viernes, 6 de noviembre de 2020

Luis Fernando Rangel. All you need is cumbia


Dibujo David Lara

v/ lfr

All you need is cumbia

 

 

Por Luis Fernando Rangel

 

 

…gritarles que viva la Cumbia, señores,

todos a menear la cola

hasta sacudirnos lo misterioso y lo pendejo.

Ricardo Castillo

 

 

Esa tarde Selene y yo cumplíamos dos años de noviazgo. La conocí una tarde en la barra de un bar del centro. Conversamos brevemente sobre videojuegos, pretextando la playera de pacman que llevaba puesta, y luego ella me dijo que su exnovio era un estúpido que dos días antes se había acostado con su mejor amiga. Después salimos un par de veces y en la quinta cita me dijo que me amaba. Eso fue hace tres años. Luego decidimos que era un buen momento para formalizar nuestra relación. No sé en qué momento llegué a quererla tanto.

Esa misma tarde se celebraba el cumpleaños de la ciudad: el tricentésimo sexto aniversario de su fundación. La ciudad estaba llena de orgullo por ser parte de la historia nacional al ser escenario de la independencia y la revolución. Sin embargo, la ciudad todavía guardaba un moralismo absurdo y recalcitrante que arrojaba titulares de periódico que parecían sacados de la época revolucionaria. Nunca esperaba nada del periodismo local y, pese a todo, continuaba decepcionándome.

Era domingo y la ciudad se puso en marcha desde temprano. Las iglesias llamaron a misa de ocho y bendijeron la ciudad tal como acostumbraba hacerlo el gobernador. En la sala, la televisión estaba apagada. Un par de semanas atrás se dejó de transmitir En familia con Chabelo y desde entonces los domingos no eran lo mismo. El programa televisivo terminó luego de más de cuarenta años en emisión. Todo tiene su fin. Se acabaron las catafixias, las llamadas telefónicas a los cuates de la provincia, los juegos y las canciones infantiles –derrocaron al reino del revés y le dijeron byebye a Superman–. Siempre quise ser un cuate de provincia y nunca pude. Jamás recibí la llamada que pudo cambiar mi infancia. A mis veinticinco años me seguía lamentando. Sin embargo, me levanté temprano porque el teléfono interrumpió mi sueño. Y no era la llamada de Chabelo. Por un momento pensé que se trataba de la oferta de planes tarifarios y rechacé la llamada. Luego volvió a sonar.

—Adivina qué día es hoy —dijo Selene desde el otro lado de la bocina.

Yo seguía con mi depresión postcancelación del programa de Chabelo. No recordaba la fecha. Para mí se trataba del sexto domingo sin la catafixia.

—¿En serio lo olvidaste? —la voz de fastidio anunciaba la llegada de una discusión.

—No, claro que no. ¿Qué quieres hacer, amor?

Una salida para cenar siempre era buena para celebrar lo que fuera.

—Ya habíamos quedado.

Mi mente repasó todas las posibilidades. Luego recordé: esa tarde se realizaría un concierto en el centro de la ciudad para festejar el aniversario de la fundación de aquel pueblo perdido en el norte del país. Algo aprendimos bien de los conquistadores: los festejos deben de celebrarse en domingo para honrar al Señor. Esa tarde estarían tocando Los Ángeles Azules y algunas bandas locales a las que nadie vería.

—Paso por ti a las tres —le dije, luego colgué en medio de un bostezo, porque seguía adormilado.

Pasé al baño para mojarme el rostro y luego fui a la cocina para prepararme el desayuno. Eran las diez de la mañana. ¿A esa hora qué estaría haciendo Chabelo?

La familia de Selene era muy religiosa. La rutina dominical consistía en ir a misa de ocho y desayunar barbacoa después de la comunión. Se trataba del cordero de Dios para quitar el pecado del mundo. Por eso siempre que me veían, me preguntaban si ya había confesado mis pecados o seguía viviendo en las manos de Satanás. Yo siempre sonreía y asentía. Lo cierto es que llevaba meses sin tomar la comunión y regularmente me encontraba con resaca. Mi rutina se limitaba a la barbacoa.

Al mediodía decidí llamarle a Selene.

—¿Y si te veo en un café? Luego pasamos a cenar.

Ella rechazó la oferta.

—Te veo en mi casa a las tres, y por favor no llegues tarde. Mis papás están un poco molestos.

Esa tarde los papás de Selene estaban sentados en la sala. Ella en el sillón más pequeño y yo tuve que sentarme a un lado de su hermano menor. Dos semanas atrás, ese sillón resistió una explosión de amor juvenil. Ahora soportaba los berrinches de un niño que no soltaba su gameboy. Selene seguía diciéndoles a sus papás que se conservaría virgen hasta el matrimonio. Ellos lo aplaudían y algunos domingos se sentaban para hablar del rumbo de nuestra relación.

—¿Ya pensaron en casarse?

Los dos nos quedábamos callados. Selene nunca había pensado en casarse, pero tenía que conservar la imagen que sus padres forjaron. Siempre me decía que no soportaba que fueran así. De pequeña la mandaron a colegios católicos y la obligaron a frecuentar actividades del grupo de jóvenes de la iglesia. Los padres de Selene eran parte del selecto grupo que ayudaba al sacerdote en todo lo que podían.

—Ya lo hablamos —mentía Selene.

Todos sonreíamos. Siempre terminaba con un dolor en las mejillas por sostener aquella sonrisa que acostumbraba practicar frente al espejo.

Aquel domingo huimos de casa antes de que la conversación pasara a un sermón y luego a un evidente regaño. Entonces sus padres nos echaron la bendición.

Esa tarde no fuimos al café. Pensábamos ir al concierto y luego pasar a un bar. Pero al llegar al centro vimos el escenario y a una banda local dar dos o tres acordes atinados. El lugar estaba vacío. La gente esperaría hasta las ocho de la noche para el concierto estelar. Nos sentamos en una de las bancas frente a la catedral. Ella pensó en la boda que sus padres soñaban y al ver una paloma pensó en el espíritu santo. Yo pensé en el concierto y en la mierda que cubría la fachada de la iglesia.

La noche llegó rápido. Selene y yo estábamos al frente del escenario. Las bandas locales terminaron de tocar y los animadores salieron a matar el tiempo en lo que los músicos estelares se preparaban para salir. Soltaron un par de chistes malos y, de vez en cuando, un poco de propaganda política. Nadie aplaudió. Luego subió la banda –al más puro estilo de los equipos de futbol–, una decena de personas desfilaron sobre el foro. Atrás, la estatua de Deza y Ulloa señalaba al piso recordando la fundación de la ciudad y lamentándose por la terrible decisión. En las paredes de los edificios aledaños se proyectaba el famoso logotipo que el gobernador se encargó de colocar en todas las oficinas gubernamentales. Viva la ciudad.

El concierto me hizo recordar las fiestas de mi infancia. Mis tíos entonaban canciones de moda y las bailaban con alegría. Los jóvenes escuchaban Nirvana y otras bandas de grunge. Otros se perdían en las baterías del punk que pretendían derribar muros y acabar con la tiranía y el capitalismo salvaje. En ese entonces la cumbia era solo para el barrio. Después la cumbia presentó otra faceta: pasó de las fiestas sonideras del underground chilango al plano nacional. Los hípsters comenzaron a hacer fiestas cumbiancheras donde sonaba de todo bajo el pretexto de alejarse del main stream.Por eso en el concierto vimos de todo: hipsters, punks, cholos. ¿En qué momento los hipsters aprendieron a bailar? Los punks nunca fueron buenos haciéndolo. ¿Quién dijo que nada nos unía? Claro que sí: solamente la cumbia puede lograrlo. Porque todo en ese momento era cumbia, baile y amor.

La música arrancó con punteos de acordeón y golpes secos al güiro. A Selene siempre le gustó bailar, pero yo era malísimo. Vi cómo los danzantes comenzaron a soltar el cuerpo al compás de la música: se hizo una rueda y los bailadores se lucieron. Un cholo, enseguida de mí, se tiró al piso y comenzó a bailar mientras agitaba las manos y subía lentamente: casi como si pudiera volar. El acordeón disminuyó su tempo, pero el cholo acostumbrado a bailar las cumbias rebajadas se sacudía lentamente.¿Cómo igualar esos pasos? A Selene siempre le gustó bailar y entonces bailamos entre pisotones.

Dicen que el amor es como bailar. Esa noche no pensamos en nada. Solo bailamos.Hasta que el concierto terminó de la única manera en la que podía terminar, es decir,con la gloria que los ángeles se merecen. Cuando el concierto finalizó y el público explotó en un aplauso, las gotas de sudor nos corrían por el rostro.

—¿Me quieres? —le pregunté a Selene mientras una extraña nostalgia me invadía.

Los músicos abandonaron el escenario y los presentadores salieron para despedir a la banda e invitar al disfrute de los fuegos pirotécnicos y celebrar el cumpleaños de la ciudad. Pero más que un festejo, aquello parecía una batalla –aunque a fin de cuentas terminen por ser casi lo mismo–. La ciudad día con día luchaba por sobrevivir. El espectáculo salió mal y los fuegos pirotécnicos apuntaban en todas direcciones: estallaban por aquí y por allá. Pensé en que Chabelo se enfrentó contra los monstruos, pero no se enfrentó contra otros hombres en guerra. Pensé en un ejército de cuates de la provincia.

—Sí —respondió.

La abracé porque estaba asustada. Detrás de nosotros se veía la catedral. Sus papás querían que nos casáramos ahí.

—¿Y si vamos a cenar? —me preguntó.

Nos retiramos de la plaza viendo con miedo cómo en el cielo se veían los fuegos pirotécnicos. Pensamos que parecía un campo de guerra. Salimos por la calle Libertad mientras el eco resonaba como algo amenazante. Las luces pintaban el cielo: las verdes simulaban una palmera; las rojas, lava.

—Ya vámonos.

Caminamos aprisa. El ruido parecía el de una balacera. Olía a pólvora. Sin embargo, preferí pensar en las palmeras.

El concierto terminó. El escenario estaba montado sobre un lugar improvisado. Detrás, la presidencia municipal. Luego, la plaza de armas. Luego, la estatua de Deza y Ulloa. Luego,la catedral.

Me quedé pensando.Recordé cuando estaba niño y deseaba ir a la playa. En mi cabeza se reprodujo el sound track tropical de una cumbia sonidera. También recordé que cuando era niño me dijeron que los ángeles vivían en el cielo, pero ese día me di cuenta de que no: los vi en un escenario y no tenían arpas, sino un acordeón, un güiro y un ritmo celestial. Esa noche le pedí a Selene que me enseñara a bailar y ella se burló. Dicen que el amor es como bailar. ¿Dios sabe bailar?

 

 

 

 

Luis Fernando Rangel es licenciado en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor de los libros Hotel Sputnik (Tintanueva, 2016), Poemas para un lugar común (ICM Chihuahua, 2018), Los líricamente desmadrados (Ediciones O, 2020) y Dibujar el fin del mundo (UACH, 2019). Coordinó la antología de poemas No haremos obra perdurable (Sangre ediciones, 2019). Ha publicado en revistas y suplementos culturales: Tierra Adentro, Visita al patio, Punto en línea, Punto de Partida, Himen, Pliego16, Estilo Mápula, Hybris, Morbífica, Tragaluz, Sophía, entre otras. Actualmente es jefe de Unidad Editorial en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, director editorial de Sangre edciones, editor de las revistas Metamorfosis y Fósforo, así como conductor del programa radiofónico El pensador.

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