viernes, 7 de noviembre de 2025

Ponencia


 

Ponencia

 

Por Guadalupe Ángeles

 

Abrir y cerrar la puerta del pasado. Como si se pudiera. Como si llenarse de vergüenza fuera imposible. No lo es. Creí que sí. Me causaba gracia hacerme la chistosa. Mi amiga profesora seguramente no me creyó capaz de tanto. No quiero ni saber qué habrá comentado con sus colegas, supongo que mi estilo en el vestir, entre esos comentarios, no fue el más importante, aunque yo qué culpa tengo de ser de naturaleza jocosa y jipi, lo siento, lo traigo en la sangre.

Escribo desde la Secundaria, fue allá, en esas aulas, donde cientos de niños ingresábamos a una extraña madurez sin mucho sentido, atorados entre la más franca irresponsabilidad y una pulsión cada vez más intensa de convertirnos en personas independientes.

Fue allá, donde el futbol era de verdad impresionante, contemplado por las chicas que fuimos, admiradas de esa necesidad de establecer cada equipo su fuerza ante nuestras miradas que se detenían en el ensortijado cabello de ese niño que lo único que tenía de especial era su sonrisa, cuando quizá él deseaba ser visto por su desempeño en el deporte.

En fin, fue allá, en aquellas aulas donde mi querida maestra de Español me quitó un pequeño espejo de mano en el que observaba con una atención casi científica cómo cambiaba el color de mis ojos al contacto con la luz del sol.

No supo que al llevarme al conocimiento de la escritura también encontré ahí una manera de verme; así que tratar de saber de mí a través de lo escrito, me ha funcionado bien, al menos eso creo. Tengo muy poco temor de ser franca, mucho menos que otras personas que conozco, no sé si debérselo a la literatura o a un rasgo de mi carácter.

He pensado siempre que todos creemos ser modelos de comportamiento, así lo imaginamos, firmemente. Que nadie nos venga a decir que no somos los mejores en lo que hacemos. Acaso una mirada que duda, pero nunca la nuestra sobre nuestros propios haceres. ¿Autocrítica? Eso, supongo, es igual que un caballo con alas o con un cuerno en la frente.

En fin, esa certeza, de lo buen personaje que puedo ser de mi propia historia, me llevó al atrevimiento de presentar un texto en primera persona al Congreso en el que se rendía homenaje a una de las dos grandes escritoras de mi Patria. Aunque, claro, tuve a bien aderezarlo con los conocimientos recientemente adquiridos en mi paso por aquella dependencia del gobierno en la que era pan de cada día toparnos con delitos de reciente cuño, entre otros: violencia familiar, violencia vicaria, delitos contra la dignidad de las personas, violación a la intimidad sexual, y un cúmulo de otras yerbas que me dieron, según yo, nuevas luces para entender el fenómeno que llevó a la escritora homenajeada a vivir en el exilio durante muchos muchos años.

De modo que me lancé a comunicar ese novísimo punto de vista en un breve escrito salpicado también con un guiño un tanto ridículo y banal, de no ser porque resultó una catástrofe, un pensamiento –según yo chusco—hecho realidad.

Ningún hombre en el poder –o sus subalternos– tiene sentido del humor. Lo comprobé y desde acá (¿podría llamarse exilio también esta larga “vacación” en el jacal maloliente desde el que pergeño esta especie de crónica sin sentido?)

Pero vamos por partes. Viajé a aquella ciudad del sur muy quitada de la pena y muy contenta con mi par de cuartillas en las que sugería que la historia vivida entre la escritora de marras y el más egregio de los literatos de aquella época no fue un idilio, sino un caso en el que las autoridades debieron haber procedido, solo que entonces aquellos delitos todavía no habían sido tipificados como tales, por lo que no hubo denuncia, aunque sí un escándalo de proporciones lo suficientemente elefantiásicas para que pudiera ser cierto el chiste final de mi “ponencia”, aunque ocurrió de forma no tan descarada.

Recuerdo haber terminado la lectura de mi intervención en aquel congreso tan serio (ni tanto, una ponente habló de los gatos de la escritora) con un chiste de lo más bobo. Los oyentes quedaron mudos, no sé si espantados o solo incrédulos ante semejante desfile de despropósitos.

Por la tarde me fui a comer sola (misteriosamente me hicieron el vacío mi amiga profesora y sus colegas), y al salir del centro comercial de aquella bella ciudad, mientras cruzaba el estacionamiento, sentí que me tomaban de un brazo con brusquedad, al tiempo de cubrirme (alguien, no sé quién) la cabeza con un trapo rasposo. Claro que grité, pero una mano puso sobre la tela que me cubría, a la altura de mi boca, un líquido de olor desagradable y perdí la conciencia.

Llevo en este jacal varios días, apenas un poco de agua me han dado. Recuperé la conciencia, nadie habló conmigo, un anciano sin decir palabra entra por la puerta de madera roñosa, deja un jarro de agua sin siquiera mirarme, ignora mis preguntas, ni las lágrimas verdaderas ni las súplicas falsas sirven para que al menos me vea de soslayo.

Hoy, entró una señora muy correcta y me dio pluma y papel, con voz suave y gran seriedad, dijo: “Veamos si escribes algo ahora que te saque de aquí. Ya habrás entendido que tu porquería esa, el bodrio que leíste en el congreso te trajo a este hotel de lujo”. 

 

No sé cuántas horas han pasado desde que terminé de escribir este apunte desvencijado. No sé si volverá la mujer correcta. La única certeza que tengo es la de no volver a contar ningún chiste en toda mi vida.

 


Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en ÁgoraEl FinancieroEl InformadorEl OccidentalLa Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y EspéculoPremio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.

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