jueves, 4 de septiembre de 2014

víctor



La muerte como diálogo con el mundo y la cultura


Por Víctor Manuel Córdova Pereyra


La futilidad de nuestros actos parece estar arraigada en lo efímero de nuestra vida biológica, proceso que generalmente nos lleva a mirar la existencia como algo puramente banal, digno de minimizarse.

Confundir vida con existencia no es un fenómeno de nuestra cultura ni de nuestro tiempo, es más bien una práctica fundamentada en nuestra relación con la muerte.

El temor que se desprende al tomar conciencia de la muerte y, por ende, de la vida, parece obnubilar, no sin razón, nuestro ejercicio reflexivo en torno a la existencia.

En dicha valoración o catalogación de la existencia se implica también la exposición de la muerte como algo que adquiere una relevancia definitiva, cuya significación articula de manera axial nuestro hacer, pensar, discurrir en el mundo.

Pensar el mundo es pensar la muerte, es, en cierta forma, morir un poco. Asoma en dicho acto, a manera de revelación, un primer contacto con ella, que nos marca sin poder esquivar esa relación.

Una vez acontecida la muerte como algo pensado, como algo concebido desde la relación pensante con ella y con el entorno en que la contextualizamos, se nos transfigura en sombra que ya no puede sernos ajena, en nota cuya significación embarga distintos ámbitos. La muerte se vuelve así, acto de vida, acto presente de la vida. Presencia erigida en monumento de memoria, en recordatorio perenne de nuestra absoluta y frágil condición. La muerte es motivo de negación, de festejo, de contemplación y miedo; catedral de ansias y misterios más profundos, más propios, más honestos.

Sin embargo su compañía despliega en nosotros una incalculable angustia. Como el contacto directo con ella solo puede darse sin esperar convertirla en experiencia real, la concebimos como realidad directa toda vez que la padecemos ajena. La muerte de alguien cercano provoca de inmediato un recordatorio de su inevitabilidad. La reflexión sobre la muerte desde el dolor o desde el impacto que nos provoca al suceder en nuestra cercanía, al acontecer sobre alguien allegado a nosotros, permite, la mayoría de las veces, concebirla como dolor, palparla.

Como quien contempla la huella de algún animal extinto y solo puede, en función del impacto petrificado, calcular su peso, su tamaño desde la parcialidad que dicha huella es, así, al acercarnos a la muerte como algo que nos rodea y nos acecha, como algo que nos persigue y se manifiesta a manera de dolor cuando acontece sobre algún  ser cercano a nosotros, solo podemos calcular y medir lo que es o lo que significa cuando a partir de dicho impacto la concebimos.

Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, llegó a sentenciar “Dime cómo mueres y te diré quién fuiste”; es decir, para este poeta y pensador mexicano es indudable que la muerte habla de nosotros. Si pensar el mundo es pensar la muerte, morir es, en términos culturales, dialogar con el mundo.

Aquellas herencias, formas, resquicios o recuerdos que dejamos al partir son fuente constante de información. Por ejemplo, la forma en que la nota roja de los periódicos aborda la muerte como una constante de la violencia desde la cual es factible explicar a nuestra sociedad.

Todo lo que decimos en términos de muerte –o sobre la muerte–, es, paradójicamente una referencia de vida. Pero donde cabe una paradoja caben también miles de cuestionamientos; ninguna contradicción, por inocua que parezca es del todo inofensiva y gratuita, ya que, debido a su naturaleza incierta, cualquier contradicción implica en sí misma un desconcierto inmediato. Aquello de lo que no estamos seguros siempre será signo de inquietudes. Por ende, la muerte, como referencia de vida –o de cierto tipo de vida–, será un indicador que nos habla desde la incertidumbre.

Toda incertidumbre genera ambigüedad, por ello, si pensamos en la muerte como uno de los elementos que más alimentó la hoguera donde se encendió el fuego de las religiones antiguas, no es de extrañarnos que estas –y de hecho toda religión en sí– tengan como uno de sus fundamentos principales la duda, la ambigüedad. Dogma que se asume como tal para explicar al mundo, se niega a reconocer su naturaleza, es decir, se niega a aceptar el trasfondo ambiguo de su naturaleza.

Como hecho cultural, más que como suceso natural, la muerte permite reconocer el mundo y reconocernos en ella o a través de ella. Vemos en cada forma de morir una manera de valorar la vida. Vemos en cada forma cultural de relación con la muerte, un estilo propio de cada país, cada pueblo, de aceptarla o rechazarla.

Esa impronta petrificada que solo permite calcular el peso y la forma del animal que la dejó en su paso por el mundo nos da una idea, un punto de vista parcial de la realidad, así la muerte experimentada como dolor y como desconcierto cuando se presenta alejando de nosotros a las personas que nos rodean, solo nos da una parte del fenómeno, y como parcialidad que es, al ser referente de la vida, la muerte nos brinda un asomo de posibilidad. Toda vida que se contempla desde la muerte es, por ende, una vida contemplada parcialmente.

No obstante esa parcialidad, su importancia es poco más que capital. La parte que su presencia logra aportar constituye un verdadero complemento de la vida en lo que llamamos cultura.

El sentido oculto de las cosas y de los fenómenos implicados en la cultura alimenta también necesidades espirituales. No solo en el sentido religioso del término, sino en una amplitud más significativa.

La aportación de la muerte en ese sentido nos devela su función en la cultura, pues aunque no es ella la única que contribuye al desarrollo de la parte espiritual de la misma, su influencia es relevante. Todo el sentido oculto y todo el misterio relacionados con este fenómeno contribuyen en la elevación de valores que están arraigados en un plano metafísico, toda vez que gracias a ellos el hombre busca en la sublimación del arte, el pensamiento y demás manifestaciones de carácter humanista, concretar la explicación del perfil desconocido de la realidad.

¿Cómo morir? ¿Cómo vivir? Preguntas de un binomio configurado en el entorno cultural de diferentes tiempos. El prepararnos para la muerte nos obliga a prepararnos para la vida. Sin caer en un estadio patológico de afección necrofílica, cabe entonces preguntarse si ahora que nuestra cultura parece negar la muerte, ¿no hemos entrado en una espiral decadente donde la vida, al exponer dicha negación, carece de sentido?

¿Qué aspiración espiritual –no religiosa– puede tener toda cultura que margina esa visión de la realidad? ¿No somos seres incompletos si nos aferramos a ver la muerte como algo ajeno hasta la negación y por ello nos distanciamos del entorno abstracto y humanista que ello implica?

Ninguna pregunta importante o vital puede tener una respuesta enteramente satisfactoria. Extrañamente solo habremos de responderla desde la parcialidad de la muerte y no por nosotros mismos, esa tarea la heredaremos a manera de una nueva interrogante a quienes nos rodeen en el momento de morir.

Más allá de toda valoración que podamos concluir, es importante no olvidarnos de algo en particular: Si la muerte como hecho cultural implica también una herencia, es decir, tiene un rasgo hereditario y está relacionada con el hecho de lo que se pueda construir con ella y con lo que nos deja, toda ponderación que de la misma se haga tendrá un sesgo generacional.

Véase, por ejemplo, cómo la muerte de algún personaje admirado por la masa y relacionado con la cinematografía o con la música popular, en un periodo determinado alcanza reminiscencias casi épicas. Sin embargo, cada generación, en la medida que se distancia de los signos culturales que enaltecen a dicho personaje, va reconstruyendo con él y con su muerte una nueva relación; así, hasta que llega un momento en el cual su muerte y su vida pueden incluso dejar de ser trascendentes, o bien, adquirir un matiz distinto.

Si el personaje en cuestión representaba valores casi arquetípicos para la sociedad de su época, es posible que en un contexto histórico diferente, donde dichos valores hayan sido trascendidos o incluso adaptados y readaptados, la vida y obra del personaje en cuestión, vistas desde su muerte, adquieran una interpretación no solo diferente, sino totalmente novedosa, contribuyendo con ello a gestar toda una nueva perspectiva cultural, donde una erótica, una poética y una ética de la vida tengan un debut.

Dejando de lado este ejemplo y considerando que una vez expuesto contribuye satisfactoriamente a fortalecer lo que este ensayo sustenta, es importante volver a centrar la reflexión en ese hecho, en ese perfil propio de la muerte: su lado arcano, oscuro, ángulo que parece requerir de nosotros una interpretación.

Gracias a su naturaleza misteriosa, la muerte contribuye, como ya se ha venido insistiendo, en nuestro proceso de sublimación del mundo. Claro está que para que dicho proceso ocurra, debe existir un estado no físico –llamémosle de nuevo espiritual, por no decirle metafísico–, en el cual se mezclan anhelos, voluntades, deseos, emociones, pensamientos, ideas; elementos que se combinan para construir con ellos un panorama complementario de la realidad. Estadio en el que complementamos nuestra relación con el mundo, con la vida. Todo aquello que desconocemos solo se puede intuir o conocer –a veces pretender conocer– desde lo conocido. De la muerte conocemos el dolor, la incertidumbre y el temor, estas sensaciones, impresiones o emociones nos permiten hablar del mundo, de la realidad e incluso de la vida. Son complementos de aquellas cuestiones con las que también hablamos de la realidad, es decir son complementos de la certidumbre, del conocimiento, de la felicidad, la plenitud, la bonhomía. Como tales, es decir, como complementos, facilitan una perspectiva de la realidad basada en un carácter metafórico, a veces prioritariamente estético, a veces místico, otras tantas, lúdico.

La valoración y la ponderación que de la muerte se ha hecho en composiciones musicales, obras pictóricas, arquitectónicas, literarias, coreográficas o escénicas, así como cinematográficas, han contribuido a señalar esa perspectiva estética de los entornos culturales o históricos que las han generado y, en su carácter hereditario, nos ha ayudado a entender  a los hombres y a las mujeres de dichos periodos, es decir, han logrado erigirse como paradigmas de alteridad.

Asimismo, la herencia cultural mística que a través de la religión nos ha llegado como explicación de la muerte ha servido para expiar, en el caso de fieles y creyentes, la sensación temerosa de culpa que se ha gestado con la idea del pecado en los modelos cristianos axiológicos de Occidente, auxiliando a palpar una dejo de esperanza –no sin su respectiva vinculación a temor– en quienes siguen y creen los principios relativos a la fe.

Al igual que en el caso de la mística, el lado lúdico en el que se manifiesta una ponderación de la muerte como universo arcano, como perfil hermético, está íntimamente vinculado al fenómeno estético. Toda burla, exageración, denostación o parodia que se haga de la muerte, será necesariamente expuesta mediante un producto material que siempre –o casi siempre está elaborado con un modelo estético, llámese melodía, grabado, caricatura, etcétera.

Difícil es no pensar en El nombre de la rosa de Umberto Eco, la tesis que dicha novela sustenta en torno al papel de la risa que, en el caso concreto del libro de Eco, se logra mediante la sátira. El escarnio como forma de evidenciar la debilidad de la naturaleza humana lleva a los hombres a reírse y a olvidarse de Dios, según algunos de los personajes de la novela en cuestión. Si trasladamos esta situación a aquella donde el objeto de la burla sea la muerte –como en el caso de ciertas manifestaciones de la cultura mexicana, pensando, sobre todo en el consabido ejemplo de la obra de José Guadalupe Posada–, las imágenes plásticas, las composiciones  musicales y otras manifestaciones alimentan el enfoque lúdico con el que se exponen en esa característica que el misterio es. Lo no conocido abiertamente, es decir lo oculto, se sublima a través de una exaltación hilarante de lo retratado en la obra artística o artesanal que aborde el tema.

Otro ejemplo pertinente quizás lo constituya la calavera. Esa forma literaria que de manera popular se ha cultivado en México durante décadas y en las que se supone la muerte  “se lleva” a personajes conocidos y reconocidos, a personas públicas que, en función de ciertos rasgos y defectos, son expuestos de manera satírica en al versificación de dichos escritos.

Por ejemplo, esta calavera anónima publicada en internet en 2013 y que se dirige al Congreso del Estado y a las problemáticas que representa:

Congreso del Estado

La calaca muy sabionda
dejó para el final
un suculento bocado
de diputado local.

Volando llegó al congreso
tenía cuentas por saldar
con priistas, panistas, perredistas
y uno que otro del PANAL

Les propuso mil reformas
adecuaciones y más,
pero cuál fue su sorpresa
se la echaron para atrás.

Le dijeron a la inocente,
primero has de cabildear
con monedas y billetes,
parece que no conoces
el proceso en que te metes.

Burlándose a más no poder,
le aclararon lo siguiente,
¿crees que producto de suerte
salió el del instituto electoral?
¿o el de derechos humanos?

No manita, negociamos,
primero se puso precio,
después nos pusimos a mano.

La parca se molestó
al escuchar argumentos
irritada procedió
a desaparecer jumentos...

La versificación rimada y la caricaturización que de los políticos se hace en dicho escrito funciona como burla de la realidad política mexicana, toda vez que es producto de la sublimación, es decir, de poner en un nivel de percepción sensorial y emotiva transfigurada con al finalidad de generar reacciones propias de dicha elaboración, en este caso: la risa, la burla, el escarnio.

Sea como fuere, puede concluirse, entre muchas cosas, que la muerte no va a dejar de ser en nosotros una interrogante, una pregunta abierta, expuesta  como una herida por donde supuramos terror, desconcierto, incertidumbre; sensaciones y emociones que alimentan el espíritu, el contorno netamente humano, la naturaleza sensible, el perfil cultural denominado existencia. Y que, al hacerlo, opera también esta inseparable compañera, esta sombra perenne, como un complemento indispensable de la vida.







Víctor Manuel Córdova Pereyra cursó la licenciatura en artes escénicas, opción teatro, en el Instituto de Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es actor, director de teatro y dramaturgo. De 1999 a 2005 fue profesor de teatro en la preparatoria del Tecnológico de Monterrey, campus Chihuahua Fundó y dirigió el grupo de teatro independiente Galileo, que después se llamó Génesis, hoy desaparecido. Es autor de las obras Los milagros de los santos olvidados, Se equivocó la paloma o la vida por venir, El ángel de la miseria, Paseo Bolívar 401 y Aquí no pasa nada y Seres de frontera. Es director del grupo de teatro Enrique Macín, de la Facultad de Filosofía y Letras.

1 comentario:

  1. La muerte es el texto sobre el cuál reflexiona este autor para bordar con diferentes asuntos de la vida oscurecidos por el misterio e iluminados por el fulgor de una región imaginaria que jamás conoceremos como testimonio.

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