sábado, 9 de mayo de 2020

Fernando Suárez Estrada. La laguna de los dinosaurios voladores

La laguna de los dinosaurios voladores

Por Fernando Suárez Estrada

Ese resplandeciente y azulado día de las madres llegaron los pequeños al Jardín de Niños Diez de Mayo y fueron invitados, junto con sus respectivas madres indígenas, menonitas, chinas y trigueñas-cabellos-café-tostado a pasar a un espacioso salón donde tocaba el viejo piano recién afinado la sonriente maestra Irene, quien al mismo tiempo recitaba un poema en homenaje a los ensueños, escrito por una de las quijotescas madres presentes, Alma Rosa, que convocó inclusive a pavorreales y patos de la granja vecina, que asomaban sus picos por las anchas ventanas del salón:

―Me escaparé a la caverna
feliz
de la fantasía.
...
Y un bello Pegaso blanco,
que se divierte jugando,
me llevará entre sus alas
volando
sobre un camino extraño.
...
Y tal vez... ―concluía su intervención la maestra declamadora, con voz vibrante y lágrimas en los ojos― ¡yo ya no vuelva!

¡Ojo, chatas!  ¡Aviso de la existencia del Paraíso!  Algo así intuyeron las presentes.

Abrazos, jaloneo de cachetes...

A media interpretación de las emotivas Mañanitas entró al salón una alumna que era pastorcita y sabían todas que vivía a orillas de la hipnotizante Laguna de Bustillos, en una cabañita de pino, ubicada a un lado del mágico Museo Favela, bajo el cuidado de los brazos amorosos de una familia de arrulladores álamos y de la protectora e imponente Sierra Azul. En ese momento la niña mecía en sus manos a un raro animalillo-alado-cantador que se dejaba escuchar, junto al coro de tórtolas, petirrojos y cenzontles, en los rincones del salón y en las riveras mismas de aquella su exótica Laguna.
Esa pequeña pecosa morenita, de ojos enmielados y brillo diamantino, trenzas negras que acariciaban sus piececitos desnudos y todavía mojados por las tibias aguas de la citada Laguna –templo de sus padres pescadores– les pidió escucharan el mensaje que traía en su pecho, y con motivo de este día especial:  Sus hermanos dinosaurios de ayer y hoy les suplicaban tanto a ellas, a sus familias y a todos los habitantes de las venteadas llanuras cuauhtemenses, para que vivan en paz con las aguas serenas de la laguna, que no las envenenen ¡por Dios! y no hagan enojar a mamá Quetzalcoatlus, o sea, la dinosauria que amamanta al pequeńo que ella traía en brazos y que le prestó para que vieran que también ella tiene bebés que cuidar y educar.
Silencio. Curiosidad.
―Mamá Quetzalcoatlus ―explicó la pastorcita con flechazos a los corazones― es el ángel de la guarda de aquel peinado lago que siempre ha ofrecido sus divinas aguas para que haya cosechas y un sagrado sustento para los cristianos y no cristianos de la región, para los caballos, toros, vacas, becerros, perritos, gatos, borregos y las ovejas parlanchinas que todos tienen y pastorean o que se las encargan a ella para que las pastoree con mucho amor, según sus hermosas palabras.
Los pavorreales y patos que estaban escuchando en los ventanales de la escuela aplaudieron con sus alas.
Y la niña les pidió, por último, que salieran al patio y vieran hacia el cielo para recibir el saludo y bendición de mamá Quetzalcoatlus. Efectivamente, movidas por el impulso de maravillarse con el vuelo de la prometida mensajera de Dios, se formaron al estilo niñas de kínder cubriéndose los ojos del resplandor del sol con sus inocentes manos, para observar a plenitud aquel madrugador milagro. Ya atentas todas, apareció en el viento murmurador, moviendo sus alas musicales, una dinosauria que elevó el vuelo desde su inmaculado nido de la laguna, abriéndose paso por sobre los azorados pasajeros del tren de odiseas chihuahuenses y por encima de la Cruz de Madera del Cerro El Duraznito, hasta descender con tranquilidad y posarse suavemente al lado de la pastorcita, quien le entregó al enanito dinosaurio recostándoselo a un lado de su sonriente hocico...  La Quetzalcoatlus mamá, viendo llorar de alegría a las mujeres que les acompañaban, abrazó cariñosamente a todas con sus anchas y tibias alas y les regaló el día de las madres más hermoso de sus vidas.
―¡Bendita Laguna de todas nuestras ternuras! ―se escuchó por el mundo el grito/oración de aquellas madres del para siempre hermanado horizonte cuauhtemense que logró ser pintado por la sensibilidad y dulzura de la santa dinosauria.
Las madres del municipio, arboledas, flores y las lagunas de Bustillos y de los Mexicanos –que hace millones de años fueron un solo paraíso poblado de familias de dinosaurios– festejaron con cantos y zapateadas tolvaneras la vida y el amor maternal, quedando sus sentimientos inscritos para la eternidad en los libros escolares.





Fernando Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién García, se tituló con su tesis El espacio ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la revista Comunidad, editada por la Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de bustillos a la epopeya” (2005), Milagro en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.

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