lunes, 30 de noviembre de 2020

Luis Fernando Rangel. El hijo que no tuvimos

 

v/lfr

El hijo que no tuvimos

 

 

Por Luis Fernando Rangel

 

 

a la mujer que espera

 

 

El mundo existe

para que ocurran momentos así:

espero el autobús, de noche,

frente a un restaurante de hamburguesas

mientras ella descansa en su habitación.

Nunca he comido hamburguesas ahí

y no sé si a ella le guste.

Sé, sin embargo, otras cosas menos importantes:

a dos cuadras de su casa hay un bar

y venden los mejores nachos que he probado.

 

A un lado de mí dos parejas esperan el autobús

y un hombre solitario se sostiene de su guitarra.

Me siento triste por él

porque no podrá ofrecer su concierto de lamentaciones

ya que el auditorio está a reventar

y pienso en que el guitarrista viejo y triste

no arrojará monedas sobre su mesa

porque seguirán reposando en el bolsillo de los pasajeros

ansiosos por llegar a su casa.

El hombre se preguntará

¿qué no acaso todo el mundo es nuestra casa?

o al menos sería lo que yo me preguntaría

y terminaría por responder

las aves tienen todo el mundo para ellas

y solo comparten el sueño con dos o tres árboles.

Ella no se pregunta cosas porque duerme en una cama que no es la suya,

porque su verdadero hogar está a cientos de kilómetros

pero reposa en un lugar que a veces llama casa.

 

Es tarde, creo,

la luz se ha ido y ahora todo es una larga sombra.

En el restaurante la gente conversa

y no sé de qué se puede hablar en un lugar como ese.

Quizá hablan del calor y del capitalismo,

de lo mal que va el mundo.

Ya saben, así son los viejos que se quejan de todo

y los jóvenes que nunca aprenden nada.

Yo no diría palabra alguna.

En silencio, ceremoniosamente,

daría una mordida tras otra mientras pienso en ella,

pero pensar tanto las cosas es un problema

y la nostalgia es algo caro.

Las luces del restaurante se apagan,

el autobús pasa y no me subo,

porque prefiero quedarme ahí esperando al siguiente

y prefiero quedarme pensando en las cosas que compartimos,

en la carne congelada que guardan en el restaurante,

en la noche en que nos abrazamos

y ella debería estar en su cama

y yo debería estar alzando mis ojos al cielo, en oración,

porque a veces se me da hablar solo

y pensar que alguien me escucha.

 

Me asomo a la calle

y veo cómo el autobús se pierde a lo lejos.

Sonrío y la nostalgia se me acumula entre los brazos

porque pienso en el hijo que no tuvimos.

Llega el siguiente autobús y me voy

mientras en mi cabeza canto canciones de cuna

y pienso en que ella duerme, en calma,

esperando el perdón de los pecados.

Me gustaría comer una hamburguesa con ella

mientras platicamos de lo mal que va todo.

Y al subir al camión tomo asiento en la fila cercana a la ventana

para ver todos los restaurantes de hamburguesas

que hay en esta triste ciudad congelada.

Pienso en el nombre del hijo que no llegó

como si en realidad me hubiera gustado tenerlo.

Pienso en que es tarde y debo llegar a casa

y prepar cena

para una sola persona.

 




Luis Fernando Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Hotel Sputnik (Tintanueva, 2016), Poemas para un lugar común (ICM Chihuahua, 2018), Los líricamente desmadrados (Ediciones O, 2020) y Dibujar el fin del mundo (UACH, 2019). Coordinó la antología de poemas No haremos obra perdurable (Sangre ediciones, 2019). Ha publicado en revistas y suplementos culturales: Tierra Adentro, Visita al patio, Punto en línea, Punto de Partida, Himen, Pliego16, Estilo Mápula, Hybris, Morbífica, Tragaluz, Sophía, entre otras. Actualmente es jefe de Unidad Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, director editorial de Sangre edciones, editor de las revistas Metamorfosis y Fósforo, así como conductor del programa radiofónico El pensador.

Patricia Ramírez García. El tiempo fluye como el agua en el río. Confucio


 

El tiempo fluye como el agua en el río. Confucio

 

Por Patricia Ramírez García

 

A los 8 años vivía con mi familia en Veracruz, en un campamento de Laguna Verde llamado El Farallón, a un par de horas del Puerto. Había una playa y,  por supuesto, la laguna, ambas a menos de un kilómetro de mi casa. Nunca entré en la laguna, pensaba que estaba habitada por cocodrilos que me arrastrarían a la profundidad; era un lugar peligroso y prohibido.

Los fines de semana íbamos a la playa, era de olas bravas. Mi papá nos llevaba a mi hermano y a mí hasta el punto donde las olas comenzaban a formarse. Nos enseñó a dejarnos llevar por ellas hasta la orilla, era increíble sentir como te elevabas y avanzabas a toda velocidad, la revolcada al romperse la ola era inevitable; pero valía la pena por la emoción de cabalgarlas.

Apenas un mes después de cumplir 15 años, y ya viviendo en Chihuahua desde dos años atrás, entré a estudiar al Bachilleres 1. Ese primer año reprobé educación física. En mi defensa diré que no me gustaba jugar básquet, se me doblaban los dedos y me torcía las muñecas en cada jugada; para poder aprobar la materia tenía que ir durante todo el verano a las clases de natación que daban en la alberca del plantel. Fue un castigo divino, un verano especial.

Un día se me ocurrió decir que yo había aprendido a nadar sola y que había perfeccionado mi técnica durante las clases  de ese verano; mi papá reclamó ofendido: yo fui el primero en llevarte a una alberca, al río y al mar; pasé días cuidándote, enseñándote a flotar y nadar; aunque fuera de perrito. Aún al día de hoy se indigna cada vez que recordamos esa anécdota. Existen muchas fotos que atestiguan y dan razón a su reclamo, recuerdo en especial una donde estoy en la orilla de un río montada en un salvavidas de mariquita y mi papá a un lado evitando que la corriente me llevara.

Al salir del Bachilleres y entrar a la universidad. me inscribí en la alberca de Santo Niño. Me hicieron una prueba y quede en nivel intermedio.

La sensación de ir ligera en el agua, fluyendo, sentir que mi cuerpo no tenía peso, tener el control de mi respiración, me recordaban esos días en la playa de El Farallón. Llegué a tener buena condición, mis profesores eran excelentes. Cuando pase al nivel avanzado me enseñaron tácticas de rescate y sobrevivencia.

Aun así, temo a las profundidades, donde nada contiene al agua.

Durante unas vacaciones quise ir a ver ballenas en su llegada a riveras mexicanas. Me fui a Sayulita, un lugar increíble, paraíso de los surfers en la Rivera Nayarita. Contraté un tour que me llevó  mar adentro, donde pude ver ballenas, delfines y mantarrayas. La cereza del pastel: una reserva natural, las famosas islas Marietas. Es como una dona gigante; en el hueco del centro está la playita del amor.

Para acceder a esta famosa playa hay que lanzarse al mar abierto y pasar por un túnel natural azotado por la marea. Tenía puesto mi chaleco salvavidas con el que podría flotar como un pecesito naranja con mi panza al sol, pero estaba ahí, en el borde del barco dudando; recuerdo estar sudando frio tratando de convencerme de saltar.

No podía no hacerlo, esa no era una opción, estaba a unos metros del paraíso; trague saliva y salté; no sin dar un fuerte y terrorífico grito para aliviar el estrés.

El delirio de persecución no me abandonó ni un momento, un miedo terrible a ser succionada hacia las profundidades por un  monstruo, o por la marea.  Por mi cabeza también cruzó la idea de que surgirían medusas gigantes y yo moriría entre sus tentáculos venenosos, braceaba y pateaba sin éxito, mi avance era lento y penoso, con insuficiencia respiratoria y palpitaciones.  Fueron veinte minutos de angustia pensando que sería devorada por tiburones y pirañas; o todo ser vivo del mar a la vez; o por el mismo océano.

Si lo sé, es irracional e imposible, las pirañas ni siquiera existen en el mar. Era imposible seguir El camino del Tao, ponerme filosófica y aspirar a una conducta intuitiva, en armonía, sin esfuerzo, tal como fluye el agua; según las enseñanzas.

Ese brinco valió mil veces la pena. La arena era fina y limpia, el sonido grave de las olas rompiendo en las rocas y la cantidad de aves que revoloteaban era impresionante; la brisa y el olor a sal eran perfectos; me sentía en un sueño ideal, feliz y plena, exhausta y satisfecha. Supongo es la misma sensación que cualquier ser humano siente al vencer un obstáculo, superar un miedo o  recibir la recompensa.

Tengo tantos recuerdos conectados al agua, me atrae y me asusta por igual. Sinceramente creo que la vida siempre nos da oportunidad de saltar y vivir experiencias únicas, o quedarnos en la orilla, a salvo, en la tranquilidad de lo conocido. No hay correcto o incorrecto, solo elecciones, cualquiera que elijamos, será en ese momento la correcta.

 





Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área  de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México.

José Manuel García-García. La humanidad es un hormiguero de tribus enemigas


 

lunes de jmgg


La humanidad es un hormiguero

de tribus enemigas

 

 

Por José Manuel García-García

 

 

I

Fernando Frías de la Parra, Ya no estoy aquí (2019). Película de tesis: la miseria es prisma fractal: sociología de una épica bufa sin fin, filosofía de mudo estoicismo repetido en cada “Kumbia Rebajadona” de cada cholo-kolombiano en trance ritual.

Es la Danza del Águila Nativo-Americana con ritmo caribeño.

Es la historia de una tribu urbana llamada Los Terkos, con K de “Kédekékulero”.

Es la resurrección de Los olvidados (1950): los zombis a ritmo de una nostalgia transnacional: a los cholos de Monterrey les late un corazón colombiano (“akábienvergamorro”).

Es (también) la sociología de la balacera narca, la vecindad del chavo-loko que es laberinto de fantasmas y avisos de muerte, el borrachín que se aparece en cada esquina como pregonero del avance enemigo: ya viene la policía (omnipresencia limitada), ya no tardan las “klikas” enemigas.

El profeta del apocalipsis es el loco del barrio y es el locutor mofletudo que interrumpe su apología del terruño cultural para darnos un mensaje de su (gobierno) patrocinador.

 

II

Ya no estoy aquí es la chaviza en orfandad perene, los mata tiempos que se reúnen en la obra negra de un jardín en la azotea, entre el olvido de la Historia y el valemadrismo subsumido en sano esparcimiento (los bailes son mezcla de gimnasia y danza de códigos y señales de identidad).

“Terkos por Siempre” es la consigna de la pandilla que quiere ser feral, pero “siempre” es un proyecto demasiado eterno para ser verdad: el sueño de la distracción cumbiera acaba cuando los enemigos ametrallan a los jefes de la Nación Estrella (cinco pandillas y un centro) y el cholo Ulises termina como sospechoso inmediato de esa masacre.

Así emprende su viaje que será un bildungsroman con moraleja: cuando Ulises regrese, el barrio será otro: sin Terkos, sin profetas: solo una nueva modalidad de crimen: la guerra entre policías y narcos. Monterrey hecha pedazos, asaltada por batos rompecoches y sirenas y farolas encendidas en Apocalipsis Now.

Y mientras el país se quiebra, Ulises-Nerón le dedicará su última danza al barrio que ya no es suyo; total, así es la Historia de los vencidos y el Último de los Mohicanos se resignará a ser una de las víctimas colaterales de la pataleta del presidente Calderón (imagen: el Borolas agitando el avispero narco contra las poblaciones desarmadas).

 

III Ulises (Juan Daniel García Treviño): el pequeño Ulises: bailarín desde los 5 años, mini-mito del barrio (las cinco pandillas de un Tepito norteño); luego: el Ulises adolescente, rodeado de groupies: la novia (“morrilla chida”), el niño copycat (“morrillo trucha”), los compas que vagan por las calles de un barrio (antiguo cerro) lleno de calles amuralladas, secretas, caserío-armaduras, geografía de trampas y armas contra el asalto-chota.

Ulises, chavo navegante, obligado al exilio, acusado de traicionar al jefe de la Estrella.

Ulises en NY: incomunicación exasperante, silencio terco: confusiones, amistades efímeras de Circes que le dan cobijo: la colombiana y la niña china (groupie instantánea) que repite la palabra “verga” como sinónimo de OK.

 

Ulises con su pelo estilo gorra-peruana, rostro hecho para el estoicismo que es mutismo ante los martillazos del destino.

Ulises, personaje en Nueva York (país de maravillas inasibles), acosado por la brutalidad verbal de las tribus exiliadas: mexicanos roomies, emisores de carcajadas fiscales.

Ulises (sin saberlo) llevó con él la división de castas socio-raciales: paria en México y paria en NY. Ser subalterno que enfatiza las marcas de identidad tribal: el inglés es un sonido insoportable, la música pop es una aberración, las personas que se acercan a él no entienden que Allá era el Príncipe del bailongo punk-colombiano.

NY es para Ulises hibridez excluyente: las “personas” (rostros de efímera identidad) son solo miembros de tribus enemigas. Mejor regresar al terruño, su Ítaca musical.

Pero al volver, ya sabemos, Ulises no será el mismo, y su barrio también será un panorama de gritos y micro guerras entre narcos y soldados. (Y los patriarcas de la violencia a nivel país estarán atentos al mapa de la destrucción nacional).

 

IV

Y al final, solo me queda la desesperanza, las furtivas imágenes de un Ulises en plan épico (que no cuajó): el viaje a la gran urbe (New York) donde las tribus son las mismas de México, pero con un inglés de recovecos y sarcasmos sin traducción.

Ya no estoy aquí, destino del Perdedor, el Loser con cara de amargura: close up a la mirada que refleja el hormiguero poblacional, la panorámica desde los altos cerros verdes (de día) y sinestros (de noche): caserío de la depresión antropológica: arquitectura democrática del ladrillo-block, el último refugio de Los Miserables que bailan al ritmo de una herencia que cambia a cada golpe (de estado) de la narcocracia, o a cada golpe del destino que vino y nos cargó.

Ya no estoy aquí, el grito de la llamada por teléfono que nadie responde, el quédate allá, porque a México se lo cargó la narcada. (Y ahora el soundtruck “La Tropa Vallenata” -no sea que el apocalipsis sea puro tecno-pop fifí.

 





José Manuel García-García es autor de muchos libros, la mayoría de ellos publicados, entre ellos estos: Estados de asombro. Entre aforismos y micropoemas (2016), GUARDA-QUIMƎRAS (2016), Microagniciones (2015), Piezas para un poemario (2014), El libro de las islas perdidas (2012) Guardamemorias (2005), Literatura juarense (Inicios de modernidad) 2017, Literatura juarense (Escenas de guerra) 2017, La obra de Jesús Gardea. Hacia una mereología estética (2017) y Ciudad Juárez, versiones de una Toma, 1911 (2011)Fue coordinador del Taller Literario del Museo de Arte (INBA, 2000-2007) y lo es del Taller Literario Pizca a las 6:30, Las Cruces, desde 2011. Ha sido editor de una veintena de libros de diversos autores, de Armario (suplemento cultural de Semanario, ciudad Juárez, 2000-2007), de las revistas Noesis (UACJ) y Arenas Blancas (NMSU). jmgarcia@nmsu.edu

Patricia Lozoya. Catalina

algo del hubiera

Catalina

 

Por Patricia Lozoya

 

Mi madre nos enseñó a verle a los ojos, a seguir desde pequeños la magia de sus ojos. Sus grandes y brillantes ojos. Las cejas bien definidas, hermosamente arqueadas y los párpados grandes y profundos de sus intensos y sabios ojos.

Nos instruyó a leer la diferente luminosidad de su mirada y a cobijamos siempre con su irrefutable autoridad. Nos invitó a confiar en las palabras alentadoras de luz, a veces dolorosa pero necesariamente correctiva. A veces también entristecida. Con un dejo de preocupación en ocasiones, que trataba de cobijar con su sonrisa.

Recuerdo los ojos de mi madre y su mirada valiente en las adversidades, en la lucha diaria para dar el pan y educar a una decena de infiernitos; cómo sus párpados caían reverentes al juntar las manos para orar y agradecer por nosotros. Su honorable orgullo de pertenencia.

Sus ojos que vi a veces derramarse, como cuando nos hablaba de su infancia, de la ausencia de su madre, de la lejanía del padre y la pérdida de dos de sus retoños.

Uno de los recuerdos fijos en mi memoria es de cuando tenía yo tres años. Evoco primero a mi tía Yolanda llevándome en brazos al comercio, mis ojos veían la pared de adobes muy cerca de mí. Lo último que recuerdo fue una piedra saliente del muro. Al despertar, me encontraba en brazos de mi madre, su cabello azabache caía como cortina a un costado, entonces vi el amor marcado en sus ojos llorosos y sentí (hoy lo pienso que algo así debía ser) el paraíso y nada podría estar mal.

Desde entonces busqué ir a descansar detrás de esa cascada que ella representa.

Los ojos de mi madre eran multifacéticos. Por la mañana nos llamaban a desayunar, nos urgían para la escuela, daban muestra de solidaridad con los demás, aprecio hacia la gente. Lanzaban, cuando era oportuno, un manual de correctivos, un brillo inusual en la sorpresa, una biblia de agradecimiento y un evangelio de paz y de calma en las tormentas.

Hoy los hermosos ojos de mi madre todavía nos sostienen, nos mecen con cariño. Y aunque han perdido lozanía, desfallecen y vuelven a sonreír porque bien sé que les anima la fe.

Por eso lo confirmo: no hay fulgor más valioso, para quienes tatuó en su retina, que el maravilloso portento de los ojos de mi madre.

 





Martha Patricia Lozoya Nájera comenzó su carrera profesional muy joven en el área de servicios enfocados a lo contable. Durante la formación académica participó en eventos literarios, tanto de escritura como de oratoria y declamación. En 2015 participó en la antología poética Girasoles, sueños y palabras, que incluye a escritoras de diversas ciudades de la república mexicana. Ese mismo año se incorporó al staff de Clave ETR Comunicación en Libertad, equilibrio en movimiento, de Radio Universidad en Chihuahua, en el programa La voz del corazón. Tiene en prensa su libro Con remitente y destinatario, que saldrá a la luz en 2019.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Alma Rosa Estrada. No me comprendas, amor

Foto Pedro Chacón

el poema del domingo

No me comprendas, amor

 

 

Por Alma Rosa Estrada

 

 

No me comprendas, amor.

Déjame intentarlo yo.

Es lo que quiero. Yo estudiarte

y comprenderte,

y si no puedo,

así aceptarte,

amarte así,

y lograr que seamos

y seas

feliz.

 

 

 

 

 

Alma Rosa Estrada Comadurán (1929 – 2000) nació en Guerrero, Chihuahua, y vivió gran parte de su vida en Ciudad Cuauhtémoc. Estudió curso comercial en el Instituto América de la ciudad de Chihuahua. En 1993 la UACH publicó su primer libro de poemas titulado Una mujer. En el año 2000 se publicó su segundo libro, llamado Tan cerca de la vida. En 2018 se publicó el tercero: Una mujer tan cerca de la vida. En Cuauhtémoc durante algún tiempo escribió y publicó crónicas  periodísticas en el semanario La voz de Cuauhtémoc. También fue una magnífica violinista y compositora de canciones.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Humberto Quezada Prado. Nonoava

Nonoava

 

 

Por Humberto Quezada Prado

 

 

Cuando al morir la tarde

el balance de alegrías cambia el semblante,

la melancolía vuela, llega rauda.

Se anida en los corazones pensativos.

El momento nos convida

los recuerdos,

los tiempos idos, el día que agoniza.

La faena se acompasa,

aparece la estrella vespertina,

su coro de luces en abonos

en el día que se aleja dando pie

al bautizo impasible del momento.

Ciclo interminable cada día por la mañana,

cada fecha en mediodía,

cada lapso transcurriendo.

 

Al morir de la tarde el paisano

se hace de inventiva, repite tonadillas, exigente,

imagina cada nota, en tono de Sol repite el trazo,

va marcando, corrigiendo, remarcando.

En sagrada pausa prepara la sorpresa:

la tarde que se va rompe la monotonía,

los acordes vuelan y se quedan

en el gusto de la audiencia.

Placentera ensoñación de paraíso que nos lleva

claro, entre nubes, caminito de la dicha,

en el gozo de sutil, politonal, ejecución.

 

Y así como se guiña un ojo a la montaña,

la quietud titilante de la bóveda celeste arrulla

en el descanso la inspiración, se agolpa, vuela, llega

se plasma en el rasgueo, busca la comparsa,

la nota se atropella, vuela, llega

y se desborda en melodías para nacer

alegre o taciturna, al morir la tarde

en el estreno tan de aquí, como cercano.

 

 

 

 

Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.