lunes, 2 de noviembre de 2020

Humberto Quezada Prado. La pandemia que viene

 

Foto Pedro Chacón

La pandemia que viene

 

 

Por Humberto Quezada Prado

 

 

Una semana rezando a las cenizas del Carlos en una ollita de plástico —tan bien adornada que juraría la gente que era de barro de Oaxaca— y ya se le extrañaba al canijo; estaba cumpliendo una semana de estar en la sala entre las cosas de un librero de macopán, que tenía adornos de toda clase, cuadros con fotos familiares, un aparato estereofónico de adquisición con pagos a plazos semanales, y otras minucias, para darse cuenta que tenía de todo menos libros; la misma semana de atestiguar el griterío del montón de sobrinos que nomás jorobaban la existencia cuando las visitas de sus hermanas, lo mismo que de sentir el calor de una veladora encendida día y noche, ya pa’ qué, ni siquiera hubo novenario con café y pan y toda la cosa, decía la Seferina.

Era su primo y se murió de ese mal que anda de moda.

Tres semanas de permanencia en el Central, sin permiso de visitas, con la incertidumbre del encierro y seguros de no verlo de regreso no eran poca cosa. La Seferina anduvo tres días apanicada porque estuvo con el Carlos en cercanías un tanto amorosas, comprobando lo que el difunto decía, eso de que a la prima…

Esos días estuvo a piense y piense en casa de su mamá. Amanecía, atardecía y oscurecía con el mismo sonsonete, con el miedo y las ansiedades crecientes, con el Jesús en la boca por aquello del posible contagio, incómoda y con insomnio porque las calenturas le ganaron a la consecuencia.

La pandemia hizo su trabajo, macabro, impecable y puntual con el muchacho de marras: llevó a la muerte a que le tomara de su mano.

—¿Seré asintomática? —no cansaba de decirse.

Se reprochaba todo el santo día: en el espacio colectivo que era la recámara, en la cocina cuando lavaba los trastes, en el único espacio privado cuando entraba a hacer sus necesidades, en la banqueta a su regreso del mandado, en la azotea cuando se subía a que el aire fresco despejara sus nublados pensamientos.

—Yo creo que no, porque huelo bien y tengo buen sabor por las comidas —se contestaba a sí misma.

Y en efecto: el apetito no interfería para que oliera los alimentos, igual que le pasaba con la saboreada. Tenía mal de orín y sudaba de repente, cierto, pero por un problema de riñones desde que naciera. Dijeron en el hospital que nació con vejiga caída.

—El estornudo de esta mañana fue porque salí de bañarme sin haberme secado bien y me afectó el fresco, además la toalla estaba húmeda —seguía diciéndose, descartando las posibilidades.

Ir a la regadera temprano era su costumbre antes de irse a la maquiladora, religiosamente todos los días a la misma hora. Así siguió la Seferina buscando las causas por encima. Hasta que le cayó el veinte la partida del Carlos: lo más grave de la pandemia es lo que viene, lo que sigue. La zozobra por su ausencia, el vacío emocional que dejaba el difunto, no ver su figura escuálida rondando su abundancia de carnes, todo junto era asunto de segunda importancia.

Dormir tres o cuatro semanas antes de descubrir si su panza redondearía o no durante los próximos meses, mínimo nueve, para ser más exactos, se estaba convirtiendo en su verdadera pandemia, inesperada, que de esa que estamos viviendo ya tenía toda la información habida y por haber.

 

 

 

 

 

Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.

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