martes, 26 de enero de 2021

Humberto Quezada Prado. Soñar

 

Soñar

 

 

Por Humberto Quezada Prado

 

 

Vivir es cosa fácil cuando se es niño. En Nonoava basta mezclarse entre los ruidos pueblerinos, cerrar los ojos un ratito para volar a lugares que solamente se conocen cuando se sueña, y con los ojos abiertos localizar de dónde sale el relajo, pensar en los paisanos que se han reunido y hacer premoniciones para lo que va a suceder en un rato. Vaya una muestra, paradójicamente tan insignificante como ilustrativa, de la facilidad con que se accede a situaciones de felicidad, a lo mejor como tapadera por la vivencia de cosas desagradables, que se sobreponen en un traslape de mecanismos de compensación. Arre.

Llegar al mezquite, fletarse no sin dificultades y buscar hasta encontrar salientes que van a convertirse en los controles de un enorme avión que surcará los aires del pueblo a la capital y más allá, lleno de pasajeros felices por la circunstancia; acto seguido regresar del trayecto y bajar del árbol para ir al de enseguida a cortar su fruto maduro, masticar y masticar extrayendo el jugo de su masa y con el garbo natural escupir el bagazo a un lado del camino.

Identificar al par de burros que mordisquean zacate y otras hierbas, cuidarse del dueño y espantarlos a punta de pedradas con las actitudes siempre perdonables del sadismo infantil campirano, o arrinconarlos para subirse a uno, aun con el riesgo de salir disparados a masticar un buche de la tierra suelta de los potreros, antes de dirigirse a cualquiera de los callejones; y enfundados en imaginarios trajes de jinetes, sombrero, espuelas y una pistola de palo, rescatar muchachas casaderas de lo más oscuro de las tapias viejas, amarradas para fines inconfesables por sucios, malolientes e inescrupulosos rancheros.

Contar los pasos cuando hay que incorporarse a las actividades productivas, arrear al caballo camino al maizal, adelantarse para correr las agujas de tronco, arrimar a la bestia al encino y detenerla para que papá acomode las guarniciones en los rituales previos al corte de hierbas que contaminan los surcos de la siembra. Las ensoñaciones continúan —o empiezan— cuando, divertidos, obtenemos el permiso para subirnos al caballo haciéndole silenciosa compañía en sus enésimas, lentas, adormecedoras vueltas a las besanas y con una jarilla espantamos los moscos molestos, interruptores de tantos sueños armados al vaivén de las pezuñas.

Pegarse a la falda de mamá, las niñas, apurando el paso para no perder el ritmo de la andada cuando la acompañan a casa de la vecina al otro lado del arroyo para luego esconderse de los perros cuando llegan, admirando la valentía de las adultas que no se arredran ante la muestra de colmillos grandes y afilados de los dos mastines que resguardan el solar de la comadre. Y cómo van a acercarse, si ellas van armadas con un varejón de membrillo, flexible y liviano, listo para marcar el lomo del primero de los perros que las ataque. Una vez en el patio, hacerse las interesadas en el intercambio de enciclopédicos conocimientos de jardinería, donde abundan botes, latas y baldes agujerados conteniendo macetas con plantas de flores coloridas, cuando en realidad lo que enfrentan es a dos pares de ojos retadores, más o menos de la edad, atrincherados y listos para la defensa de los escasos juguetes, al menos en lo que entran en confianza o reciben como cubetazo de agua helada las indicaciones de la casera para que se integren en la hermosa aventura de compartir sus trastecitos de cerámica y sus muñecas.

Jugar, creciditos los mozalbetes de quince o dieciséis, a otra clase de sueños. Por la corpulencia paulatina en sus músculos en pleno desarrollo medir fuerzas en luchas cuerpo a cuerpo y soltar provocadoras agresiones verbales a sus coetáneos, en la espera de la respuesta. Hay peligro a esta edad pues ni ellos mismos conocen límites en su fuerza, pero su capacidad corporal y emocional insiste en llevarlos a la frontera de la paciencia ante sus adversarios temporales. Estos son sus sueños, así salen de su aburrimiento existencial, todos los días, en tanto van creciendo, en tanto se alejan de sus cuerpos de niño.

Coquetas ellas, por su parte, tal vez ya no sueñan tanto. O sueñan más, pero diferente. Tal vez: buscar a los opuestos con otros ojos, desbordando imaginación, pero con otras intenciones, más allá de las muñecas y las comiditas. Sueñan a contonearse en las fiestas, a lanzar miradas comprometedoras en el devaneo de su presencia; jugar a crecer con mayores apuros y soñar que de cualquier esquina aparecerá el mozo que han esperado en tan poco tiempo, desde que abandonaran su silueta infantil para enfundarse en la figura de los deseos. Ya no interesa tanto ir a la iglesia, ahora importan más los bailes, es natural. Y apostar a ese cambio, con la benevolencia de mamá, o con el celo explosivo de papá, quién sabe.

Provocar a los galanes para que, en arranques de hombría justificada, una tarde cualquiera el muchacho engulla suficientes tragos de una enorme botella de tequila, generalmente de a litro, nuble su percepción de las cosas, se perciba como el último hielo en el desierto, cuente los dineros de su billetera y contrate a los primeros músicos que localice. Y entrada la noche se disponga ella a disfrutar su travesura al otro lado de la barda, en cuanto oiga los primeros acordes de las canciones de moda.

Algún día ambos géneros harán su selección, cosa inevitable, sin dejar de soñar cada uno por su cuenta. Uno para sostener a una familia, no sin problemas, hacer de vaquero contratado en conocido rancho, cuidar las vacas y las bestias y administrar un solar ajeno, ni modo. De tarde en tarde, mientras campea persiguiendo al becerro que se extravía, avivar su sueño de poseer un territorio propio, qué le hace que más pequeño que ese en el que trabaja, pero mejor en las atenciones porque sería suyo.

La otra, adulta y con hijos, personificar a la compañera del vaquero, aunque dedicada a otra cosa, generalmente a los quehaceres que hacen posible el reforzamiento en la estructura casera y muchas veces el pilar imprescindible, el más importante para la cohesión de la familia. Sus tareas incluyen aquellas propias del género femenino en los pueblos: hacer malabares en la preparación de las comidas diarias; hacer uso de la corriente cristalina en la que propinará sendos jaloneos y talladas a la ropa de todos, actividad que en veces ha de recibir las quejas ocultas por tanta cosa; y atender la limpieza del solar y de unos cuartos de adobe o de bloques de cemento que en sueños había visto como los aposentos de un palacio.

También algún día arribarán los nietos, pues recurrentemente se sueña con los nietos. Los más pequeños tirarán del bigote del viejo o se colgarán de la falda de la abuela soltando el berrido en la exigencia de quién sabe cuántas cosas. Y como la función más importante de los abuelos consiste en consentirles en todo, negociarán unas horas al día para ellos, para seguir acumulando sueños, para regurgitar los de sus propias infancias y mocedades, diciendo cuando haya oportunidad que en sus tiempos la deliciosa actividad de soñar era mejor, insuperable, porque verdaderamente había mucho para dejar a la imaginación, antes que las ensoñaciones fueran escurriéndose entre los dedos, como la mantequilla que se unta en las tortillas calientitas recién salidas de los comales, por cierto ya casi en desuso.

 






Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoavaNonoava, historia desde lejos: la fundaciónInterpelación a mi maestroCuentos de Francisco MachiwiNonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.

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