sábado, 2 de enero de 2021

Miguel Ángel Chávez Díaz de León. Cuando Jim Morrison vivió en Ciudad Juárez

 

Cuando Jim Morrison vivió en Ciudad Juárez

 

 

Por Miguel Ángel Chávez Díaz de León

 

 

Todos me conocen como El Charro. Así me nombran y así se me quedó. Así me bautizaron los tirilones del barrio porque mi padre trabajaba de mariachi en la Avenida Juárez tocando el tololoche.

Desde los 12 años le puse a las pastas: píldoras, cajones de muerto, zapatos, capsulas y de tocho morocho y de todos colores. La mois nada más era para relajarme, cinco frajos diarios por lo menos. Nací en la calle Fierro número 520 norte, a tres cuadras de la Iglesia del Carmen. Del Carmen se llama este barrio. Queda a 20 minutos a pie de El Paso y del Puente Negro, y a diez minutos del Centro. A cinco de la De Piedra, la antigua peni.

Quiero contarles esto antes de que me vaya a morir, pues tengo 67 años. Casi todos los huesos me los han quebrado, dos balazos en la panza, cinco filerazos y dos puñaladas en la espalda. Soy diabético, no tengo una pierna. Me sacan a la banqueta a que me dé el sol en una silla de ruedas. Caí un chingo de veces al bote por carterista, faltas al orden público y otras chingaderas. Ya no fumo, ni cigarros Baronet. ¿Todavía venden esos venenos?

Fui el más chingón del barrio. Nunca trabajé, pero tuve el mejor equipo de sonido del barrio. Recuerdo un putal mi modular Fisher que tocaba discos y cartuchos 8 tracks. Era la envidia de todos los culeros del barrio. Y mi colección de discos, ¡puro rock del bueno!

Tuve una ranfla, nada más me duró un año. Ese Charger 1965, con placas de California, me lo regaló Jim Morrison cuando vino a Juárez en 1969. De él quiero contarles. Del Rey Lagarto. Que vivió en mi cantón cerca de un mes. Nos la pasamos bien grifotes y bien ácidos.

 

*

 

Les voy a contar dónde conocí a Morrison, el cantante de los Doors, y cómo me hice su compa.

Yo en ese tiempo (1969) era el mejor carterista del Mercado Cuauhtémoc y sus alrededores. No era un raterillo cualquiera, era carterista de los buenos. Me conocían todos los tranzas de la zona centro y los policías, a los cuales tenía que darles una feria todos los jueves, si no, no me dejaban camellar.

En la esquina de la Vicente Guerrero y Noche Triste, pegado a la Plaza de Armas, está la cantina El Buen Tiempo. Todavía existe. Sus puertitas antes, eran de madera y de esas que se ven en las películas del oeste. Ahora cierra con unas normales y una cortina de acero, porque la rapiña está cabrón.

Una tarde de febrero, o tal vez de marzo de 1969, hacía frío. Me quedé en El Buen Tiempo platicando con el Camel. Era quizá el carterista más fino, este puto trabajaba en la avenida Juárez y el Mercado Juárez. Los mismos policías ojetes le dieron ese territorio para que trabajara, porque sus dos de bastos pasaban desapercibidos a los turistas a los que se chingaba. Les sacaba las carteras suavecito. Ni trompa. Así que solo había denuncias a la policía de carteras extraviadas.

El Camel me dejó picado con las Cruz Blanca, porque tuvo que irse con una jaina que tenía en la Hidalgo. Así que me quedé solo tomando cerveza. En la cantina había como cinco pelafustanes. Dos jugando dominó en una mesa del fondo, dos en los bancos de la barra y uno más de a solapa como yo. Cada quien en su pedo.

Me paré a ponerle una cora a la rockola, puse unas rolitas de aquellita. En eso me le quedé viendo a uno de los de la barra. Era un barbón medio hippioso. Pensé a ratos que el pinche andrajoso era un aspirante a mojado. Yo ya andaba medio pedo. Él levantó la beer Cruz Blanca en son de paz.

Volví a mi mesa a termínarme la cerveza y las rolas. Ya eran las tres de la tarde. Busqué mis fajos en la bolsa de mi chamarra, saqué uno sin sacar la cajetilla. Toqué la bolsita con pastas que me había dado el Camel y me dije: “Ahorita que llegue al barrio me aviento unas pa’ bajo, luego un churro y pongo el cartucho rojo de los Rolling Stones”.

En eso, el puñetas de barbas de la barra se acerca poco a poco a mi mesa. Pensé de volada: Este vato es maricón o me va a pedir una feria porque se quiere brincar al otro lado.

Se acerca. Me fijo bien y el vato ya me parece gringo y además trae una loquera, se le nota. Greñudo, botas de pipiluyo, pantalón de mezclilla y una chaqueta del army. El barbón se vine contoneando (por eso lo de joto) al ritmo de la rola que puse.

–Comee estaaas ¡amiguo! –me dice mientras se sienta a toda madre junto a mí– tienees marijwana. ¡Tengow dólaresss!

Era un gringo. Era raro verlo ahí, porque los gabachos nunca se metían en esos tugurios cercanos a la plaza y al mercado Cuauhtémoc. A lo más que llegaban era a la Segunda de Ugarte, donde había varios cabarets y bares de mala muerte. Pero los de acá, del área del mercado, eran frecuentados por pura raza de Juaritos.

De entrada, me cayó bien el pinchi gringo. Le dije que la calmara, que no fuera tan rápido.

–Teikirisi gringito. Píchame un pisto y te llevo a que compres toda la grifa que quieras.

Los que estaban entretenidos con las mulas y los güeros oyeron lo de la mota, pero ellos siguieron haciendo la sopa.

Le grite al Papuchas que nos sirviera dos Straight American. Los Juárez Whisky llegaron de volada. El Papuchas nos dio carilla para que los pagáramos.

Tire totacha para que el gringo pagara. Sacó dos billetes de a dólar y todos contentos.

En eso me di cuenta de que el norteamericano traía la cartera gorda de dólares. Y me dije: Tres pistos más y a este hippy me lo llevo pal Arroyo Colorado, cerca del barrio, lo puteo, le bajo la cartera. Y tomo vacaciones. Fui bueno para el trompo, el mejor del barrio para tirar chingazos. Y soy bajito. Me encantaban los madrazos y los tiros. No había a puto al que me le culeara. Por eso caí un chorro de veces al tribilín cuando estaba morro. Dicen que una vez maté a un bato de la colonia Zapata, pero puras cuentos. Si capeo que lo madrié gacho, pero lo deje vivito todavía cuando lo arrojé al Arroyo Colorado. Hoy le dicen viaducto Díaz Ordaz.

Todavía me acuerdo de mi departamentito. Tenía un cuarto enorme principal, una sala con tres sillones rojos; al fondo, una habitación más chirris donde estaba una cama y un closet. Allí mismo estaban el tolido y la regadera, y ya para salir al patio había otra cuarto con la cocineta, una estufita de gas y un trastero de lámina blanca de las Industrias Zaragoza.

Mis cartuchos de 8 tracks preferidos eran los de Frank Zappa, Pink Floyd, los Rolling Stone, Led Zeppelin, los Doors, los Creedence y los Beatles. Siempre ponía el cartucho rojo de los Stones cuando estaba bien atizado, siempre. Con los Doors empezaba a fumar, le seguía con Led Zeppelin y con los Pink Floyd terminaba bien grifote y muchas veces cruzado con pastas multicolores. Como postre, ya saliendo de la loquera ponía a los Rolling Stone.

Así era la cueva que rentaba. Ahí hice un chingo de reventones y loqueras.

 

*

 

En la Plaza de Armas lo colorié mejor. Peso welter pesado, melena mugrosa hasta los hombros, barbón, traía una camisa de manga larga, era de manta, de las que vendían en las artesanías de la Juárez. Unos tramos de mezclilla acampanado, muy puerco, y unos guaraches de correas cruzadas y suelas goodyear oxo. Al principio no supe si era hippy de verdad o un pinche gringo pendejón y ricachón en busca de motita.

De todos modos me lo iba a chingar. Le tumbaría los dólarucos, le pondría unas patadas en el culo y lo dejaría cerca del río, para que se fuera a llorar al otro lado, allá con sus carnales güeros.

Cuando llegamos a la Presidencia Municipal, que estaba atrás de Catedral, el hippy me dijo que tenía su carro estacionado en la avenida 16. Se aferró a que fuéramos por él. Valió madres. Cambio de planes. Los dólares se alejaron más.

Nos fuimos por la 16. Su carro estaba frente a la tienda de Marcos M. Flores. Era un Charger 1965, color negro, rines de rayos niquelados y llantas cara blanca. Perrote. El cigarrero y unos empleados de la farmacia y casa de cambio San Luis lo estaban chuleando.

–What is you name –le dije al bato mientras nos subíamos a su ranfla.

–James Douglas –me contestó.

–Yo soy El Charro.

En silencio lo fui guiando hasta llegar a la 16 y Fierro. A dos cuadras, en los Baños Del Carmen, vende grifa don Emérito. Quizá las más chingona que se vendía en Juárez por aquellos años.

Ya en el camino había cambiado de disco. Ya no me lo iba a transear. Lo del carro me mató el patadón. Ya era mucho pedo deshacerme también del Charger.

Me dije pa’ dentro. “Mejor le digo que se moche con una feria por el favor”.

A don Emérito le compré 50 dólares de mariguana. Era como para poner grifos a todos los putos del barrio durante tres días. Salí de los baños con una bolsa de papel llena de mota y don Eme me dio cinco pastas de pilón. Salí ganando, pues minutos antes James me había dado dos billetes de 50 dólares para comprarlos de yerba, pero era demasiado. Un billete se instaló en mi cartera.

Al gringo le brillaron los ojitos. Revisó la bolsa. Lo que olió y vio le había gustado. Otros cincuenta de agradecimiento.

O sea que ya me había ganado 100 dólares sin haberme jalado una cartera. Me sentí a gusto. Productivo.

Y más porque James me preguntó que dónde podríamos fumar sin que nadie la hiciera de pedo.

Estábamos a dos cuadras de mi depa. Y ahí tenía un paquete de sábanas americanas para forjar.

En 50 segundos ya estábamos dentro de mi covacha. Afuera la luz del poste alumbraba. En la Fierro los chavos ya estaban jugando a los encantados de esquina a esquina. Yo forjaba.

Douglas, agachado, se puso a revisar mi colección de LPs que tenía ordenaditos en las rejas de tomate. También inspeccionó la reja con los cartuchos. Me preguntó que si nada más escuchaba puro rock.

Prendió el tocadiscos. Un ele pe de los Rolling Stones empezó a girar, era Aftermath, el sexto disco de los maestros, al mismo tiempo que la mota de don Emérito olió bonito. Y de un jalón que le di empezaron a tronar los coquitos.

James también con su churro en la mano empezó a bailar. En la otra mano traía el disco Strange Days de los Doors. La mariguana nos envolvía suavemente.

Y me dijo:

–Charruo, este ser yo. –señaló la portada.

No le hice caso. Me senté en mi sillón rojo. Cerré los ojos mientras los Rolling Stone me decían a mí nada más que la noche, mi puerta, la mariguana y el carro del gringo estaban pintados de negro, entonces veo que mi corazón también es negro. (Se escucha la canción Paint in Black).

Toda esa noche nos la pasamos bien locotes. Solos. Pusimos discos y cartuchos hasta el amanecer.

A las once de la mañana me desperté buscando qué comer. Una bolsa de pan Bimbo con 4 rebanadas me dieron alivio. James estaba echado en el sillón grande en la sala. Me dio cura como estaba acurrucado. Parecía un bebé. Con sus manos en medio de las rodillas. Roncaba con ganas.

Me di un baño vaquero, y luego fui con mi jefita a echarme un taco.

Volví al depa. El Charger 65 y su dueño todavía estaban ahí. Lo quise despertar, pero el pinchi zafado estaba bien ido de borracho y grifo. Así que lo basculié. Revisé su cartera de cuero fino. Estaba choncha, traía harta lana. Nada más le di bajé con los billetes que traía sueltos en las bolsas de su pantalón. Veintisiete dólares y tres de a 50 pesos.

Le saqué la licencia de manejar del estado de California, expedida a James Douglas Morrison Clarke. Seguí esculcando su cartera. Entre los papeles traía un boleto viejo de un concierto donde se anunciaba a The Doors en el Whisky a Go Go de Los Angeles, California.

Ahí fue cuando me cayó el veinte. En chinga lo volteé para verle la cara. Se la vi bien y casi me truena un güevo. ¡No jodas! ¿A poco este puto es Jim Morrison? Tenía toda la finta. Hasta la crudota se me quitó.

No me la creía. Intenté, otra vez despertarlo, pero el güey seguía en su quinto sueño.

Salí todo emocionado con las llaves de su carro. Abrí la cajuela del Charger. Ropa sucia. Unas botas de joto, unos tenis, un micrófono, un estuche de herramientas, cuatro latas de sopa Campbells sin abrir, un sleeping Bag, un gato, un galón de gasolina lleno, una tienda de acampar, cuatro libros de sepa la chingada (todos en inglés), una llanta extra, más equipo para acampar, una chaqueta de piloto, una cruceta, una cometa inservible con el dibujo a colores de una águila, de esas de los indios gringos y una cajita de madera con varios cuadernos.

Cerré la cajuela y revisé a fondo el interior del Charger. En el asiento de atrás dos libros más, unos pantalones y una sudadera de la Universidad de Miami. Basura en el piso incluyendo cinco botes vacíos de Budweiser.

En la cajuelita del frente dos billetes de Abraham Lincoln, el manual del Charger, dos desarmadores, unas pinzas perras. Un mapa turístico de El Paso y otro de Ciudad Juárez. No más.

En eso la voz del Pichicata me asustó y me sacó de onda:

–Ora pues, pinche Charro, anoche no nos quisiste abrir, puto. Se oían las rolas a madre y por más que te tumbamos la puerta ni madre que abriste. De seguro estabas con una morrita. Y ahorita te las estas agandallando con lo que trae en la ranfla. ¡Móchate güey!

–Gánele Pichicata. No este chingando si no le pongo unos patines. ¡Sáquese a la verga!

–No te emperres, Charro. ¿Vas a ir al centro a chambear?

A las cuatro de la tarde Jim Morrison revivió en el sillón rojo. Se sentó como pudo, agarrándose la melena y rascándose los güevos. Luego miró detenidamente la sala, me miró un instante. Se levantó y se paró frente a la ventana, abrió la cortina imitación terciopelo. Creo que estaba checando si estaba su carro o si era de día o de noche. De reversa volvió a sentarse en el sillón.

–Estuvo de aquella la loquera ¿verdad mi Jim?

Y me fui a calentar la sopa Cambells. En el bote de basura dos latas y en la cajuela del Charger otras dos sin abrir.

Yo no me la creía. El mismito Jim Morrison, papi de Los Doors y un chingo de güeyes rockeros de aquí y de Estados Unidos, el Rey Lagarto, estaba en mi departamento, ubicado en la calle Fierro colonia Del Carmen, en Ciudad Juárez. ¡No mamen!

Y pensar que me lo iba a madrear después de tumbarle la cartera y arrojarlo al viaducto. Ahí donde se junta con el río Bravo.

Jim estaba como aturdido. Aun así, no quiso sopita. Prefirió pedirme el baño para darse un shower con agua helada. No tenía boilet, ni falta hacía.

Le arrimé una toalla y una bolsita de champú Vanart. La única que me quedaba.

Estaba nervioso. Como si fuera la pinche criada del Rey… Lagarto.

Por suerte tenía una cámara Kodak instamatic 25 con rollo que se me había pegado junto con un bolso de una señora en el mercado. Nunca la había usado.

La preparé, igual que un plumón para que me autografiara la portada del long play. Tenía que tomarle la foto junto a mis posters y mi estero Fisher, para que los putitos del barrio me creyeran que Jim Morrison estuvo en mi casa. Es más, pensé: Hasta los jotos del periódico del Fronterizo me la pueden comprar a un chingo de lana. En eso me cayó el veinte. Salí en chinga a la esquina de la Ramón Rayón, en caliente me subí a un árbol y arranqué la placa con el nombre de la calle.

Fierro Sur

Col del Carmen Ciudad Juárez

Así no habría duda.

Se tardó en el tolido más de media hora. No sé si también estaba tirando la piedra o se la estaba jalando. Me valía madres, era el cantante de The Doors y podía hacer lo que le diera su chingada gana. Era bienvenido en el cantón de El Charro.

Por fin salió el gringito. Yo en un acto de arrepentimiento le puse en la mesa de la cocina todo la feria que le había tumbado en mala onda.

–Es for you. ¡Te lo ganaste! Es tuyo ¡Tomaolo!

Puntos suspensivos. Luego me dijo al chile pelón: Qierro pedirteee uno favor. Yo quereeer si me das chance de quedarrrmeee contigwo unwos días acá en your house. No problem?

Para no hacérselas más cardiaca. Jim Morrison estuvo viviendo en mi depa de la calle Fierro 26 días.

Llenó dos cuadernos Scribe de doble raya con versos, yo creía que eran rolas. Me dijo él mismo que eran poemas.

Durante su visita, solo salimos cuatro veces del depa, bueno, salió conmigo, porque nunca salió solo. Yo sí me salía unos días a carterear, más que nada para que los compas no la hicieran de pedo. Y evitar que me anduvieran buscando.

Le gustaba estar encerrado, solo con latas de sopa Cambbells, un guato de mota, unos papelitos con LSD que traía consigo desde Gringolandia y cerveza Cruz Blanca hecha cien por ciento en Juaritos.

Se aventaba unos viajesotes. Varias veces me subí con él. Nos poníamos unos loquerones con todo lo posible. Esos días nadie podía entrar a mi depa.

Fueron los días más felices de mi perra vida.

Convivir con este vato fue una experiencia psicodélica. Hoy lo cuento porque mis días están contados. No tardo en colgar los tenis. O sea que ya mero chupo faros.

Por eso te la cuento, Miguelón. Para que la pongas en alguno de tus libros. Tú que eras del barrio. Y para que sepa que me van a recordar. Porque de seguro me voy a morir, igualito que Jim Morrison. Ya vez, se suicidó, y nunca se supo que vivió un mes en Ciudad Juárez. En mi depa de la calle Fierro.

Esta historia se la quise vender hace tiempo al Diario de Juárez, pero no me creyeron, por eso que se vayan a chingar a su madre. Por eso te lo cuento a ti.

 






Miguel Ángel Chávez Díaz de León es licenciado en ciencias de la comunicación por uach - uacj. Egresó del Taller Literario del Museo de Arte del INBA de Ciudad Juárez, bajo la coordinación de David Ojeda. Premio Binacional de Poesía Frontera Ford Pellicer-Frost 1998 por Crónicas de los hombres y las tierras del norte. Premio Nacional de Periodismo 2009 por la crónica El dulce encanto de mi embolia. Ha publicado los libros Poemas completos de libros inconclusos, Policía de Ciudad Juárez, Road to Ciudad Juárez, Obra reunida (1984 – 2009), entre otros.

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