sábado, 21 de noviembre de 2020

José Alberto Díaz. Kafka el de en medio

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Kafka el de en medio

 

 

Por José Alberto Díaz

 

 

El sol, ese longevo espectador de la vida, proyectaba sus haces de luz cegadora sobre las calles de Berlín, tiñéndolas de blancos destellos. El calor primaveral motivaba a las personas a salir de sus viviendas, quienes estaban en busca de enseres innecesarios para vivir, o bien, al acecho de actividades de esparcimiento para sobrellevar el tiempo de ocio.

En una calle cuyo nombre no recuerdo, se erigía la tienda de muñecas Spielvogel, fundada en mi novecientos diez, cuando había surgido un levantamiento armado en otro continente, justo al oeste del atlántico; pero poco o nada sabía de aquello la señora Weikath, quien franqueó la puerta del establecimiento junto a sus tres hijos para comprarle un juguete a Amara, la menor, como recompensa por sus buenas calificaciones en la escuela.

Apenas ingresaron al local, y Dustin, el mediano, pensaba en alejarse de ahí lo más pronto posible. Empezó a voltear a todos lados con nerviosismo, rodeado por muñecas muy reales, como humanos con problemas de proporción, las cuales le sostenían la mirada sin pestañear. Ojos verdes, azules, grises, todos de cristal. Amara no tenía prisa, se estaba tomando su tiempo para elegir a la candidata perfecta, aquella con la que establecería un contrato simbiótico. A Egbert se le formó una mueca sardónica tras advertir el estado de ánimo de su hermano menor. Lo tomó del brazo, separándolo un par de metros de su madre, y luego le musitó al oído:

―Muchas de estas muñecas son más viejas de lo que aparentan. Todas ellas le pertenecían a la señora Hansen, la bruja. Mucho antes del comienzo de la gran guerra, dicen, ella había edificado un pequeño bazar en las afueras de la ciudad. Cualquier niña que pasaba por ahí, veía, detrás del escaparate, una muñeca creada justo a su imagen y semejanza. Presas del asombro, las chiquillas pasaban al establecimiento, que parecía atendido por nadie. Entonces la tentación de tocar la muñeca, su propia réplica en porcelana y en miniatura, se tornaba irresistible. En cuanto posaban un dedo sobre cualquier parte de la muñeca, las niñas desaparecían de la faz de la tierra, y su alma era transportada al interior de la figurilla.

Pasaron los años, y muchas aprendieron a mover sus extremidades. Aguardaron… aguardaron el momento oportuno para sorprender a la señora Hansen, a quien le dieron muerte, dejándola irreconocible, sus miembros esparcidos en el oscuro local. Claro, necios afirman que lo ocurrido a la bruja es un simple mito. ¿Tú piensas lo mismo?

Sintiendo náuseas, Dustin se negó a responder. No podía pensar en otra cosa, solo en muñecas. Tiró en vano de la manga de su madre para apurarla. Al cabo de un rato –una eternidad para él–, Amara eligió a su compañera, que compartía el mismo color de ojos y de cabello: verdes y castaño. La gran diferencia radicaba en su vestuario: el de la muñeca era suntuoso; el de la niña, simple. Dustin emitió un suspiro de alivio y fue el primero en salir del negocio.

 

*

 

A la pequeña Amara se le había ocurrido concederle un nombre a su muñeca: la llamó Edwina. Siempre jugaba con ella en su tiempo libre, tras concluir la tarea escolar. A la hora de dormir, le encantaba cepillar el luengo cabello de su amiga de china, cantándole añejas canciones de cuna, en una habitación contigua a la de Dustin, mientras este respiraba agitado, incapaz de olvidar la historia de la señora Hansen. Conciliar el sueño para él se volvía un martirio.

Cuando el cansancio lo derrotaba para sumirlo en el mundo de los sueños, podía ver a Edwina gateando, incesante, sobre el piso de su propia alcoba. Petrificado en su cama, Dustin solo era capaz de observar a la muñeca mientras esta trepaba, poco a poco, el borde de su colchón hasta rozar sus pies. Gritar era inútil, se esforzaba, mas no lo conseguía. De su garganta onírica no brotaba ni el más débil gemido.

A veces las pesadillas eran peores, de aquellas confundibles con la realidad. Creyendo despertar del sueño intranquilo, se encontraba sobre su lecho convertido en un monstruoso muñeco. La imagen que le devolvía el espejo era aterradora. Reacio a soportar su fisonomía, se marchaba aprisa de su habitación, imaginándose bajo la influencia de un oscuro sortilegio, cortesía de la maldita señora Hansen.

Desesperado, acudía con sus padres para recibir ayuda, con la esperanza de revertir su transformación. Empero, sus progenitores no podían hacer nada al respecto, se limitaban a ordenarle se ocultara para no ser visto por ningún huésped. La indiferencia de sus familiares era lo más difícil de soportar durante su pesadilla. Amanecía angustiado, como si alguien le hubiese robado un fragmento de su alma para almacenarlo en un muñeco de china.

 

 

*

 

 

Un día, Dustin despertó con la sensación de no haber soñado –quizá lo hizo, pero el recuerdo se desvaneció como la bruma ante los primeros rayos del astro rey–. Estiró sus miembros y al ponerse de pie tuvo una epifanía, su propia conciencia murmurándole al oído lo que debía hacer. El pequeño sonrió. Ignoraba si el consejo se lo había dictado Dios o el demonio, lo importante: estaba de acuerdo en concretar la idea.

En la tarde, pidió permiso a su madre para acudir, junto a Amara, al parque de Steglitz, lugar muy cercanoa su casa. La señora Weikath accedió al deseo de su hijo, pidiéndole retornar mucho antes del anochecer y no se alejase de su hermana por ningún motivo.

Amara, puedes llevarte a Edwina dijo Dustin. ¿Quieres pasearla en esto? el hermano le mostró una carriola, la cual había sido utilizada para los tres niños Weikath. A la chiquilla se le iluminó el rostro con su pueril sonrisa.

 

*

 

Dustin y Amara habían llegado al parque y corretearon entre robles y álamos hasta cansarse. Luego acudieron a la fuente circular de ornato, bordeada por llamativas flores que la niña, por un instante fugaz, pensó arrancar para llevarle a su madre. Ahí reposaron un momento. Dustin sacó una bolsa de maíz y exhortó a su hermana a alimentar a las palomas, abarrotadas entre los exiguos granos esparcidos por el suelo.

El hábito de aquellas aves a ser alimentadas las había vuelto atrevidas; recogían el maíz de la palma de la mano de cualquier persona. Amara pensaba en un prodigio mientras conseguía alimentar a las palomas de su propia mano. Ajeno a la fascinación de su hermana, Dustin consideró algo: había llegado la hora de actuar. Le dio a Amara una barra de caramelo macizo.

Voy a orinar dijo a la infanta. Espérame aquí, no te muevas por nada del mundo. Voy rumbo a aquellos árboles para que nadie me vea señaló una muralla de sauces plantados muy cerca de un estanque.

¡Pero mamá ordenó mantenernos juntos!

Iré rápido, te lo prometo. Las palomas cuidarán de ti mientras regreso. Mira, en ese árbol vi un pájaro muy bonito señaló el roble más cercano a la fuente. Quizá se atreva a bajar a tus pies para que lo alimentes.

Crédula, repleta su cabecita de ilusiones, la niña aguzó la mirada entre el ramaje para distinguir a un ave ausente, imaginándose a un arrendajo azul, el cual, aún sin saber el nombre que lo distinguía de los miembros de su especie, era su preferido.

Aprovechando la distracción, Dustin arrebató a la muñeca de la carriola y se puso a correr rumbo al estanque como si compitiera en una prueba de cien metros planos. A salvo de la presencia de su hermana, sacó una cuerda de su bolsillo y, tras amarrar la manita de la muñeca de china, ató el extremo libre del filamento a una piedra grande y no tan pesada para él. Entonces levantó la roca con las dos manos y se deshizo de ella en las profundidades del estanque, atada a la piedra, a la pobre Edwina.

El niño regresó a la fuente tan rápido como había partido a cometer el crimen. Alegrándose de verlo, Amara le ofreció un pedazo de la barra de caramelo porque no tenía la intención de acabarlo ella sola.

Te tardaste… por un momento me sentí abandonada.

Estaba un viejo donde llegué. ¡Se movía tan lento como una tortuga!

Dustin imitó el gracioso andar del anciano inexistente, provocando una sonrisa en su hermana. No me atreví a orinar hasta perderlo de vista.

Los chiquillos prosiguieron esparciendo maíz a los animales hasta agotarlo. Entonces Amara se aproximó a la carriola, encontrándola vacía. Ahogó un grito y le dijo a su hermano, a punto de llorar: Edwina no estaba en su sitio.

Dustin fingió preocupación, luego exhortó a la pequeña a buscar su muñeca. Mediante diligentes ademanes, el impúber buscaba ahí, allá, acullá, sin distanciarse mucho de Amara. Caminó alrededor de la fuente, observando el agua.

¿No la echaste de aquí? ¿Estás segura? preguntó, mostrando un serio talante mientras acariciaba la superficie acuática.

La niña negó con la cabeza antes de prorrumpir en llanto. Dustin sintió una terrible culpabilidad por sus acciones, y por un momento consideró quitarse la ropa y sumergirse al estanque y rescatar a Edwina. Empero, descartó la idea tras pensarlo bien.

No iba a devanarse el seso al explicarle a Amara los motivos del delito. ¿Qué habría de pensar su familia al enterarse de sus ruines acciones? ¡Vergüenza, además! ¿Cómo habría él, cuando creciera, de enlistarse en el ejército y coger un fusil para defender su tierra de las líneas enemigas, si le tenía horror a simples muñecos inanimados? Se sintió indigno, un desperdicio de ser humano.

Confesar su infracción equivaldría a un castigo, uno en la medida de la gravedad de su acto, lo cual nada bueno auguraba. Aunado a eso, Egbert se burlaría de él, y lo peor de todo, seguramente lo delataría con sus amigos, los de su barrio.

Dustin no tuvo más remedio que marcharse de Steglitz de una vez, porque la noche se avecinaba, ahuyentando la luz del sol.

No llores, Amara. No fue tu culpa perder a Edwina, eso le voy a decir a mamá. ¡Te conseguirá otra muñeca! dijo animoso, incapaz de mitigar las lágrimas de la hermana. Amara no buscaba un reemplazo, solo quería a Edwina.

Antes de distanciarse de la fuente, el niño tomó la carriola y Amara, inconsolable, siguió sus pasos. Estaban dejando atrás una maraña de árboles, cuando un hombre de mediana edad, acompañado de una mujer nada bonita, salió al encuentro de Amara. Era un hombre alto y delgado, de oscuro cabello fijado con gomina.

¿Por qué lloras, pequeña? preguntó el hombre, encorvándose para mirarla mejor.

Perdí a mi muñeca, Edwina… o alguien la robó, no lo sé.

Conmovido, el hombre se inclinó ante la niña en silencio, enterneciendo el rosto. Rauda trabajaba su mente para hilar las mejores palabras que habrían de salir de su boca.

Hija, tu muñeca no se ha extraviado le dijo el extraño de cabello negro, quien respondía al nombre de Franz. Se fue de viaje.

¡Falacias, falacias! exclamó el subconsciente de Dustin –. Yo me deshice de la maldita muñeca, ¡ahora yace en el fondo de un estanque! La muy ingrata me aterrorizaba en las noches e invadía mis sueños para tornarlos en pesadillas, por eso decidí sepultarla en una tumba acuática. Así es, ¡yo lo hice! ¡Soy el autor del crimen!

¿Cómo sabe usted eso? inquirió Amara, poniendo los ojos como platos.

Acabo de recibir una carta de ella; pero olvidé traerla conmigo. Te prometo algo: si vuelves mañana a esta hora, en este mismo sitio, yo te llevaré la carta.

Amara volteó a ver a su hermano en busca de aquiescencia a través de un gesto, una palabra, lo que fuera, pues por nada del mundo podía acudir sola al citatorio. Dustin se vio orillado a asentir.

 

*

 

El hermano de en medio batalló para dormir la noche del delito. El extraño del parque le había dado mucho en qué pensar. ¿De verdad Edwina había escapado a su suerte y ahora se encontraba de viaje? ¿Cómo pudo hacer eso un ser inanimado, un simple juguete para niñas? Según la lógica de Dustin, la historia de Franz era imposible, un artificio para hacer sentir mejor a Amara… pero, ¿qué tal si había algo de verdad en sus palabras?

Y de nuevo tuvo pesadillas. Soñó a Edwina, de pie ante el umbral de su puerta, escurriendo agua sin cesar. En su mano aferraba algo, ¿era una carta? Dustin despertó angustiado, sin ganas de salir de la cama. Menos mal era domingo, y pudo ponerse de pie cuando quiso hacerlo, sin que su madre se lo exigiera.

Desayunó de manera frugal. No podía aplazar la hora señalada, y estaba tan interesado como su hermana –quizá más– en acudir al parque para comprobar si el intermediario de la muñeca era congruente con sus palabras y sus actos. En el fondo tenía la esperanza de ser plantados por Franz. Lo deseaba con vehemencia. Así, le aconsejaría a su hermana de abstenerse a creer en las argucias de los adultos.

Cuál sería la sorpresa de Dustin cuando distinguió, contra su ansiado pronóstico, a Franz en el parque Steglitz. En efecto, el hombre llevaba una carta. Amara no pudo disimular el asombro mientras recibía el mensaje de su compañera de china. A través de la misiva, se enteró de que la muñeca se encontraba en París, donde le describía cómo eran las casas, las edificaciones, y hasta la indumentaria de las personas. La niña, perdiendo ese dejo de amargura por la súbita desaparición de su amiga, le sonrió al cartero de cabello negro.

La extraño mucho le confesó Amara.

No te preocupes. Si nos vemos mañana, a la misma hora y en el mismo lugar, habré de obsequiarte otra carta de Edwina. ¡Su itinerario parece interminable!

 

*

 

Al día siguiente, Amara recibió una nueva misiva del singular mensajero. Este leyó con gusto lo siguiente: Edwina se encontraba en Londres, donde se había maravillado tras contemplar el Palacio de Westminster y su grandísima Torre del Reloj, la cual se erigía en el lado noroeste del edificio. La muñeca, además de visitar otros populares castillos, había probado por primera vez el té, bebida a la que se aficionó, como casi todos los oriundos de Inglaterra.

Otro día, la muñeca narró su viaje a Italia, en donde estuvo visitando algunas ciudades como Roma y Pisa. En la primera conoció el gran Coliseo, aunque a Edwina le había provocado mucha tristeza saber acerca de los espectáculos allí ofrecidos donde hombres perdían la vida en combates para entretener a la plebe. En la segunda, fue a la torre campanario de la catedral de Pisa; esta le había sorprendido por su inclinación, como si fuera a derrumbarse de un momento a otro; pero se mantenía estable y abierta al público.

Después arribó a España. Sus pasos la llevaron a conocer los mejores monumentos de Madrid, como la Puerta de Alcalá, construida desde mil setecientos setenta y ocho. Asistió, además, a una plaza de toros, donde pudo sentir la misma impresión causada por el Coliseo romano. No podía comprender las barbaries cometidas por el hombre ni el morbo de los espectadores.

Empero, su tristeza fue apaciguada tras acudir al Museo Nacional del Prado, el cual tenía pocos años desde su inauguración, y albergaba un sinnúmero de pinturas de maestros europeos, acaso una de las colecciones más notables en el mundo.

 

*

 

Así transcurrieron diez días de correspondencia; angustiosa para Dustin; sublime para la pequeña Amara. Las pesadillas volvían al acecho de los sueños del hermano de en medio, sitiándolos hasta que estos, viéndose rodeados y sin escapatoria, transmutaban. Edwina era la reina de los terrores nocturnos del niño, quien no podía deshacerse de su presencia.

Lo peor era el falso despertar: creía levantarse de la cama, todo a su alrededor tan reconocible hasta percatarse de algo extraño, algo no iba bien; al cabo de un rato, la onírica figura de la muñeca se manifestaba, provocándole un sobresalto que lo devolvía a la realidad.

La situación era insoportable. Una mañana caminaba cabizbajo rumbo a la escuela y sin querer, se dio un tope con un hombre de rara vestimenta, quien acaso tendría la edad de su padre. El desconocido lo miró de arriba a abajo, luego puso la mano derecha sobre su mentón, chasqueando la lengua.

Estamos en primavera y ni siquiera el sol te calienta.

Sin saber qué decir, el niño contempló al sujeto con una mueca bobalicona, y aunque abrió su boca, fue incapaz de articular palabra.

Te has encontrado con un terrible destino, ¿no es así, muchacho? prosiguió el hombre. Desconoces cómo sobrellevar la aflicción. Una ayuda no te vendría nada mal.

¿Cómo puede saber usted cómo me siento? ¡Ni siquiera me conoce!

Es fácil percibir tu estado de ánimo, no debo conocerte para saberlo el extraño estiró la mano que tenía sobre su barbilla, tendiéndola al niño, quien de inmediato distinguió el gesto: de esa manera se saludaban los adultos. Me llamo Reiner hizo una pausa para darle oportunidad al pequeño de presentarse.

Dustin dijo a regañadientes, tras considerar quedarse callado o hacer mención de un nombre disímil al suyo.

Dustin repitió Reiner para sí mismo tres veces, casi murmurando, como si diera rienda suelta a una breve letanía. Me agrada tu nombre, significa “peleador valiente”. Hónralo.

Valiente… seré muchas cosas, menos eso. Tengo un temor por el cual muchos de mis conocidos se burlarían de mí.

Miedo, sí… tal es el motivo de tus desvelos. No me mires así, jovencito, no soy ningún adivino. Sucede que tus ojeras se distinguen desde un kilómetro de distancia añadió, riéndose.

No veo ninguna gracia en lo que me ocurre.

Perdón, no suelo mofarme de las desdichas ajenas. Despreocúpate, yo te ayudaré. ¿Sabes dónde queda el parque estatal Helmholtzplatz? Bien, pues desde ahí debes avanzar rumbo al norte hasta dar con la calle Pappelallee. Girarás hacia la izquierda sobre esa avenida, y a unos diez metros, vas a descubrir mi tienda, se llama La Ventana Mágica. Sanar depende de ti. Ahora vete, o llegarás tarde a clases.

Dustin siguió su camino con más incógnitas que respuestas. En ese instante no imaginaba visitar la tienda de Reiner por nada del mundo, ni aunque le pagaran. ¿Qué habría de hacer allí? ¿Por qué aquel extraño sujeto hubo de hablar sobre sanación? ¿Sanarlo? ¡Ni estaba enfermo!

A pesar de sus dudas con buen fundamento, conforme la mañana languidecía para devenir en tarde, el niño –motivado por la curiosidad, no por la supuesta curación de algo ignoto para él– estaba considerando acudir a la invitación del hombre sabelotodo. No tenía nada que perder.

Al salir de la escuela, había tomado una decisión: visitar La Ventana Mágica. Lo haría mucho antes de llevar a su hermana al parque, a la cita con el dichoso mensajero.

Llegó a la tienda de Reiner, ubicada un tanto lejos de su hogar. Era tan inusitada como su propio dueño. En un rincón había tambores batá de distintos tamaños; velas e inciensos sahumando cada recoveco; caracoles encima de un mantelito; una muñeca de tez negra que el muchacho evitó contemplar.

Reiner descorrió una cortina en la pared, dándole el pase a Dustin, quien se vio en una habitación iluminada por la tenue luz de unas veladoras. Allí había, además, una mesa cuadrada y dos sillas de madera. El hombre exhortó al niño a tomar asiento.

En cuanto ambos estuvieron frente a frente, Reiner barajó siete veces unas cartas, luego las dispuso en cuatro hileras ante Dustin. Acto seguido, fue revelando cada naipe de la baraja. Aunque el muchacho no tenía idea de la cartomancia, observaba con admiración los símbolos y figuras que iban apareciendo: espadas, bastos, copas, monedas de oro, así como hombres –caballeros–, mujeres –sotas– y reyes.

Reiner le mostró al niño el naipe de un seis de espadas. La sostuvo frente a él en silencio.

¿Qué significa eso? inquirió Dustin, incapaz de soportar el mutismo del hombre.

Nada bueno.

El niño enmudeció, taciturno.

Conflicto, debilidad agregó Reiner. Alguien se interpuso en tu vida y sin quererlo, aun sin saberlo, sacó a flote ese temor que en vano has tratado de combatir.

Dustin se aferró a los brazos de la silla como si esta fuera a sacudirse con violencia de un momento a otro. Sintiéndose el ser más vulnerable en el mundo y a punto de llorar, habló de la causa de su aflicción con el intérprete de la baraja, revelando cada detalle, sin exagerar nada, y cómo se había encontrado con ese tal Franz, el destinatario de las cartas de Edwina. La Ventana Mágica había transmutado en un confesionario.

Después de escuchar atento las palabras del chico, Reiner llevó a cabo la lectura de los naipes, terminando al momento cuando debía hacerlo, sin apresurar las cosas. Entonces se le ocurrió una solución para su cliente, no sin antes obsequiarle un muñequito de estambre. Dustin vaciló al aceptar semejante regalo.

¿Qué debo hacer con esto?

Combate fuego contra fuego. Considera mi regalo como la misma encarnación de tus males y quítalo de en medio. Despreocúpate, no es exclusivo lo que sientes al ver o al estar cerca de un muñeco. Algunas personas también padecen ese pánico irracional. Cada quien enfrenta sus miedos a su manera, así como tú lo harás. Ahora bien –Reiner sacó una moneda de plata y la puso frente a los ojos del niño–. Observa el grabado, aguza la mirada… enfócate –poco a poco, el hombre fue alejando el dinero metálico de la vista del chico, quien se sintió un tanto dócil, adormecido–. Cuando llegues a tu casa, serás un muchacho nuevo. Eres muy fuerte, un simple muñeco es incapaz de lastimarte, porque se trata de un objeto inanimado. Nadie les ha concedido el soplo de la vida, mucho menos han atrapado algún espíritu en su interior de porcelana. Edwina no regresará para tomar venganza, ni para estrangularte. Tampoco hará acto de presencia en tus sueños. Lo hecho, hecho está.

Reiner colocó la moneda sobre la mesa, luego dio una ligera palmada en la frente del chico, quien se pudo sentir como si hubiese despertado de un letargo insólito. Tras permanecer un rato en mutismo, le preguntó al hombre:

¿Y el cartero?

Los naipes me lo mostraron. Es un sujeto interesante, tiende a la trascendencia. No estará en Berlín durante mucho tiempo, algo lo llama a emprender un viaje… lo veo inmiscuido en asuntos muy importantes… asuntos, quizá, de vida o muerte; acaso más lo segundo que lo primero.

¿Se va a morir?

Reiner se encogió de hombros, posteriormente dijo:

Se alejará, tarde o temprano. Y así, doy por terminada nuestra sesión.

Dustin se incorporó con lasitud. Mientras daba la media vuelta para alejarse del establecimiento, Reiner lo llamó:

Requiero mi paga, muchacho. Te ayudé, y no lo hice por filantropía… si auxiliara a los demás sin exigir nada a cambio, entonces habría estudiado para convertirme en un sacerdote.

Dustin sacó las escasas monedas dentro de sus bolsillos, depositándolas una a una sobre un pañuelo a un lado de las cartas.

Perdón por tomar tus ahorros dijo Reiner.Podría salarme si no recibo ningún pago de mis clientes.

 

*

 

Esa misma noche, Dustin trataba de dormir, aferrando el muñequito obsequiado por el intérprete de la baraja española. Algunas cuestiones rondaban en su testa: ¿por qué le había sugerido combatir fuego contra fuego, y considerar el objeto en sus manos como la encarnación de sus males?

Cuando el agotamiento lo venció, tuvo un sueño extraordinario: Edwina había sido reemplazada por el hombrecillo de estambre, cuyo tamaño era similar al de ella, la antigua compañera de Amara, quien se aferraba a mantener su contrato simbiótico.

En contraste con las anteriores vivencias oníricas de Dustin, la que atravesaba en ese momento no podía clasificarse como una pesadilla, pues el chico estaba sereno. De pronto tuvo una epifanía, tornando lúcido su sueño. Se puso a golpear al monigote, luego amarró una soga en donde el torso se unía con la cabeza, arrastrándolo por la alcoba. Hundió varios alfileres en donde debía tener su apócrifa garganta; lo insultó mientras lo pateaba sin piedad, aseverándole no temerle. El niño se sentía mejor a medida que maltrataba al muñeco. Cuando se disponía a romperlo en mil pedazos, despertó.

 

*

 

Dustin se encontraba de maravilla, mientras seguía a la más joven de los Weikath rumbo al parque Steglitz. Ya habían transcurrido dos semanas desde la entrega de la primera carta de Edwina. Amara recorría feliz el camino, preguntándose qué lugar estaría visitando ahora su compañera de China.

En cuanto llegaron a la fuente circular de ornato donde estaban Franz y su acompañante, se dieron cuenta de que algo malo le ocurría al singular emisario, quien masajeaba su cuello, cubriéndose con el antebrazo cuando tosía. Evitó saludar a los niños de mano y, contemplando a la pequeña con mirar pesaroso, se dispuso a leer la carta

No habló de ningún viaje, para sorpresa de Amara, sino de permanencia y sedentarismo: la muñeca, su Edwina, se había casado.Eso significaba el brusco desenlace de la querida correspondencia.

Dustin creyó que su hermana iba a llorar, como lo había hecho tras la terrible pérdida, pero a esas alturas, la niña había cambiado. Era otra, por eso no fue tan duro superar el adiós definitivo de Edwina. El señor Franz, estimulando la imaginación y las ilusiones de Amara, la hizo madurar a niveles insospechados.

Tampoco volverán a verme, creo –dijo el mensajero–. Tengo asuntos por atender en la ciudad de Viena, ¿la conocen?

Los niños negaron con la cabeza, coordinándose.

Es hermosa. Un día, quizá, habremos de encontrarnos allí.

El hombre se alejó del parque, escoltado por el brazo de la poco agraciada mujer, quien respondía al nombre de Dora.

Al día siguiente, Dustin no se hallaba del todo bien. Tenía el anhelo vehemente de contarle la extraña cadena de acontecimientos a quien más confianza le tenía. Y esa persona era su hermano mayor, Egbert.

Cuando los dos estuvieron a solas, el niño mediano de la familia Weikath narró lo que había hecho con Edwina; sus miedos, sus horribles pesadillas, el inesperado arribo del mensajero; su sanación a través de la ayuda no tan desinteresada de un extraño.

Egbert permaneció cabizbajo y en mutismo mientras asimilaba la información. En su rostro se curvaron las comisuras de sus labios para mostrarle a su hermano la bien conocida mueca sardónica.

Vaya, vaya, le tienes pavor a los muñecos dijo, aún sonriendo. Me parece exagerado verte así por unos juguetes de niña. Te comprendería si le temieras al diablo… o a Dios. Quizá te estás volviendo loco. ¡Y no debiste deshacerte de la muñeca de nuestra hermana! exclamó, antes de darle un fuerte golpe con la mano abierta en la cabeza.

Dustin se sobó, a punto de llorar. Según él, merecía el dolor, más golpes y un castigo de su madre; empero, su hermano ya se había desquitado y no era un soplón.

Debería obligarte a comprar otra Edwina, lástima que gastaras tus ahorros en la estúpida sesión con ese tal Reiner. ¡He oído hablar de él, y no es de fiar! ¡Hasta los gitanos lo evitan! ¡Aprendió todo lo que sabe en una isla del Caribe, repleta de negros! ¿Lo sabías? Yo, en tu lugar, desecharía ese maldito monigote de estambre. Muchacho, tus problemas son mentales, están aquí palpó sus sienes con determinación. ¡Las muñecas no tienen vida!

Pero la señora Hansen…

Olvida a la maldita señora Hansen! ¡Yo inventé esas patrañas!

¿Lo hiciste?

¡Por supuesto! ¡Nada me divirtió más que ver tu expresión aterrada en esa tienda, hermanito! ¡Me pareció el momento ideal para improvisar una broma! ―Egbert soltó una carcajada, reconfortante también para Dustin.

El hermano mayor se limpió las lágrimas brotándole de sus ojos a causa de la intensa risa, luego prosiguió:

Ahora quisiera hablar de ese tal cartero…

Pérdida de tiempo. Es mejor confesar mi acción ante Amara.

Ni se te ocurra le dijo Egbert, agitando su puño frente a él

¿Todo esto quedará en una vil mentira?

Es piadosa, no vil. Por eso quería hablar de ese hombre a cargo de la correspondencia de la muñeca. Lo que hizo fue extraordinario.

Solo engañó a nuestra hermana con una historia fantasiosa.

Pues con su argucia, nuestra hermanita no se sintió desamparada por la pérdida. Le dio un buen motivo por seguir creyendo en ilusiones. ¿Lo entiendes? Fue capaz de preservarla del dolor por la mentira de la ausencia de Edwina, así la ficción se hizo realidad. Amara no resintió el distanciamiento de su juguete y pudo madurar gracias al proceso de la correspondencia.

Tras escuchar a Egbert, Dustin permaneció pensativo. Se le hizo justo asentir con la cabeza y estar de acuerdo ante lo expresado por su hermano mayor.

Tienen sentido tus palabras. No lo había visto de esa manera.

Sé buen chico y nunca le vayas a decir a Amara la verdad.

Egbert le dio la espalda a Dustin y se puso a hurgar dentro de un cajón donde almacenaba su ropa. Pronto sacó de ahí una alforja pequeña, vaciando su contenido encima de la cama: algunos marcos de aluminio aterrizaron sobre la blanda superficie, cuyo valor era de doscientos.

¿Y… y ese dinero? preguntó Dustin, sin disimular el asombro.

La alforja le pertenecía a un pobre diablo inconsciente en la calle, apestando a cerveza, sus pantalones empapados de orina. Su ropa era de calidad, ¡todo un hombre de alcurnia! Por eso no sentí remordimiento al quitarle sus monedas. ¿Sabes? Tengo asuntos pendientes y voy a salir… no pienso tardar mucho agregó, embolsándose los marcos.

¿Qué vas a hacer con todo eso?

Invertirlo, por supuesto. Quizá también dedique una buena obra a quien lo merezca… aunque si lo hiciera, bien podría perturbar a alguien más espetó, haciendo una vez más esa mueca burlona que parecía su único rostro.

 

*

 

Un día como cualquier otro, la familia Weikath aprovechaba el sosiego del fin de semana, ajena, por un dichoso momento, a las ocupaciones de la rutina. Egbert había salido, como casi siempre; Dustin y Amara jugaban en una habitación. Varios golpes a la puerta interrumpieron la tranquilidad del hogar; la matriarca de la familia levantó sus posaderas del más cómodo sillón para atender el llamado. Abrió y no estaba nadie ante el umbral de su casa, solo un regalo dispuesto en el tapete, cuyas letras decían “Willkommen”.

Más estremecida por la curiosidad que por la sorpresa, la señora decidió remover la envoltura del obsequio: era una muñeca. Llamó a sus dos hijos y ambos acudieron sin vacilar. Amara se acercó corriendo para ver el juguete, atónita. Madre e hija intercambiaron una mirada inquisitiva al distinguir una pequeña carta en el fondo del paquete.

La niña agarró la muñeca; no se parecía a Edwina, y eso le encantó, pues jamás habría querido poseer una réplica de su antigua compañera.

La mamá abrió la carta: no indicaba remitente ni destinatario. Desdobló el papel guardado en el interior del sobre, notando que los trazos de la letra manuscrita eran propios de un niño.Leyó en voz alta: “para la princesa Amara, de parte de la señora Hansen”.

Dustin se petrificó al escuchar tan macabro apellido. Por un instante fugaz, pareciéndole más bien el fragmento de una pesadilla, sintió como si su cabeza se desplomara sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaran el último suspiro. Al cabo de un rato volvió a la normalidad.

Si la bruja era real, después de todo, Reiner estaría en su local para ayudarle… aunque requerir su servicio significara sacrificar la compra de golosinas y juguetes exiguos. En fin, todo por quitar a otra persona indeseable de en medio.

 

 

 

 

 

José Alberto Díaz es licenciado en informática. Ha publicado los libros Cuentos para recuperar la cordura y Carta astral para el escéptico. Desde 2007 ha participado en eventos culturales y encuentros de escritores en el municipio de Cuauhtémoc, así como en la capital del estado de Chihuahua. Sus cuentos han aparecido en medios impresos, siendo el más reciente la Revista de literatura, lengua y cultura Ariwá. Durante algunos años participó como articulista en el periódico El Heraldo del Noroeste. Tiene una novela en proceso de traducción al inglés, La copa de nada, misma que se haya en Amazon en formato digital.

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