domingo, 7 de febrero de 2016

Ivette Royval. Lo irreversible.


Lo irreversible. Memorias de una chica en silla de ruedas



Por Ivette Royval




¿Te pedí por ventura creador,
que transformaras en hombre este barro del que vengo?
¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la oscuridad?

[Poema del escritor inglés  John Milton (1608-1674) La cita procede del Canto X en el que Adán se lamenta ante el Creador después de la caída].

 


Cerré los ojos y me sumí en el sueño de la anestesia. No era la primera vez que me encontraba en ese trance. Sin embargo, en esta ocasión, no solo me iban abrir el pecho, sino que tendría que depender de la pericia del médico y de la máquina a la que me iban a conectar para sobrevivir.  Este tipo de operaciones se realizan todos los días en los hospitales del mundo, a decir de mi doctor. Pero para el paciente que está en la “plancha” resulta algo más que aterrador, saber que le estás confiando tu vida a un total extraño. En mi caso, más que al hecho de morir, (le he coqueteado a la muerte y ella a mí, en más de una ocasión) le temía a la posibilidad de quedar peor, (como aquella primera vez,  en la que al médico se le ocurrió extirparme los tendones de las rodillas, pensando que volvería a caminar).  En ese “peor” caben muchas posibilidades, desde quedar cuadripléjico hasta convertirte en vegetal. Por ende más sufrimiento no solo para mí, sino para mis padres que  ya han  tenido bastante con esta “cruz de hija”.

Recuerdo, a propósito de mis padres, que antes de entrar al quirófano se despidieron de mí por si acaso. Trataban de contener las lágrimas y yo de hacerme la fuerte. Mi hermano también estaba ahí, compungido. No hay nada más doloroso que ver sufrir a los que te quieren y  saber que eres la causa de su sufrimiento.

Una noche antes, un sacerdote me confesaba y me daba la extremaunción para un “buen morir”, lo que sea que eso signifique. Solo me arrepiento de dos cosas, de una acción que más adelante relataré y del innecesario suplicio por el que nos he hecho pasar.

Medio narcotizada en la mesa de operaciones, antes de mi cirugía, me distraía escuchando el radio (¿Para qué tendrán  un radio en el quirófano? ¿Lo apagarán mientras operan?) Entonces, se me ocurrió pedirle una señal a Dios, quería escuchar algo que me convenciera de que todo iba a salir bien. Nada más absurdo. Por supuesto esa señal melodiosa nunca llegó. En vez de la señal, llegó el anestesiólogo. Me preguntó que cómo  me sentía, casi con fastidio fingí una sonrisa y moví la mano de un lado otro para externar que más o menos. Después me pidió que contara del uno al diez mientras me ponía la máscara con la anestesia. Ese olor siempre me estremece. Dicen que tenemos una memoria olfativa y que ciertos olores pueden desencadenar que revivamos tal o cual circunstancia de nuestro pasado. A mí me basta con percibir el aroma de la anestesia para  transportarme a aquel quirófano donde me operaron la primera vez.

Mary Shelley escribió: “es difícil creer que el destino del hombre sea tan bajo que le lleve a nacer solo para morir”. Leí Frankestein cuando tenía como 13 años, casi  de inmediato me identifiqué con esa criatura rebelde que cuestionaba a su creador.  ¿Por qué me habían creado así? ¿Por qué he estado tantas veces en situaciones críticas?  Suelo preguntarme.


Ivette Royval es licenciada en administración financiera por el Tec de Monterrey, pero nunca ha ejercido. Desde joven le apasionó la literatura y por esa razón cursó un semestre de letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras, estudios que abandonó por motivos personales.

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