Lo irreversible. Memorias de una chica en silla de ruedas
Por Ivette Royval
¿Te pedí por ventura
creador,
que transformaras en
hombre este barro del que vengo?
¿Te imploré alguna
vez que me sacaras de la oscuridad?
[Poema del escritor inglés John Milton (1608-1674) La cita procede del Canto X en el que Adán se lamenta ante el Creador después de la caída].
Cerré los ojos y me sumí
en el sueño de la anestesia. No era la primera vez que me encontraba en ese
trance. Sin embargo, en esta ocasión, no solo me iban abrir el pecho, sino que
tendría que depender de la pericia del médico y de la máquina a la que me iban
a conectar para sobrevivir. Este tipo de
operaciones se realizan todos los días en los hospitales del mundo, a decir de
mi doctor. Pero para el paciente que está en la “plancha” resulta algo más que
aterrador, saber que le estás confiando tu vida a un total extraño. En mi caso,
más que al hecho de morir, (le he coqueteado a la muerte y ella a mí, en más de
una ocasión) le temía a la posibilidad de quedar peor, (como aquella primera
vez, en la que al médico se le ocurrió
extirparme los tendones de las rodillas, pensando que volvería a caminar). En ese “peor” caben muchas posibilidades,
desde quedar cuadripléjico hasta convertirte en vegetal. Por ende más
sufrimiento no solo para mí, sino para mis padres que ya han tenido bastante con esta “cruz de hija”.
Recuerdo, a propósito
de mis padres, que antes de entrar al quirófano se despidieron de mí por si
acaso. Trataban de contener las lágrimas y yo de hacerme la fuerte. Mi hermano
también estaba ahí, compungido. No hay nada más doloroso que ver sufrir a los
que te quieren y saber que eres la causa
de su sufrimiento.
Una noche antes, un
sacerdote me confesaba y me daba la extremaunción para un “buen morir”, lo que
sea que eso signifique. Solo me arrepiento de dos cosas, de una acción que más
adelante relataré y del innecesario suplicio por el que nos he hecho pasar.
Medio narcotizada en
la mesa de operaciones, antes de mi cirugía, me distraía escuchando el radio
(¿Para qué tendrán un radio en el
quirófano? ¿Lo apagarán mientras operan?) Entonces, se me ocurrió pedirle una
señal a Dios, quería escuchar algo que me convenciera de que todo iba a salir
bien. Nada más absurdo. Por supuesto esa señal melodiosa nunca llegó. En vez de
la señal, llegó el anestesiólogo. Me preguntó que cómo me sentía, casi con fastidio fingí una
sonrisa y moví la mano de un lado otro para externar que más o menos. Después
me pidió que contara del uno al diez mientras me ponía la máscara con la
anestesia. Ese olor siempre me estremece. Dicen que tenemos una memoria
olfativa y que ciertos olores pueden desencadenar que revivamos tal o cual
circunstancia de nuestro pasado. A mí me basta con percibir el aroma de la
anestesia para transportarme a aquel
quirófano donde me operaron la primera vez.
Mary Shelley
escribió: “es difícil creer que el
destino del hombre sea tan bajo que le lleve a nacer solo para morir”. Leí
Frankestein cuando tenía como 13 años, casi
de inmediato me identifiqué con esa criatura rebelde que cuestionaba a
su creador. ¿Por qué me habían creado
así? ¿Por qué he estado tantas veces en situaciones críticas? Suelo preguntarme.
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