sábado, 6 de septiembre de 2014

Liza Di Georgina. Su relato La pelota



La pelota


Por Liza Di Georgina


Pepe era muy bueno para el futbol, eso que ni qué, a pesar de ser un muchachito moreno y escuálido, como lo éramos todos.

Lo de aquella noche nunca debió pasar. Es más, si Pepe no hubiera sido pobre estoy seguro que hasta habría podido jugar en un equipo de a deveras.

Pero a la gente pobre como nosotros no le llegan oportunidades, las vemos pasar como un tren que no se para, como el aire, como un sueño lejano. Lo más triste es que sí las vemos, pero sabemos que no son para nosotros.

Pepe y yo veíamos todas esas oportunidades desde la loma donde vivíamos, un arrabal de casitas de adobe, madera y cartón apostadas sobre un desierto, sin calles ni banquetas, solo arena.

Su casa quedaba a la orilla del barranco, desde ahí se veía todo, el contraste de las dos ciudades más distintas del mundo. Pegaditas como siameses, de un lado está México y del otro Estados Unidos.

La frontera es grande y, como el Río Bravo ya está seco, en algunos lugares lo único que nos separa de los gringos es una cerca de madera chueca con alambres de púas.

Pepe y yo a veces jugábamos a mover la cerca cuando estaba floja, nomás de vagos, pero luego venían los de la migra y la acomodaban. En las tardes nos gustaba jugar apuestas, para ver si los mojados lograban cruzar y escapársele a la migra.

–Te apuesto a que sí se les escapa –le decía yo a Pepe.

–Vas –y apostábamos cinco pesos.

Nos quedábamos sentados al borde del barranco, viendo las viejas casuchas abandonadas donde los mojados se quedaban esperando que la migra se fuera para poder salir corriendo barranco abajo y perderse entre los edificios del centro de El Paso.

Pero la migra era muy astuta y siempre estaba paseándose por ahí, acechando. Mi mamá y la de Pepe a veces nos mandaban a que les lleváramos agua o una tortilla a los que se escondían en las casas abandonadas. Ahí conocimos mucha gente: nicaragüenses, guatemaltecos y de otros lados.

A mí me daba coraje cuando agarraban a alguno, porque no lo echaban para acá, se lo llevaban. Le ponían esposas y lo subían a la camioneta, como si hubieran matado a alguien, nomás por cruzarse. A veces le pegaban con mucha ira, y cuando veíamos eso Pepe se quedaba muy serio mientras yo decía majaderías.

Pepe acababa de ver al último de los mojados que había tratado de cruzarse. Era un poblano que había durado mucho en la casa abandonada, se había lastimado una pierna y tuvo que esperar casi dos semanas antes de cruzarse. Al final creo que se fue para no morirse de hambre y calor, más le valía perder una pierna que la vida.Era un tipo moreno y flaco como todos los que venían, se le veía el hambre en los ojos. Se llamaba Tomás.

Pero con hambre y todo, a eso de las dos o tres de la madrugada, cuando ya todo se quedaba quieto, se ponía a canturrear una canción que resonaba a lo lejos entre los ladridos de los perros del barrio.

–¿Ya se fue Tomás? –pregunté por la tarde al llegar junto a Pepe.

–Sí –me dijo serio.

–¿Y se cruzó? –Yo quería que lo lograra, todos queríamos. Pepe negó con la cabeza y me dio mucho coraje. –¿Yo no sé para qué se van? –dije repitiendo las palabras de los viejos, quienes preferían morirse de hambre en México que ir a humillarse ante los gringos.

–Les va mejor del otro lado –murmuró Pepe, como si supiera.

–El otro lado, este lado, ¡si es la misma cosa! –los dos nos quedamos callados un rato y después nos fuimos a jugar.

Pronto olvidamos lo sucedido, como olvidan los niños. Sudados y llenos de polvo, recobramos la felicidad.

–Pepe la tiene, el Nacho se la quiere interceptar pero falla, Pepe se acerca a la portería y... ¡Goooool! –gritamos emocionados

Brincamos, chocamos las palmas y continuamos el juego, como siempre.

El sol ya empezaba a esconderse cuando sucedió.

–¡La pelota! –gritó Pepe al ver cómo el balón traspasaba la cerca y se adentraba en territorio prohibido.

–Voy por ella –sin pensarlo me pasé por entre los alambres de púas de la cerca y cruzando la línea entré a los Estados Unidos en busca de la pelota. Corrí por la arena descolorida.

Enseguida ambos escuchamos el rugir de un auto. La Border Patrol levantó el polvo frente a nosotros.

–¡Deutéungase! –gritó un oficial. Yo me detuve en seco antes de llegar a la pelota y regresé corriendo al otro lado de la cerca.

–¡No traspasing! –gritó otra vez el gringo y se bajó de la camioneta con aire amenazante para ponerse las manos en la cintura y escudriñarnos con la mirada de arriba a abajo.

–Mi pelota –replicó Pepe.

–This is american ground –continuó el gringo.

–¿Qué? –preguntó Pepe.

–Que dice que tu pelota ya es gringa –escupí sarcástico.

–Estaros Unirous.

–Es mi pelota –insistió Pepe.

–Estou es Estaros Uniros y nou pasa.

–No quiero pasar, nomás quiero mi pelota –intentó negociar Pepe.

La patrulla se quedó un rato y nosotros nos sentamos en el suelo, al borde de la cerca.

–No entiendo –quebró el silencio Pepe mientras jugaba a remover la arena cubierta de hormigas.

–¿Qué?

–¿Cómo, si las hormigas pueden pasar de un lado al otro, nosotros no? ¡Míralas!

–Éi... –asentí.

–Si hasta la tierra es la misma que va y viene con el aire, sin ver donde empieza la frontera –Pepe se quedó muy serio, con la mirada en la nada, cómo resolviendo algo en su mente.

–¡Nacho te habla mi mamá! –gritó mi hermanito Santiago.

–Ahí voy –le dije y me levanté–. Ahorita vengo. A lo mejor el aire ahorita te avienta la pelota de regreso –le dije a Pepe, quién seguía todo pensativo. No estoy seguro, pero creo que Pepe suspiró.

Yo sabía lo mucho que Pepe quería a su pelota. Se la había traído Santa Claus, bueno casi, porque se la dieron los bomberos el día de Navidad, pero él siempre decía que se la había traído Santa Claus. Y para unos niños tan pobres como nosotros esa pelota era un tesoro. Pepe recargó su rostro en el alambre de púas.

–Igual y hasta le va mejor allá a tu pelota –intenté bromear. Pero en eso, como una carcajada del destino, sopló el viento y alejó aún más la pelota.

Después de cenar me asomé por la ventana para ver si Pepe aún estaba ahí, yo sabía que era muy terco y que no se daría por vencido. Esperaría el momento, como los mojados, para ir a rescatar su pelota. A lo lejos se escuchaban los grillos rompiendo el silencio.

Entre brumas vi cómo Pepe se puso de pie, pensé que se iba a meter a su casa, pero brincó la cerca. Luego caminó hacia la pelota. No corrió, caminó. Logró llegar hasta la pelota, pero cuando la tuvo en sus manos se escuchó un estruendo acompañado de una luz anaranjada. Un disparo. Yo corrí.

Corrí hasta la cerca y comencé a gritar.

–¡Pepeeee! ¡Pepeeeee! ¡Pepeeee! –La pelota llegó hasta mis pies, salpicada de sangre y sin Pepe. Los perros comenzaron a ladrar y el lugar se llenó de gente. Todos gritamos su nombre.

–¡Pepeeee! –el viento se llevaba su nombre penetrando la oscuridad. Ahora sé que vi a Pepe gracias a la luz de la camioneta de la Border Patrol, pero la luz se apagó y Pepe no apareció más.

Yo todavía le grito a Pepe en mis sueños, muy seguido. Algunos todavía lo llamamos. A lo mejor algún día nuestros gritos traspasan las fronteras hasta encontrarlo.








Liza Di Georgina estudió licenciatura en lenguas en la Universidad de Texas en El Paso y en la Université Catholique d´Angers en Francia. Fue profesora de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde fundó un programa especial de artes en 2008 y el taller de creación literaria. Tiene más de una decena de libros publicados,  entre ellos: Cuando caen las hojas; en 2011 inició su blog Historias que contar en las páginas de holaciudad.com. En 2001 escribió el guión de la película Espejo retrovisor. Actualmente tiene un espacio  de crítica literaria en Radio Net 1490 AM y escribe para el Corredor Cultural Narvarte en el Distrito Federal, el sitio de arte Estación-Arte en Buenos Aires, Argentina, y en la revista de ciudad Juárez VORA-Magazine.

1 comentario:

  1. Con el ritmo pausado y exacto de las buenas narradoras, el punto de vista y el lenguaje sabiamente recreado de un testigo niño, este cuento trágico que ojalá fuera fantasía y no, como lo es, realidad viva en la frontera.

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