lunes, 9 de noviembre de 2020

Luis Kimball. Ruby


Ruby

 


Por Luis Kimball

 


Marta Favila dijo otro día: “Uno ya sabe que al hablar de un libro de poesía va por tres o cuatro textos, y a ahondar en uno, si mucho dos de aquellos, de los que evidentemente se puede hablar más a fondo”. Como yo entendí, coincidiendo mentalmente: ese texto o dos bajo sospecha, un poco obligada, de que ha dado cita y cumplido fondo y forma del poema (poesía y estructura poética en cualquier acomodo que parezca cabal).

Rara vez no es así y uno continúa sorprendido, texto tras texto, pulsando ya el sitar de la telaraña en que nos agotamos conmovidos de sentir la muerte, quién sabe cómo tan cerca, porque algunos libros se acaban de leer al releerlos, que es como cierra la cobija sobre el insecto que ya apenas se mueve, imbuido de imaginaciones que tejió la araña sin mentir en nada, dejando de fondo ese mismo paisaje por el que ya habíamos pasado sin fijarnos mucho.

Compre y lea Calendario para las golondrinas. Ruby Myers fechó en él todas sus despedidas, como obliga la agenda de cualquier mujer pragmática. La escritora representa al lector vital: lectora, nombrando el relieve de cuanto le rodea ahora que falta el esposo, el padre, la hermana, cuanto le daba sentido a tanto de lo que irá decidiendo deshacerse o reinterpretar.

Algo más; empoderándose cada objeto como mujer de clase privilegiada en los ochentas –y antes y después–, formó familia mientras cruzaba el adviento neoliberal (la noche neoliberal empezaba radiando como el mejor de los días, uno que ya solo podría ser propaganda) ¿Cómo iba a ser posible seguir escribiendo poemas después de eso? Difícilmente: interponiendo el cuerpo, volviendo a insistir en la familia.

La pandemia migró el geocentro político del mundo a los países asiáticos, todo aquí, desde el principio, era una despedida. Parece que importa decirlo porque el mal nombrado Occidente apenas deja que los países latinoamericanos digan lo suyo en cuanto a saberes; con el solo prestigio agotan rápidamente el interés que pueda haber hacia otros autores. Y aquí viene otro de esos libros de poemas que escribe una mujer del siglo XXI, que ya fue parte de los años ochenta, noventa, etc., pero no desde MTV, sino desde la lectura del llano, de los cambios del cuerpo, del tiempo en una ciudad, pendiente de las migraciones, de una familia. Otro libro dentro de la estética de lo cotidiano escrito por una mujer, por la generación exacta que los debía estar produciendo.

Lectora de Ann Sexton –que retrataba como nadie–, escritora en una generación de escritoras con el suficiente privilegio para preferir soportar los desvíos de la contextualización histórica, dando entrevistas en la radio y en televisoras locales sobre el desarrollo de tal cosa y tal otra, dando entrevistas en la tele sobre una madre que escribió como ninguna y retrataba como las mejores.

Todos estos preámbulos que sujetan tan mal el marco referencial del espejo en que Myers nos obliga a vernos a través de su libro son necesarios, pues la reminiscencia de un tiempo histórico cargado de subjetividades justifica que estamos ante un libro cuya primer cualidad es estética, una estética que nos hace fijarnos en las actividades de costumbre, no en las destacadas, sino en las del día a día, con sus objetos.

Así es este libro, choca con todas las cosas; va deteniendo el tiempo con obstáculos increíbles como lo hace el padre con sus dedos grandes incapaces de pasar entre la taza y cierta negligencia soltada en el acomodo de los muebles (La casa de mi padre, p. 17), una trampa eficaz para que “esos momentos” no se vayan de las manos, tan de golpe.

¿Cómo se despide el amor cuando no va ya a ninguna parte? ¿Cómo contestarlo cuando del amor quedan solo testigos, pues el matrimonio feliz es un testimonio de otros? ¿Cómo saber que esto ocurrió así, tan cerca, hace tan poco, si no fuera por las evidencias en estas páginas? Se cierra la puerta que tiene de enemigo al pecho. Se irá bloque a bloque, dividido en minuciosos días ordinarios como esa taza de café, aquella mancha en la pared, donde los muebles dejan rastros de rencor y de nuestra mugre.

Ruby Myers encuentra un trasunto tan parecido a sí para que desgrane el espacio poético en que la mano del padre cierra la composición modernista entre los otros objetos con que embruja el tiempo en su casa para que no escape, no por cuidar la vida, sino la compañía; para seguir siendo el padre, con esa masculinidad apreciable como virilidad protectora. El vínculo por la magia empática nos hace pensar que nos están hablando a nosotros de nuestra propia familia. Existe la literatura

Siguiendo el orden focaultiano, el segundo dueño de esta emancipadora, que ni quiere ni requiere la libertad para otra cosa que para ofrendarla como regalo a la otra generación adoptada, también ha muerto. Es el libro de una viuda, plenamente.

Junto a Ann Carson, Lucía Sánchez o Beatriz Guido, desmarcadas de las grandes luchas de clases, inscribe su política en la estética de lo cotidiano. No se trata de una colección poética sino de dar con cierto tino sobre festividades y estaciones del año almacenadas en los datos que describe un calendario.

“y como no hay plazo que no se cumpla; una a una van cayendo las hojas”

“canícula del olvido, día de todos los santos y no verte más; esta Navidad ya no vendrá santa Claus”

“regreso a clases pero resulta que ya no hay niños en casa ni casa, solo esta mudanza...”

Tocar “Las golondrinas” es despedir a alguien con esa inevitabilidad del cambio de clima que lleva la vida a otra parte, a donde ya no es nuestra vida o lo es solo para usarnos de testigo y mostrar cómo se retira.

“Empieza en noviembre, el día de los santos difuntos

 con lo que no dijimos, mostrando cómo se vive con los muertos, atando su presencia con lazos de dolor, llanto y costumbre”

Mudanzas (Para qué, p. 20).

“Sus manos como cera endurecida, / lívidas, entrelazadas, sus pies desnudos/ si camino.

(Ceniza, p. 21).

Calendario para las golondrinas está para recordarnos que el amor sí existe, que les pasa a otros u ocurrió en el pasado. Puede uno verificar la fecha:

publicado el 2019 por Sangre Editores.

“De qué sirve... / cambiar de casa, dejar atrás un sótano/ poner cortinas blancas”

(p. 20, Para qué).

Repertorio familiar (p. 16) reconstruye por medio de un viejo paquete de cartas, historia y estructura de una familia con los elementos de dentro de casa, con su viejo Don Juan dentro, las mezquindades que pone al relieve un reparto de herencia; no pude evitar evocar a Margaret Atwood, recordándose con su hermana y las viejas figuritas de Fimo (marca líder de una plastilina canadiense), poblando la casa de muñecas que desata esos imaginarios de la oxitocina de casa, el relieve de nuestras vidas y nuestras costillas, en uno de los poemas de La Puerta (2009).

En Mary Ann (p.18), esta cartografía de las emociones que redistribuye hechos y cosas por su distancia o proximidad emocional, venciendo la dimensión euclidiana, va numerando las cualidades de lo que importa para ser mujer en su cuadrante, el inventario puesto sobre el maniquí de la hermana mayor, modelando en el espejo de enfrente, heredando una inconmensurable mayoría de edad tras su muerte.

“Te preguntabas / ¿cuándo me saldrán alas?....Olvidaron decirte / que debajo del tapete / maduran tus cadenas”

(Ser mujer, p. 40).

“Hubo un tiempo / en que la muerte no dolía / era cosa de los otros”

(Gladiolos, p. 41).

“La buena memoria es / un sendero de alacranes / acordándonos hasta dormidos /

de las casas, los muertos / los autobuses que ya se fueron”

(Anocheciendo, p. 49).

 

Sin reducirse a la lógica del racionalismo, de su masculinidad, tal como lo hizo Blanca Varela en Ese puerto existe, de tal modo que su total no es un porcentaje de lo humano o su experiencia.

 “¡A mí no me encuadres en tu estadística!/ ¡No soy el tanto por ciento de nada!

(Soy golondrina, p. 57).

 

Y este final que podría ser variante pragmática del final de El Sol de la Tarde, del alejandrino:

“y decirnos te querré para siempre / ahora que para siempre // es un plazo tan corto”

(Para siempre, p. 65).

Podría seguir página a página, ya mejor transcribiendo el libro, para que quede claro qué de él quisiera compartir, pero no. La autora no da más conforme avanza: nos quita; se va recuperando pérdida a pérdida como si el mito de la catarsis vía escritura se estuviese cumpliendo al terminar el inventario de sus muertes. Suicidará su vida íntima antes de que el cuerpo le renuncie y nos deje la entrada inevitablemente abierta a las reflexiones de su casa, ahora que tiene una sola taza de café sobre la mesa Eso no se hace; se podrá ser muy la femme liberé, todo lo escritora que quiera; pero al final, como fue en un principio, se es la mujer de su casa.

“cuando escriba por última vez / no hallarán ni una palabra triste”

(Mi último poema, p. 82).

Es un gran libro que no pretende serlo.

 

 

 

 

Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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