lunes, 25 de mayo de 2020

Fernando Suárez Estrada. Panchita Arenales y el dinosaurio volador en la cueva del oso


Panchita Arenales y el dinosaurio volador en la cueva del oso

Por Fernando Suárez Estrada

Amanecer. Llovido, dulce, de diamante.
Juguetones rayos de Sol invaden las amorosas cuevas de Los Portales.
Animosos trinos de gorriones hacen que se eleven aquellos resplandores matinales y queden solo las perlas del rocío en rosas, claveles, tunas, espinas de nopales, pinos, zacate y panales  de abejas.
A Panchita Arenales, una pecosita de ojos morenos –de intenso brillo ranchero– le gustaba pastorear a su pequeño chimpancé y a su dinosaurio volador en el valle luminoso de la cueva de Los Portales.
Pánfilo, el changuito, se enamoró del trato maternal que la niña le brindó una mañana de función de matiné en la carpa del Teatro Popular Adelita, que días atrás se había establecido en el pueblo de sus ternuras, a un costado de la tienda de don Belisario, donde se vendían desde estambres multicolores, huaraches, cuadernos cuadriculados y hasta piloncillos y chicharrones; ese chimpancé pelirrojo se escapó de los escenarios para irse a vivir al lado de aquella niña con chispitas en los cachetes. Le fascinaba que la menor y su dinosaurio cantaran siempre, murmurando a pecho abierto poemas sencillos y sentidos dedicados a Dios y al amor ideal, sentimiento este que le abrió los ojos hacia un nuevo horizonte: “Soy el amor en Él, amor y vida, amor y paz, ensueño y armonía”, comprobando Pánfilo con esas inspiraciones que sí existen los sueños esperanzadores, comprendiendo también que las quimeras rodaban libres fuera de la jaulita de oro donde vivió. Ahora felizmente se ataba con todo su corazón a una faldeta amarilla con olanes  blancos caracoleados, y se emocionó por poder brincar al Paraíso.
...Un canto bajado de la luna asoleada, entonces despertó también al dinosaurio volador que, tapado con sus propias alas, dormía al lado de la niña y el changuito.
―¿De dónde viene esa voz ronca? ―preguntó la pequeña, ojos asombrados.
El dinosaurio hizo una señal con su ala izquierda y volteó hacia un volcancillo que echaba fumarolas rosadas enfrente de ellos.
―¿El Picacho? Pero si el clamor de ese amigo nuestro es siempre amable y este que escuchamos es angustioso, suplicante...
Sin esperar otro grito adolorido, la niña y el changuito aventurero, poniéndose este su cachucha de ferrocarrilero de los aires, subieron y se abrazaron al pescuezo del dinosaurio volador y este alzó el vuelo aleteando hacia el volcancito aquel.
Una nube empujó y animó, con sus relámpagos, a los soñadores cuauhtemenses.
Sobrevolaron con movimientos arrulladores el oasis de los frondosos alamitos, edén de enamorados; el recién peinado arroyo de San Antonio que nace, dicen, en el mismo cielo; las cúpulas y campanas  de la iglesia del patrono del pueblo, convocando a la jornada diaria de oración por el Dios del Universo y por la hermandad de todas las culturas; los vastos campos menonitas pintados de elegante color verde maizal y adornados con carruajes bailarines jalados por caballos percherones; también flotaron por sobre un desfile de familias chinas, encabezado por un extendido dragón de papeles lustrosos que mostraba, sonriente, sus ojitos rasgados, unos cuernos de mamut, sus jorobas de camello, nariz de perro, melena de león y una colota de serpiente, en agradecimiento por la fraternal acogida que los cuauhtemenses dieron a sus familias milenarias, encabezadas por personajes de camisas bombachas y barbas blancas que avanzaban por el suelo; por encima de Chócachi, lugar de sombras, donde cálidos árboles daban cobijo a las familias tarahumaras que, con acordes de violines hechizos, enseñaban a parejas, niños y jóvenes del mundo a contemplar la hermosura del ser interior que todos llevamos dentro. Por sobre los saludos y gritos que les hacían los sonrientes rancheros de ejidos y comunidades de la región; y por arriba, también, de la laguna de vapores endulzados que en ese momento hipnotizaba al oso que construyó su caverna al pie del volcán y que desde su puerta de lodos dorados miraba, echado en el pasto fresco, hacia el inmenso valle de aves y flores más bello de la creación.
Con su ojo detectivesco, el dinosaurio volador Quetzalcoatlus divisó aquella cueva que, curiosamente, estaba en esos momentos huérfana de sol y emociones. Detuvo su aleteo y puso su pecho de escudero frente al viento para que frenara su avance. Y ya en el zacate avanzaron de puntitas para no asustar a las hormigas.
El oso peludo...  lloraba. Este explicó al dinosaurio, sollozando, la causa de su tragedia, para que a su vez el del hocico más grande tradujera sus tristes pujidos a los demás, ya que solamente un animal volador es capaz de interpretar gestos y melancolías de ensoñación y adivinar lo que nos puede suceder a todos debajo del cielo intensamente azul y del jardín nocturno de las estrellas parpadeantes.
Resultaba, para sus desgracias, que la tarahumara Ramoncita y el menonita Abraham, que vivían con él en su madriguera, como si fueran sus hermanos –cantando siempre himnos a la hermandad–, habían partido hacia las barrancas serranas, llamados por las cascadas de Basaseachi, Piedra Volada y de Cuzárare, para que ocuparan el lugar de nuevos Ángeles de la Guarda de estas, ya que el Supremo Creador del hombre y la naturaleza había concedido a los anteriores Guardianes Celestiales de la vida montañosa, una pareja de enamorados de las estrellas inalcanzables, su romántico deseo de arrojarse al vacío-sin-fin del amor terrenal.
Ahora, el oso se encontraba solo y muy acongojado.
―No llores, hermosura ―dijo la pastorcita al peluche aquel.
El voluminoso animal se sorprendió con aquella muestra de amor filial y comenzó a abrazar a los árboles con sus expresivas patas peludas y uñas cosquilleantes y entre dientes entonó melodías y declamó algunos poemas que había aprendido de aquella parejita universal que se fue y que seguramente ahora, con sus mañas armoniosas, estará enamorando a barrancas y trenzas de agua del cielo, metiéndose en sus almas y derritiendo de amor sus inocencias.
Del firmamento naranja caramelo bajó un tornado que, en su danzar descendente, llegó al ombligo de la laguna, invitando a varias parejas de gigantes peces carpas a treparse a la cintura del impetuoso viento giratorio, bailando rítmicamente todos, para animar al único ser triste de este rincón del mundo.
Y el oso sonrió, se paró en dos patas y se puso a bailar con el torpe y zambo, pero feliz dinosaurio que estaba a su lado.

Seguir amándonos cien,
seguir amándonos mil,
amándonos todo el mundo,
y todo lo que está en él,

recitó el dinosaurio con lágrimas en sus acariciadoras pestañas –ahora desde la tibia boca de El Picacho–, versos de la siempre sonriente poeta y violinista Alma Rosa, que en una animada reunión familiar y con sus amigas palomas y el dinosaurio volador presentes escribió una fresca mañana en las palmas de las manos del amor de sus amores, quien las pondría siempre de frente y con mucho orgullo ante conocidos y desconocidos como un himno a la alegría ranchera y en homenaje a la fraternidad con sus entrañables morenos, pintos y colorados.
―¡Viva Cuauhtémoc, tierra bendecida por cientos de culturas hermanas! ―entonaron este emocionado canto, por último, Panchita Arenales y sus queridos y singulares amigos, escuchándose el mismo en el propio encendido corazón del universo.
El dinosaurio volador abrazó a su Panchita que sostenía a Pánfilo en la tibieza de sus alas.
El sol lloró sedosos rayos de luz... Y se sumó al coro pluricultural.





Fernando Suárez Estrada hizo la licenciatura en periodismo en Escuela de Carlos Septién García, se tituló con su tesis El espacio ambiente nos informa, y la licenciatura en derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde se tituló con su tesis Consideraciones generales en torno al derecho a la información. Es autor de las siguientes obras publicadas: Cuentos tarahumaras (1975), en la revista Comunidad, editada por la Universidad Iberoamericana, y los libros Jesusita y otros relatos (2001), Caminos del villismo, de la hacienda de bustillos a la epopeya” (2005), Milagro en los alamitos, novela histórica sobre el nacimiento de Cuauhtémoc, Chihuahua (2012) e Identidad cuauhtemense. También es coautor del libro colectivo De San Antonio a Cuauhtémoc, herencia de grandeza” (2019). Es Notario Público número dos para el Distrito Judicial Benito Juárez, Patente expedida el 12 mayo 1989.

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