propios haceres. ¿Autocrítica? Eso, supongo, es igual que un caballo con alas o
con un cuerno en la frente.
En fin, esa
certeza, de lo buen personaje que puedo ser de mi propia historia, me llevó al
atrevimiento de presentar un texto en primera persona al Congreso en el que se
rendía homenaje a una de las dos grandes escritoras de mi Patria. Aunque,
claro, tuve a bien aderezarlo con los conocimientos recientemente adquiridos en
mi paso por aquella dependencia del gobierno en la que era pan de cada día
toparnos con delitos de reciente cuño, entre otros: violencia familiar,
violencia vicaria, delitos contra la dignidad de las personas, violación a la
intimidad sexual, y un cúmulo de otras yerbas que me dieron, según yo, nuevas
luces para entender el fenómeno que llevó a la escritora homenajeada a vivir en
el exilio durante muchos muchos años.
De modo que me
lancé a comunicar ese novísimo punto de vista en un breve escrito salpicado
también con un guiño un tanto ridículo y banal, de no ser porque resultó una
catástrofe, un pensamiento –según yo chusco—hecho realidad.
Ningún hombre
en el poder –o sus subalternos– tiene sentido del humor. Lo comprobé y desde
acá (¿podría llamarse exilio también esta larga “vacación” en el jacal
maloliente desde el que pergeño esta especie de crónica sin sentido?)
Pero vamos por
partes. Viajé a aquella ciudad del sur muy quitada de la pena y muy contenta
con mi par de cuartillas en las que sugería que la historia vivida entre la
escritora de marras y el más egregio de los literatos de aquella época no fue
un idilio, sino un caso en el que las autoridades debieron haber procedido, solo
que entonces aquellos delitos todavía no habían sido tipificados como tales,
por lo que no hubo denuncia, aunque sí un escándalo de proporciones lo
suficientemente elefantiásicas para que pudiera ser cierto el chiste final de
mi “ponencia”, aunque ocurrió de forma no tan descarada.
Recuerdo haber
terminado la lectura de mi intervención en aquel congreso tan serio (ni tanto,
una ponente habló de los gatos de la escritora) con un chiste de lo más bobo.
Los oyentes quedaron mudos, no sé si espantados o solo incrédulos ante
semejante desfile de despropósitos.
Por la tarde
me fui a comer sola (misteriosamente me hicieron el vacío mi amiga profesora y
sus colegas), y al salir del centro comercial de aquella bella ciudad, mientras
cruzaba el estacionamiento, sentí que me tomaban de un brazo con brusquedad, al
tiempo de cubrirme (alguien, no sé quién) la cabeza con un trapo rasposo. Claro
que grité, pero una mano puso sobre la tela que me cubría, a la altura de mi
boca, un líquido de olor desagradable y perdí la conciencia.
Llevo en este
jacal varios días, apenas un poco de agua me han dado. Recuperé la conciencia,
nadie habló conmigo, un anciano sin decir palabra entra por la puerta de madera
roñosa, deja un jarro de agua sin siquiera mirarme, ignora mis preguntas, ni
las lágrimas verdaderas ni las súplicas falsas sirven para que al menos me vea
de soslayo.
Hoy, entró una
señora muy correcta y me dio pluma y papel, con voz suave y gran seriedad,
dijo: “Veamos si escribes algo ahora que te saque de aquí. Ya habrás entendido
que tu porquería esa, el bodrio que leíste en el congreso te trajo a este hotel
de lujo”.
No sé cuántas
horas han pasado desde que terminé de escribir este apunte desvencijado. No sé
si volverá la mujer correcta. La única certeza que tengo es la de no volver a
contar ningún chiste en toda mi vida.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.

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