viernes, 20 de noviembre de 2020

Margarita Aguilar Urbán. Mario Lugo: de suicidio y misericordia


Mario Lugo: de suicidio y misericordia

 

 

Por Margarita Aguilar Urbán

 

 

Hace algunos meses, a principios del encierro ocasionado por la pandemia, la escritora Carmen Boullosa convocó a sus seguidores, a través de Twitter, a escribir una palabra asociada a la primera letra del nombre de cada uno. El mío empieza con M, así que, en estos tiempos aciagos, fue inevitable anotar la palabra “muerte”, pero también vinieron a mi mente “miedo” y “melancolía”. Poco después me recriminé: ¿por qué en mi escritura automática no surgió el término “misericordia”?

Esa reflexión revivió en estos días cuando leí el libro Detén mis trémulas manos. Crónicas de suicidios (Instituto Chihuahuense de la Cultura, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, 1998).

En 1995, el escritor Mario Lugo ganó con esta obra el Premio Nacional de Testimonio (hoy Premio Nacional de Crónica Literaria Carlos Montemayor), y por la generosidad de su autor llegó a mis manos hace unas semanas, más de veinte años después de su publicación.

Pienso en la afirmación de Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi: “El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer”.  Me apropio del enunciado y agrego que no hay suceso casual; en ocasiones un libro se abre para despertar inquietudes tan presentes en el alma que cada palabra leída empieza a sonar conocida, como si la propia conciencia hablara, como si los hechos se revelaran familiares y actuales.

Porque en la crónica de Lugo, que va desmadejando una serie de sucesos descarnados, aparece la condición menesterosa del ser humano tan presente en el entorno actual, la situación que reclama cada día misericordia, “corazón solidario” en su significado etimológico, y que no recibe respuesta, debido a la ceguera social.

El título Detén mis trémulas manos es un ruego desesperado de la persona a punto de ejecutar el acto suicida. ¿Dirigido al Creador, al Juez de la Vida y de la Muerte o a la persona indiferente que no ha podido percatarse de la necesidad del sujeto que tiene a su lado?

Escribe Mario Lugo: “Salvo los dementes, los suicidas siempre avisan, o advierten acerca de sus intenciones. Pero las miserias diarias, la rutina, no nos permite enterarnos” (p. 24).

La investigación de Lugo saca a la luz historias cotidianas donde el aislamiento y la incomprensión parecen ser las primeras muertes a las que se condena a los individuos.

El volumen está construido a partir de textos breves, no exclusivamente narrativos; las crónicas van entretejidas con retazos de reflexiones, estadísticas, clasificaciones de los tipos y causas del suicidio, así como alusiones literarias y filosóficas. La crónica adquiere entonces tintes ensayísticos donde se desarrolla la idea de que, si bien la depresión y otras alteraciones psiquiátricas empujan a los individuos al suicidio, son muchas más las motivaciones externas: la falta de afecto, el abandono, la soledad.

Dentro de las alusiones literarias, la imagen de los suicidas, proveniente de la Divina comedia resalta el horror del tema. Por otro lado, la asociación con el suicidio de Judas como autocastigo merecido refuerza la convicción de los individuos de “no ser dignos de misericordia”. El suicidio por ahorcamiento, a decir de Lugo: “Es el dolor necesario que acompaña al triunfo definitivo de Dios, del hijo de Dios” (p. 17).

El estilo se presenta minimalista, despojado de toda información innecesaria. Este laconismo deviene en cuadros expresionistas. La crudeza desnuda intensifica la fiereza de la realidad. Como en la primera crónica narrada sobre una niña de nueve años: “Un poco después el médico legista hizo saber a la prensa que Jazmín había sido violada varias veces. […] Se insistió en que el ahorcamiento fue por imitación a una película que pasaban en la televisión; El juez y la horca, aseguraron que se llamaba” (p. 13).

¿Cuál fue la motivación de Lugo para escribir este libro? ¿Por qué se convirtió en un “cazador de suicidas”? Al recorrer las páginas, el lector descubre, entre las crónicas, una personalísima, autobiográfica: la del suicidio de su abuelo.

De una manera sobrecogedora, describe su imagen después de la autopsia: “Pensé en un mono de peluche destrozado por un niño violento que, luego de llenarlo apresuradamente de aserrín o borra, lo vuelve a cerrar” (p. 30).

En otro fragmento habla del “hombre apacible”, quien regaló a todos sus nietos “un pedacito de amor”, pero que un día se quedó solo, sin compañera, sin amigos y con la familia envuelta en la vertiginosa vida cotidiana llena de compromisos que dejan fuera la cercanía con los viejos. “Me lo imaginé sentado en su banco durante mañanas y tardes interminables construyendo senderos en el suelo con una rama […] esperando la noche con la vaga esperanza de que alguno de aquellos que en ese momento lo llorábamos tan desconsoladamente apareciera para conversar de cualquier cosa.” (p. 60).

Ante esta declaración, el libro adquiere una dimensión estética diferente, porque el espíritu que anima la narración parte de la necesidad de exorcizar demonios personales a través de la obra literaria.

El libro cierra con la oración del suicida, el hombre bestial ruega a Dios salvarlo de su locura. Pide un poco de esperanza, la luz de la fe que lo aparte de perder la vida por la propia mano.

Pero ¿será el suicidio solamente el acto violento de quitarse la vida?

Las crónicas de Lugo disparan otra pregunta: ¿no es suicidio también dejarse morir? Como el sabio Sancho le dijo a Alonso Quijano: “la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie lo mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Detén mis trémulas manos. Crónicas de suicidios se muestra con una pasmosa vigencia esta época donde la mejor arma debería ser la misericordia, ese corazón solidario para enfrentar el caos.

 

Lugo, Mario: Detén mis trémulas manos. Crónicas de suicidios. Editorial del Instituto Chihuahuense de la Cultura, México, 1998.

 

 

 

 

Margarita Aguilar Urbán es investigadora de arte, escritora y profesora de lengua y literatura. Escribió los poemarios Como estación de tren (1988) y Algodón en el corazón (poesía infantil, 2012). Está incluida en los volúmenes Voces de tierra (1994), Campos ignotos (1998) y Taller Literario Pablo Ochoa (2009). Como investigadora recopiló las memorias del artista tarahumara Erasmo Palma en el libro Donde cantan los pájaros chuyacos (1992, reedición 2016). Su obra Aurora Reyes. Alma de montaña, editada por el Instituto Chihuahuense de la Cultura, fue considerada el mejor libro del 2011 por el suplemento Día siete de El Universal y por la página de crítica literaria Salón de Letras.

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