miércoles, 3 de diciembre de 2014

Víctor Córdova: Chihuahua o el discurso activo de lo abyecto









Chihuahua o el discurso activo de lo abyecto

Por Víctor Córdova

El abierto sinsentido en que se ha enfrascado cada una de las culturas que ha hecho del discurso activo de lo abyecto su brújula y guía, no es sino la manifestación más ostensible de la manera equívoca en que noshemos apropiado del entorno.

Un paradigma heredado del siglo pasado nos ha hecho entender por progreso cierta forma de aniquilación.

Deambulamos por la vida engullendo todo lo que nos rodea y excretándolo –también de manera ostensible y deliberada– sin el mínimo reparo en ello. De la oportunidad de la convivencia hacemos el vesánico circo de la interacción violenta; violencia que se fundamenta en la negación del otro, de lo otro.

Para muestra de ello puede basarse uno en el ejemplo más común, pero, asimismo, más contundente –contundencia que resulta no solo de lo real e innegable de la situación, sino de lo terriblemente desagradable de la misma–: El vecino que en un acto abierto de desdén olímpico, se da a la tarea de hacernos saber sus gustos musicales y de imponérnoslos, gustos a veces apegados a la moda del narcocorrido, así como de hacernos saber de la manera más evidente posible lo orgulloso que está de ellos, confundiendo el escuchar música con el acto de elevar a niveles de estridencia el volumen del aparato reproductor de sonido donde alegremente deja correr las melodías que le hablan de sus héroes y sus anhelos.

La estridencia se convierte así en la impronta violenta de una especie de nihilismo no solo no filosófico, sino construido desde un ethos de innegable minimización del otro. Pensar en el postulado de Hobbes “El hombre es el lobo del hombre”, no resulta únicamente inevitable, sino digno de empezar a contemplar como fundamento de una nueva teoría de licantrofilia o licantrofobia, según sea el ángulo desde donde esto se aborde.

Licantrofilia si se piensa en la posibilidad de que a partir de este ethos de negación del otro, basado, entre otras cosas en la estridencia –no solo la estridencia del ejemplo en particular, sino la estridencia como práctica cultural–, no falte quien considere oportuno y adecuado mantener la confrontación como única forma de vida o bien, como la principal.

Licantrofobia, si a partir de la consolidación de semejante ethos, lo que emerge es una sensación de frustración y un terror tan grandes que llamen, a quien las experimenta, a mantenerse en una alerta de desconfianza considerablemente elevada.

Ya sea que acabe uno por amar esta condición lobezna, o por detestarla pero, a pesar de esto, aprestarse a vivir a la defensiva por causa de ella; ya sea que acabe uno por hacerse a su inercia y a sus reglas, o bien, por dejarse rebasar por la sensación de frustración, ira e impotencia que dicho estadio trae consigo, no asoma, en ninguno de estos casos, ni la más remota posibilidad de una panorama halagador o siquiera deseable.

Y esta situación violenta de constante ofensiva y de estridencia deliberada no solo se presenta como un ejercicio de relación entre semejantes, más allá de ello es la rúbrica con la cual sellamos varios de nuestros actos, incluyendo, desde luego, la relación con nuestro entorno.

A la par de movimientos cibermasivos, como la creciente insistencia por suspender y sancionar las corridas de toros –insistencia que, dada la vehemencia de su discurso, a veces da más la idea de tratarse de un acto colectivo de expiación que de una auténtica postura zoohumanitaria o neoecologista–, y de prácticas ultrahipócritas y anodinas –como la delimitación excesiva de áreas libres de humo de cigarro que varias instituciones oficiales promueven hasta la más absurda discriminación para alcanzar certificaciones que reflejen su incansable lucha por domesticar al hombre incauto y por liberar al aire de las emanaciones de tabaco, dejándole ese privilegio a los automóviles, a los que por cierto les rinden pleitesía sacrificando áreas verdes y espacios de esparcimiento que transforman en santuarios para vehículos, esos que llamamos estacionamientos-, se erige una cortina de estridencia visual y auditiva que encubre –para quienes están acostumbrados a dejarse cegar y ensordecer con facilidad– otro pernicioso discurrir: el del ecocidio real y ostentoso con el que nuestra ciudad se transforma día a día en una especie de círculo infernal que, de haberlo conocido, seguramente Dante ni por error hubiera decidido incluir en su obra más representativa, dado su antiestética y esquizofrénica apariencia.

El espacio principal al que hago referencia es la nueva periferia cuasi-clasemediera de Chihuahua capital. Espacios habitacionales denominados acertadamente fraccionamientos brotan de forma arbitraria en consonancia con el afán de crecer y expandirse de acuerdo con criterios alejados de toda concepción realmente sustentable. Acertadamente llamados fraccionamientos, porque en ellos no solo se distingue un trazo urbano –pésimamente planeado, por cierto– que implica un división por fracciones específicas donde los conjuntos habitacionales –cada vez más estrechos y más costosos– se acumulan uno junto a otro, sino porque dicha distribución se hace en detrimento del entorno, incidiendo en él de tal suerte que lo impacta de manera negativa al fraccionarlo tan burdamente; como se supone que Jack el descuartizador lo hacía con sus víctimas.

En un arranque de inocencia podría pensar alguien que esto sucede porque no se ha ejercido la tarea de avisar a Desarrollo Urbano del Estado y del Ayuntamiento lo insostenible que es a mediano y largo plazo este tipo de crecimiento. Sin embargo basta, para que la inocencia y la buena fe de este razonamiento se agoten, con que algún avezado en estas cuestiones, con conocimiento de causa, nos explique el origen de la dinámica real que genera dicha problemática: la corrupción –ese combustible inacabable de la cultura nacional y local, por no decir del modelo capitalista en general–.

“Cantidades importantes de dinero corren en los escritorios de quienes autorizan y supervisan semejantes proyectos; ¿te doy nombres?” –me dice alguien que sabe de lo que habla en estos casos en que el soborno dinamiza las decisiones políticas de cualquier índole.

Ante tal circunstancia, retorna entonces ese pensamiento molesto pero altamente confirmable en la práctica cotidiana de la urbanización local: la licantropía cultural que vivimos es tan contundente que en su hambrienta condición ha desatado una vorágine suicida. El hombre es el lobo del hombre… y de la tierra. Somos lobos para con nosotros mismos, no ha de extrañarnos que lo seamos también para con el entorno. Si no lobos, sí seres rastreros, como esas lombrices de jardín que por el extremo de la boca engullen la tierra para hundirse más y más en su centro, y por el otro extremo la excretan de manera inmediata. La diferencia sustancial es que dichos insectos en este acto fertilizan la tierra, le agregan sustancias benéficas para plantas y animales –incluidos nosotros, obviamente–.

Nuestro incidir en el entorno presenta con esta analogía una diferencia fundamental: nosotros excretamos lo que engullimos, convirtiéndolo en desecho inservible, en escombro. Un proceder abyecto enfila nuestros pasos hacia un futuro construido sobre capas y capas de un paisaje escombrado, derruido; hábitat donde germinan alegremente paradojas extrañas: consignas antitaurinas que pretenden demostrar que somos seres altamente éticos y responsables,así como reglamentos de moralidad estricta para arrinconar a los consumidores de tabaco en espacios tan reducidos como ciertos criterios institucionales, amparados en la contingencia de lo coyuntural, mientras nos movemos con base en la estridencia sonora que nace del coito entre dos fuerzas contundentes: la tecnología oriental materializada en aparatos electrónicos de sonido, y el vacío aterrador de los cráneos sujetos a cuerpos que deambulan por la vida en una inercia que el mercado y el crimen organizado dictan a manera de ética y estética, de hábito y gusto.

Visto así, no parece extraño que estén de moda series televisivas y sagas cinematográficas sobre zombis, sobre esas criaturas espectrales, hambrientas de carne viva, mientras ellos –los zombis– no son sino cúmulos de tejidos putrefactos, de carne muerta, animados por quién sabe qué extraña indolencia.

Su presencia grotesca y espectral empata bastante bien con la personalidad social y cultural que nos define actualmente. Insensibles a causa de un hambre burda y caricaturesca, obedecemos de forma violenta a los primeros impulsos de sobrevivencia, confundiendo lo necesario con lo contingente: grotescos y abyectos.

Según ciertas definiciones etimológicas de la palabra abyecto, este término viene del latín “abiectus”, que significa, en una primera aproximación, “delincuente”. No obstante, superamos esta delimitación prioritariamente moral del término, cuando vamos hacia las partes que lo conforman: el prefijo “ab”, que significa “separación exterior de un límite, privación”, y la partícula “iectus”, que quiere decir “tirado, lanzado”. De aquí, llegamos a otra definición de origen, que nos repite se trata de una palabra que viene del latín “abiectus”, participio pasado de “abiicĕre”, es decir “rebajar, envilecer”.

Esto es, nuestra deliberada actitud confrontacional, nuestro actuar de forma estridente, es abyecta, pues separa o desprende, y arroja; lanza lo desprendido, que no es otra cosa que “lo otro”, “el otro”, a quien desincorporo del plano de la convivencia que compartimos de forma inevitable, y lo arrojo al plano nihilista del desecho. También, es entendible que en este acto, “el otro” y “lo otro”, al ser arrojados de esta manera, están implicados en un acto que me envilece, que me degrada, trayendo consigo como consecuencia, una degradación y un envilecimiento perpetuados sobre ellos dos también.

En el retablo de la cotidianidad abyecta que conforma nuestro ethos, están implicados no solo los ejecutantes de este macabro e ingrato ritual, sino también aquellos que se arrojan al desdén desde lo inocuo convertido en causa social y desde las prácticas de la hipocresía investidas de institucionalidad.

Al amparo de estos despilfarros de energía humana y cultural, se gesta y se acrecienta un discurso no propiamente teórico, sino práctico, más bien activo; discurso que enuncia como postura y mensaje principales la abyección y sus respectivas variantes.

El discurso activo de lo abyecto se nos presenta, nos acomete con tal fuerza que nuestros sentidos, cuando no estamos domesticados bajo el yugo de las costumbres diarias y del conformismo, se ven impactados hasta la agresión.

Volviendo al asunto del ecocidio ejercido en nuestro entorno inmediato, la prueba más fehaciente de esto es esa absurda y criminal tendencia que impulsa a la erosión humana de los cerros de la comunidad para hacer de este hábitat el ocaso de la desertificación urbana. La necesidad de la vivienda se confunde con la contigencia de la construcción, por ende, en un sentido excesivamente utilitarista, los cerros –elementos abundantes y, por tanto, fundamentales en nuestro ecosistema y en nuestro patrimonio natural y cultural– se convierten en las víctimas favoritas de las inmobiliarias que devoran todo a su paso, gracias a la libertad que les confiere el ya mencionado ejercicio del sistema corrupto en que nos desenvolvemos.

Una abyección activamente discurrida se nos presenta a lo largo de la autopista Chihuahua-Aldama, donde, en la medida que la sombra del urbanismo se expande. Las formaciones rocosas de la serranía interna de la ciudad son violentadas para dar paso a la extracción de materiales de construcción, edificación de puentes, elaboración de caminos, rutas de asfalto, levantamiento de fraccionamientos que elevan el gasto interno toda vez que la extensión de servicios hasta estos núcleos habitacionales se torna cada vez más compleja. Etcétera.

Duele en verdad ver cómo a las constructoras les es fácil y viable echar a andar maquinaria pesada y desgarrar los cerros o, incluso, desaparecerlos para asfaltar un camino, usando como base la misma superficie del promontorio agredido, mientras al otro lado dela carretera, dompes y camiones de cargan vacían a diario enormes cantidades de escombros de viejas construcciones derruidas. Por un lado se desgarran los cerros para con ellos construir caminos y casas, y por el otro, desechos de viejas construcciones son abandonados en el paisaje, contribuyendo a la estridencia visual y climática con que decoramos lo que nos rodea.

Lo dicho: somos una nueva y gigante variedad de lombriz de tierra, devoramos y excretamos con una facilidad aberrante. Convertimos los cerros en escombros, en paisaje de ruinas –porque somos ruines– y el hábitat en un cementerio donde nos sepultamos bajo capas y capas de indolencia, inocuidad, estridencia, iniquidad y basura.

Ante semejante contradicción, ante tan absurda barbarie, ya no sueña uno con que estos agentes abyectos –o sea delincuentes– de la construcción/destrucción consideren la diferencia entre necesidad y contingencia o bien, piensen en la importancia del desierto y de los cerros de la localidad en cuanto a su valor ecológico y estético –es decir, que los vean como lo que son, parte de nuestro patrimonio natural y cultural; sí, cultural, porque juegan un papel importante en la conformación de nuestra identidad local–.

Ni siquiera apela uno a su sentido ético o moral para que dejen de sobornar autoridades y se sienten a revisar, con quienes sepan y deban hacerlo, los verdaderos proyectos sustentables de urbanización que en realidad son requeridos; no. En todo caso, se espera que el replanteamiento de este discurso activo de lo abyecto se dé gracias a la demoledora respuesta que el clima natural está dando a nuestros actos de agresión al entorno. El extremo calentamiento de la ciudad padecido en recientes veranos no es fortuito, no es espontáneo.

Cocinamos a fuego lento nuestro más desagradable futuro.

Una sonrisa amarga florece en mi rostro cuando alguien me dice, a propósito de las últimas lluvias que han caído constante y copiosamente en la ciudad y en el estado: “Después de todo, Dios no nos olvida”. En mis más íntimos pensamientos internos, tengo una respuesta casi dialéctica a esa aseveración: “Más bien creo que la naturaleza se aferra a decirnos que estamos de paso y que no le importamos un comino. La lluvia es la manera más ostensible con que nos recuerda que, a pesar de nosotros mismos y de nuestra abyecta actitud, ella puede volver a reverdecer los cerros y las planicies cuando le dé la gana.”

Este paisaje verde con delicioso aroma a humedad no es un regalo del cielo, es un reclamo irónico de la naturaleza; no es premio o merecimiento alguno, sino advertencia, reto.

Claro está, me trago mi comentario. No veo el caso generar una discusión estéril y aportar más ruido o ensanchar y hacer más prolijo este discurso activo de lo abyecto.




Víctor Manuel Córdova Pereyra es licenciado en artes escénicas por la Facultad de Artes de la UACH, cursó maestría en humanidades, con especialidad en filosofía de la Cultura en la FFyL. Profesor del área de literatura en el CEDART David Alfaro Siqueiros, director del Grupo de Teatro Enrique Macín desde 2006. Ha publicado las obras de teatro Los milagros de los santos olvidados, además de la trilogía Seres de frontera, que incluye las piezas de dramaturgia Los dioses de piedra, Esperanza y los culpables y Tiro de gracia. Además ha publicado artículos y ensayos sobre cine, teatro, poesía y filosofía de la cultura en El Universitario, Synthesis, El Diario de Chihuahua y Metamorfosis. De 2001 a 2005 fue director de teatro de la preparatoria del Tec de Monterrey, Campus Chihuahua. Actualmente se desempeña como profesor en la FFyL y como jefe de unidad de Gestión Cultural y Patrimonio Histórico y Artístico.

3 comentarios:

  1. El autor hace en este ensayo una reflexión acerca de la depredación ecológica de varias constructoras de Chihuahua y la hipocresía de ciertos ecologistas de escritorio.

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  2. Estoy de acuerdo con esta reflexión de Víctor, demasiado. Es un pensamiento que pocos obtienen al recorrer las ciudades de México, a pie, en camión, o inclusive en compañía.

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  3. El asunto metafórico de la lombriz es totalmente esclarecedor. Somos depredadores per se. La estridencia como una forma de socialización violenta.

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