jueves, 21 de enero de 2021

Luis Kimball. Libro de historias de una Ángela contemporánea


 

Libro de historias de una Ángela contemporánea

 

 

Por Luis Kimball

 

 

La escritora Susana Avitia Ponce de León nos entrega, en el libro Ángela, 60 relatos contemporáneos. Es fácil decirlo, pero ¿de cuál contemporaneidad?

 

Mario: los niños están con la vecina, recógelos y acuéstalos cuando llegues, me fui a la asamblea de la sociedad de odontología (p. 17; Ángela).

 

La mayoría de los relatos vienen de una mujer, al parecer profesionista, unas veces casada, otras divorciada y finalmente abandonada; en resumen, acabo integrando a Ángela como una protagonista general.

 

Mario es igual que tú, eso piensas, tienen iguales gustos en la comida, un trabajo estable, disfrutan el mismo tipo de música, de cine, hasta le has encontrado algún parecido físico contigo (p. 41; Dos en uno).

 

El título del libro ya dice lo suyo, pues signa el personaje espiritual - urbano de una generación dentro de cierta época y clase social.

 

Te detienes en Sanborns; a última hora se te antoja buscar una revista, como si no tuvieras todos los rincones de tu casa atestados de revistas, algunas sin haberlas abierto y te da más rabia no poder afrontar que lo que buscas es disolver tu soledad entre toda esa gente curiosa y feliz de la tienda (p. 39).

 

Aunque nunca lo menciona, asistí a sus escenas amatorias con música de Sara Macluhan, o el radio, o silencio cruzando aire limpio y blanqueado por objetos de precio, que a entender de la narradora no le quitan lo “gris” a esa trampa del bienestar impuesto por el establishment.

 

[…] el plástico no pudo rellenar el vacío que sientes en tu interior (p. 39 y 40; Saltos de la imaginación).

 

Importa que Ángela, Dalia, Dolores... no dejarán de disfrutar lo suyo, la ropa, su trabajo, su cuerpo y el peso de su cuerpo, consciente del poder de sus pechos y de su manejabilidad como frutos anzuelares:

 

Del baño se desprende un fuerte aroma de rosas, la tina está llena de burbujas.

 

[…] pensé en la mastectomía como una venganza, iba a ser igual que la nueva decoración de mi casa, desaparecer todos los sitios que a él le gustaban. Pero he decidido quedarme con ellos, me llevaré sus huellas en el tejido muerto de mis senos que también me traicionaron.

Mañana, cuando acuda a firmar la sentencia de divorcio, los luciré como nunca (p. 124).

 

Describe atuendos y me pregunto si serían costosos. Hay una minuciosa descripción de la andrajosa camiseta de una mujer que llora, que podría enmarcarse.

Comencé por mencionar que es literatura contemporánea, lo cual, de resultar cierto, no dice gran cosa: grosso modo: algo publicado después de 1945; pero tres cualidades lo justifican como tal:

a) No tiene atavismos modernistas del romanticismo tardío. 

b) No ajusta en estructuras narrativas del cuento o la novela corta, pues no abandera grandes verdades y, por el tiempo narrativo en que se cumple su estética, solo ajusta al de los hechos sin principio, final y desenlace: aun los que aparecen de esa manera, aparecen más bien como “extractos”.

c) Sus valores no son un monolito estructural regido por la moral cristiana u otra ideología.

Por ahí empieza lo revelador del texto, lo difícil de nombrar. La narrativa es amable, nunca sorprendente; sí muy bien escrita, haciendo creíble incluso el detalle de un aterrizaje sin piso en la avioneta. Se hace presente un estilo propio, que puede parecerles poco, pero sería de lo que más me importa señalar. 

 

Nunca imaginé que Fernando llegaría tan lejos. Sé lo mucho que le molesta mi constante antojo por el pan tostado con mermelada de fresa y queso crema, pero pedir el divorcio por eso es inaudito (p. 131; Incompatibles).

 

Los personajes son conocedores del sabor dulce que deja el lápiz labial en el beso fina observación de una mujer. Una protagonista sin diatribas entre gustar lo callejero y después Perisur mientras nombra simplemente fresa a su peatonaje, sin necesitar francés ni anglicismos.

 

La otra vez lo impresioné. Sabía exactamente cuándo había escrito cada libro y de qué se trataban. Gracias a Dios existen las sinopsis... (p. 136).

 

A lo largo de los relatos, los personajes aparecen planchados, bien ataviados, con mesas bien servidas o en cómodas camas que nada piden al cine; pero no piensen en Guadalupe Loaeza: no; son una clase del progresismo americano que de lo social sabe que se han ganado las cosas con estudio y que hay que tener buen gusto para disfrutar del arte.

 

[…] nos dedicamos a comer ecología, a amarnos en el verde bosque, con la espalda lacerada por piedras, tierra y no sé qué tanta ecología incrustada en mi piel. Fui feliz los primeros días (p. 143).

 

Los contratos para escribir guiones de radio y televisión de pacotilla, como dice él, quedaron rezagados, nuestros ingresos también. Entonces me reconcilié con mi naturaleza bullanguera, bohemia a medias, porque tanto extraño las noches de sábado con olor incienso en cualquier café de Coyoacán, como los centros comerciales de Polanco (p. 144).

 

Es un libro, además de entretenido y muy fácil de leer, necesario para recordar que no venimos de un antier a un ahora, que hay generaciones intermedias, todas esas que no coinciden con nuestra juventud o nuestra cuarentena. Sus personajes no caen en diatribas de moral profunda o ideológicas, su abismo se ahonda en reflexiones sobre su acontecer. Son mujeres que han vivido el amor no el romanticismo y creen en él, y vivieron aún en el margen para ser infieles o para que les fueran infieles y significara algo políticamente pronunciable.

Me hace pensar en el historiador conservador Paul Johnes, para quien hubo una clase media que vivió el sueño americano de la clase media con el nivel de vida más alto del mundo, como prometieron los espectaculares de la posguerra; luego vendría el desencanto.

A menudo me pregunto por la estética de los años noventa. ¿Qué la define sino esa parquedad oficinesca, donde la oferta del cuerpo femenino se hacía con parca y ajustada minifalda negra? Imagine: hasta para el suicidio, la protagonista escritora e ingenua de este relato, escoge un camisón negro recto y opaco: rechaza el blanco, ‘podría confundirme con la colcha’.

Los relatos son cortos y dinámicos, pero no llevan ninguna prisa. El libro se toma su tiempo para nombrar la casa de la madre y mostrarnos el tiempo de enfermedad y las muertes de una y otra. Grietas o deterioro, se detienen para volver de la lejana niñez al presente donde las hojas podadas, correctamente embolsadas a la entrada con el cierre bien ajustado ya le ando añadiendo vuelven a echar el antiguo mecanismo con la nueva esposa, habiendo desarrollando el mismo papel para su turno de fantasmas.

 

Te detienes frente a la puerta, solo puedes compararla con la casa de la abuela: blanca, brillante, sin una sola grieta por donde pudieran escapar las ideas amordazadas de tus quince años. Por fin te decides a entrar, el olor a zanahorias horneadas con canela te da la bienvenida, te produce náuseas, siempre preferiste el apple pie que servían en Mac Donals al odiado pastel de zanahoria de la abuela (p. 11).

 

Avitia nos abre la puerta a un mundo de personas que conocemos y olvidamos: nosotros mismos apenas unos años atrás.

Poco más sobre este libro: Cada escena es creíble. En cinco relatos aparecen finales truqueados, delatados: la propia autora se burlará de ello a través de otro personaje; pero sobre todo nos devolverá una imagen en cada cuadro con su belleza, esa que ocurrió, dicen, experencialmente en la humanidad hace poco y no solo en películas bien producidas: Hay amor (auténtico); hay rabia (lo mismo); morbo (simple).

El hombre es siempre representativo. Sabemos quién es, cómo se viste:

 

Lo vi reclinado sobre el poste del semáforo, no pude alejar mis ojos de su camisa púrpura, algo magnético en la textura de la tela me atrajo (p. 111; La agenda).

 

Dice cómo se porta, qué le desespera y qué platica, pero no aparecen sus pensamientos, ni emociones, solo el gesto, por ejemplo, de arquear la ceja. Los hombres en todo momento aparecen descritos, no interpretados ni entendidos; pueden perder, pero nunca titubean. (A los lectores hombres nos puede entrar con justeza el miedo de aparecer tan como actuamos y tan desconocidos).

Como gran diferencia, la mujer que va en busca de la amiga que es esposa perfecta se sorprenderá con nosotros al enterarse de que Disneyland tiene un amante. Lo inédito no es que lo tenga, sino la sorpresa de la mundana, y la nuestra, al ver que apenas llegará a sospechar por el aura de la amiga cuando se retira, que de ese otro conversador comprensivo y maravilloso, la muy zorra, ni siquiera está realmente enamorada... Ahí lo dejo porque magistralmente ahí lo deja la autora, para que uno siga ya aparte, en el puro disfrute del aire. 

 

Avitia Ponce de León, Susana: Ángela. Editorial UACH, México, 2006.

 




 

Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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