viernes, 8 de enero de 2021

Luis Kimball. Nota para un regalo

 

Nota para un regalo

El agua y la sombra, de Servín

 

 

Por Luis Kimball

 

 

Para Margaret Feigin

 

 

Aquí te dejo este loto, simple como una flor./ Es una flor./ Apareció en el agua del parque/ de entre unos círculos de sombras/ ritmos vegetales/ de entre la capa lenta de detritos, algo/ como una masa caída negra: las flores potenciales./ Fue capullo primero, cofre cerrado y dedos sin abrir/ pero después/ qué lenta se entregó la perfección./ Lo atraje con una vara, una modesta rama/ cazadora de símbolos./ Es un símbolo./ Ponle azúcar al agua/ deja el loto en el vaso. Y que haya sol/ para que viva algo más, porque tan simple/ es una flor. Se va a cerrar de noche cansa ser tanta luz/ pero es joven el aire, el año recomienza y mañana/ otra vez se abrirá/ más débilmente, más/ finalmente. Y entonces/ haz tú que se desdoble/ la flor en llamas, el astro símbolo/ el loto perfección (p. 11).

 

A Enrique Servín le tocó hablar primero. O escribir primero o todas esas cosas que nos hacen saber que tenemos en común algo que sale de la proporción antropoidal: la imaginación y cierta capacidad de la especie para producir belleza.

Señalaré en este poema, con el que abre el libro, la masa negra como elemento siniestro, equilibrando la escena, sin que lo luminoso de la imagen sea agraviado ni puesto en compensación burda o simetrías inmediatas y solutivas. Esa concreción de lo oscuro y tierno de lo muerto se une al flujo de la imagen en forma que no hereda de lo orgánico, sino del arte de oriente, quizá del escrutado por poetas occidentales anteriores, pues nunca pierde el patrón rítmico de la crónica.

Mientras en el imaginario promocional dominante parecemos destinados a la comodidad, olvidamos que el confort no es la belleza y tal cosa resulta un saqueo terrible para quien la conoce.

Ojalá no se entere que me animé a hablar sobre El agua y la sombra. A saber qué comentaría de mi observación, pero de seguro algo gracioso. También alcanzo a imaginarlo nervioso por dentro, como niño nervioso, haciendo memoria de lo escrito. Prodigiosamente. Se trata de una compilación sobre una producción de quince años.

Si en la literatura moderna hay un prefacio enternecedor, sin duda estamos hablando cada vez de aquel con que Cervantes sume en certidumbre sus dudas sobre haber logrado el objeto de arte, comenzando por disculparse. De igual modo es modesto el prefacio de Enrique Servín. Y aunque cede, como suele hacer cualquier maestro, el título de “poema” a los esfuerzos núbiles, por dentro es estricto “y cuando vio mi libro me dice: ‘Ah, ya vi que ahora andas de poeta’ y yo, asumiendo que ya lo era antes, sentí muy gacho”. Pero se entiende a sí mismo igual, con vergüenza suficiente para no andar diciéndolo porque ahí está el montón de poetas: todos esos ojos ampliando la flor en el agua de la mirada que se hunde pa’ dentro mientras va pelando el llano en lo que otros, que casi les dejan sin silla, pasan a recoger también su pedazo de mundo.

Con nombre o sin él, lo que importa es el poema; ni su poesía, ni su estructura; en todo caso, muy secundariamente. 

Acerca del tomo, que integra el total de su obra publicada, antecedida solo por dos plaquettes contenidos en El agua y la sombra, y cosa menos en alguna antología, dice que su principal defecto sería la pretensión, que es defecto solo de no lograr lo pretendido; luego nos presenta el elemento mínimo del agua:

 

 Una gota se suelta/ desciende/ sola/ vuela

 

La forma redonda se sostiene en la asonancia de vocales abiertas mientras alitera con aire y agua, por completar la imagen que ocluye la sucesión de momentos, llamando a lo unitario o simultáneo.

 

Un instante es perfecta

 

Impide el desgaste, permitiendo que la luz invierta una imagen también liberada del tiempo a través del lente de agua detenido en este verso más largo, justo a la mitad del nivel:

 

redonda/ mundo/ estrella/ Una gota se estrella

(p. 12; Trayectoria).

 

Liberando al mundo en esa misma suspensión, da paso a lo infinito por medio de lo ilimitado de la superficie de la gota (no de lo inagotable), lo intemporal, que no pierde oportunidad para entrar a invadir la memoria.

Veinte años atrás, confesaba haber viajado solo en los libros, pues aún no iba por el mar, ni conocía la isla de Malta; solo el tiempo que vivió haciendo trabajo indocumentado en Los Ángeles, como comenta al final del libro. Indocumentado o ilegal, finalmente el indeseado que logró retratar la belleza, siempre efímera de aquellos nacidos como nosotros para ser más desconocidos en cuanto más vistos:

 

Eran un joven alto, su hermana, quizá, y un niño.// No la belleza evidente, que ya hubiera bastado, de los tres./ Reían ajenos al sopor rutinario de los otros./ Hablaban persa./ Era ya una propuesta el gesto del menor, una como conciencia temprana/ del poder de lo bello, que nos sabe engendrar y destruir./ Como si una actitud, apenas perceptible, modificara su perfección./ Afuera algo muy vago renacía, respirar era fácil/ y adentro, en el camión nos separaban/ las tajadas de luz de las rendijas/ y los vidrios volvieron más brillante/ al emblema dorado en el pecho de aquel joven zoroastriano;/ Hormozd; Aura Mazda. Los demonios y el viento” (p. 24).

 

Podría ser Fassbinder, a juzgar por el uso de los filtros y luces para subrayar el sentido en una expresión del cuerpo, pero también Cavafis, a juzgar por la certidumbre con que adora al cuerpo y los demonios del hundimiento en la carne y por como agrupa en conjuntos concretos que nos dan su eternidad al excluirnos de un trato humano en específico (que nos la dan por excluirnos de su eternidad, que se encuentra en ese instante de placer que funde el éxtasis humano en sudores).

Méritos propios le permitirían, años después, recorrer el mundo más a sus anchas; pero de aquellos ayeres queda la profunda y simple reflexión del poema:

 

Estoy en otro país, eso dicen los mapas/ la historia, o algún otro detalle/ caras extrañas, risas que se ríen/ con acento extranjero.

/Esta, es cierto/ no podría ser mi ciudad./

 

Pero si clavo una pala en el suelo/ el suelo, húmedo por el invierno/ se abre como allá, y la lombriz/ se revuelca sin patria, porque ama la vida.

 

/Y las moscas, idénticas, se paran/ también sobre montones de basura.

 

/Y el carrizal, y el frío/ hablan lengua que entiendo (p. 39; Ilegal).

 

Continúa con la paz del mundo, evocando la honestidad del cielo, como haría un griego, pero esta vez ya rozándose con esta experiencia tan equiparable con lo grande eterno divino. Así que el cielo viene apocado, desde el paganismo, como Cavafis que siempre canta y prefiere los placeres del cuerpo y de las cosas como un oficio libre del temor cristiano y como ofrenda clara a lo estival.

 

Misterio fugitivo,/ en pleno mediodía: el misterio gozoso/ de aquel trino en la luz (p. 13; Trino en la luz).

 

Lo irresoluble del placer de la carne en el lenguaje antiguo de las culturas holísticas, claro, con esa delicadeza que deslinda tan bien de lo masculino y lo grandilocuente al alma que debe volar libre como el canto.

Esos límites del tiempo citados aquí, al cuerpo de las cosas, enuncian nuestro desgaste, tan conocido en las enumeraciones de las cosas cuando nuestro tiempo de dominio ha desaparecido, se volverán a hallar a lo largo del poemario, como en Regreso (p. 26) o mirando una foto en Grupo de muchachos jugando al béisbol:

 

El más joven del grupo, sin embargo (y aquí parece un niño)/ es mi abuelo, que murió de vejez/ hará treinta años/ Treinta años de no estar en este mundo; de no ser.

 

/Grupo de fantasmas jugando al béisbol.” (p. 29)

.

Juega con el claroscuro del blanco y negro, herencia del expresionismo en el cine alemán, dándole un toque de color a la Palma sola de Figueroa.

 

Viejos muros la cercan/ árbol raro del aire, tronco como un naufragio/ y hojas como una mano/ radiante

 

(...)

 

/Imposible saberlo. La palma se define/ como una verdinegra/ explosión hacia el cielo.

 

Volveré a mencionar el equilibrio, genera una gran estabilidad:

 

Y hermosa, inmerecida/ se eleva, en el desierto/ mientras se aleja el día (p. 14; Palma sola en la tarde).

 

Le causó mucha gracia que en el tomo de la desaparecida Uqbar apenas se mencionaran los lirismos de su literatura por muy menores, como las torres de sangre o los tigres de cristal; aquí entrega la versión impresionista, no solo por lo íntimo, sino por el barrido del tiempo pasado en la sensación al sobreponer la nota de esta pincelada:

 

Una mano que corta una mínima torre./ Un paisaje de vidrio vegetal,/ Una ciudad de hierba, El aire” (p. 15; La música, la hierba).

 

Iremi: aquí también renuncia a la crónica por el laberinto interior en que encierra la huida del ciervo; recordaría a ciertos laberintos de Escher o Fiedenberg, en mayor calma y misterio, pues solo se asiste con la delgada y siseante grafía de la palabra:

 

Ciervo, ven.

 

/Mas como el ciervo/ vives adentro recorres/ un paisaje interior,

 

Y huyes de los cazadores” (p. 16).

 

Evocando el encuentro amoroso de los cuerpos en el manantial de agua lustral o elevando espejos como Rilke, enmarcados con significados de carácter o debilidad o ilusión:

 

...y la luna/ era la nave de oro del espejo, muy alto frente a mí, que se acercaba/ de aquella pared. De orillas irisadas y maderas más viejas/ que la voz de esa tía que se meneaba y reía siempre (p. 38; Lunas).

 

*

 

Palabra sola

En esta sección, que alaba la magia de la palabra, comienza el poema Palabra sola, con estos versos casi pueriles, que no pierden esa holgada frescura que nos hace quererla acompañar junto al rebaño de jóvenes:

 

Hela allí toda sola, una palabra hermosa/ con el cabello suelto frente al mar

 

Continúa la alegoría y con confianza en la palabra poética: su estrella:

 

a merced de la arena, de las olas y el aire/ de todo lo que encierra, abarca el mar” (p. 31; Palabra sola).

 

Su admirado Joyce testimonia cómo el peine azul se trastocaba en verde, no como una pérdida de la memoria, sino como parte del proceso de construcción de nuestras memorias, que son historia, cuanto somos porque fuimos y habremos de ser:

 

Mi abuela dice que el primer carro que vi era azul./ Al recordar que recordaba, yo digo que era verde./ El carro ya no existe.

 

Fíjese:

 

1.- El carro ya no existe (no sabemos cómo lo sabe, pero ya es incomprobable).

2.- Entonces, ¿cuál es el carro que ya no existe?, ¿el verde o el azul?

3.- Si pudo comprobarlo, su equívoco es falso.

4.- Entonces, ¿qué son las aseveraciones en el poema?

5.- O está haciendo desaparecer a la abuela o hay gato encerrado.

6.- La abuela desapareció ya, desde luego; pero aún hay gato encerrado. Quizá sea ya el gato mismo, como ocurre en Finnigans wake...

 

Como una imagen rayada por una vara en el agua/ los recuerdos se funden, se confunden”  (p. 21 Carro pintado de azul).

 

Como ve, se funden, pero gracias a la preposición. Esto se explica un poco más: no podrían ser el uno sin el otro; es decir, que el dato falso y el dato verdadero apenas valdrán cuando fundan la memoria.

Las evocaciones a sus lecturas son claras. Aparecen enumeraciones sustantivas como en San Juan de la Cruz, la cadencia de Vicente Alexainder y el humor fino por ligero de Oscar Wilde.

 

Interrumpe el adulto, Volar es aburrido para un pájaro/ y es cosa de los pájaros./ Lo que quiere decir es que atreverse es peligroso y soñar/ es peligroso” (p. 22; Canción del mago).

 

(— ¿Cuándo han visto un ángel? —Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran; Wilde).

 

Las influencias posibles marcan mucho los comparativos de Cummings, elementos subjetivos animados en los objetos del trascendentalismo estadounidense o descriptivas del iluminismo. Sin embargo, los rumbos propios están bien marcados y las influencias se reducen a pocos autores.

En La luna en Ciudad Juárez, se reconocen el poeta y los chinos que hacen cola desde la noche por el pasaporte al país de la ilusión. El poeta mencionó a Li Po, la mujer recitó un poema sobre la luna; se entendieron como pudieron y rieron; ahí estaban todos, bajo la misma luna, la de Li Po y la de todos los hombres y mujeres,

Sorprendido siempre por la sintaxis de un idioma, que en sus normas reta siempre a la lógica gramatical (el cómo pensamos), pero finalmente el idioma vecino es siempre cercano a nuestras emociones:

 

La luna en ciudad Juárez. Los chinos haciendo cola./ Las multitudes esperando/ en línea, al aire libre, porque quieren permisos, pasaportes./ Los descubro. Los saludo en mi chino precario. Es suficiente./ Pierden su lugar, se amontonan alrededor de mí.

 

Aparece el hombre interesado en la lógica de los otros idiomas porque rompen la propia; es el poeta, no el políglota, que querrá primero el paso normado del puente para entender al otro desde una lógica humana:

 

Asentimos. Ellos se dicen cosas en chino y ríen/ Al otro lado de su mundo./ Tan lejos./ Haciendo cola en Ciudad Juárez/ frente a los policías y las vallas metálicas (p. 23).

 

Es capaz de juntar continentes con la paciencia de la voz (p. 32; Eventos), tal es la confianza que tiene en la palabra. El poeta evoca como nada antigüedades, consciente de que se comparan con su propia antigüedad, la casa del padre, los años de ayer en que se fue joven, la casa de la abuela, primeras timideces, las hermanas bellas, amigos heroicos.

No admite las fealdades omisivas de un mundo solo confortable, donde el placer está siendo escindido de manera oscura o invisible. Enseguida compone el conjuro para que las palabras salven ese pedazo de dolor que cuesta el goce, la fuerte mordida que llama al placer en lo que arranca y ahora falta mientras abre lo memorable en la experiencia (de la falta a lo afectado: lo afectivo):

 

¿Fue esto realmente así?/ Ahora imposible preguntarlo/ ambas son tierra en los cementerios./ Y un profundo silencio, no más, las sobrevive (p. 41; Ella lo guardaba).

 

Insiste en crear nuevas formas, asentando el por qué su amor al lenguaje, mostrando en distintas situaciones como del hombre la mujer solo sobreviven sus cosas y en cada una de ellas el código de su cultura: digital hay un elogio dedicado solo a los dedos: expresivos, lluvia constrictora sobre el teclado inerme.

 

Fuertes y breves como un árbol naciente/ capaces de doblarse; puentes/ son mi segunda lengua estos dedos que dicen, sin hablar, tantas cosas (p. 53).

 

A traves de Sueñario, a veces despierta, a veces no; pero no hay surrealismo en el sentido en que se manosea la palabra como refiriendo todo lo soñado al manifiesto de 1924 que redactó André Breton. No, en dicho movimiento se prefiere el sueño como una distorsión de la realidad, una locura a la cual solo es posible aferrarse por negar cualquier lógica de una Europa de entreguerras. Aquí no, aquí Enrique Servín nos cuenta todo sin aspavientos, sin soñar como un loco, tranquilo, en el amanecer, más cercano a la tradición persa de terminar lo soñado antes de levantarse y contarlo o no, como también en el sueño, refiere, hace el rarámuri para continuar el día.

Metrópolis irrumpe a doble página, impreso con letra grande sobre la horizontal del libro, cual discurso o manifiesto de la revolución de octubre. La posmodernidad que aparece al fusionarse la estética nacional socialista de la famosa película de Lang guionizada por su esposa… mientras nos mete en túneles subacuáticos por encima de un techo donde en vez de las palomas que forman veleros en el poema, pasan submarinos y tambos casi basura.

 

Cosas más casi obligan a hacer un libro sobre este libro; pero mejor le cuento: apenas el siglo pasado escuché al autor decir aquello de “no hay literatura con pies de página” y difiero y difiere Gerardo Deniss; pero también el autor hizo su excepción, como si la guardara solo para escribir el poema del cocodrilo que se come a una sirena, que con todo y pie de página acabará por ser un poema famoso.

Luego seguirá con su original versión de la patria, cual hiciera Jose Emilio Pacheco en Yo no amo a mi patria, pero desde luego, recargándose generosamente en sus significantes, es decir, el simbolismo ese que une y lleva a desinflar el pecho y reconsiderar si patria es aquello en nombre de lo que se mata; como erige toda la propaganda militar.

 Todo esto será mejor que usted mismo lo lea: está por salir una reimpresión del libro.

Ya dije que uno no se apresura a llamar poeta a cualquiera, es más, ¿para qué?, si lo que hace falta es el poema. Servín dijo que no debería hacerse menos que haya cuarenta poetas en una ciudad; lo único alarmante era que hubiera otros tantos muchachos consignados por homicidio en la misma ciudad más los impunes y que eso se aceptara como normal. Pero lea, de la Oración del avestruz:

 

Que no escuche el ruido, Señor/ este rumor de cosas que se agrietan, se degradan/ el ruido insoportable de cosas que se derrumban.

 

Que si lo escucho/ pueda entrar en la casa/ y esconderme

 

Enrique Servín Herrera: El agua y la sombra. Editorial UACH, México, 2003.

 




Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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