El
tiempo fluye como el agua en el río. Confucio
Por
Patricia Ramírez García
A los 8
años vivía con mi familia en Veracruz, en un campamento de Laguna Verde llamado
El Farallón, a un par de horas del Puerto. Había una playa y, por supuesto, la laguna, ambas a menos de un
kilómetro de mi casa. Nunca entré en la laguna, pensaba que estaba habitada por
cocodrilos que me arrastrarían a la profundidad; era un lugar peligroso y
prohibido.
Los
fines de semana íbamos a la playa, era de olas bravas. Mi papá nos llevaba a mi
hermano y a mí hasta el punto donde las olas comenzaban a formarse. Nos enseñó a
dejarnos llevar por ellas hasta la orilla, era increíble sentir como te elevabas
y avanzabas a toda velocidad, la revolcada al romperse la ola era inevitable;
pero valía la pena por la emoción de cabalgarlas.
Apenas
un mes después de cumplir 15 años, y ya viviendo en Chihuahua desde dos años
atrás, entré a estudiar al Bachilleres 1. Ese primer año reprobé educación
física. En mi defensa diré que no me gustaba jugar básquet, se me doblaban los
dedos y me torcía las muñecas en cada jugada; para poder aprobar la materia
tenía que ir durante todo el verano a las clases de natación que daban en la
alberca del plantel. Fue un castigo divino, un verano especial.
Un día
se me ocurrió decir que yo había aprendido a nadar sola y que había
perfeccionado mi técnica durante las clases
de ese verano; mi papá reclamó ofendido: yo fui el primero en llevarte a
una alberca, al río y al mar; pasé días cuidándote, enseñándote a flotar y nadar;
aunque fuera de perrito. Aún al día de hoy se indigna cada vez que recordamos
esa anécdota. Existen muchas fotos que atestiguan y dan razón a su reclamo, recuerdo
en especial una donde estoy en la orilla de un río montada en un salvavidas de
mariquita y mi papá a un lado evitando que la corriente me llevara.
Al
salir del Bachilleres y entrar a la universidad. me inscribí en la alberca de
Santo Niño. Me hicieron una prueba y quede en nivel intermedio.
La
sensación de ir ligera en el agua, fluyendo, sentir que mi cuerpo no tenía
peso, tener el control de mi respiración, me recordaban esos días en la playa
de El Farallón. Llegué a tener buena condición, mis profesores eran excelentes.
Cuando pase al nivel avanzado me enseñaron tácticas de rescate y sobrevivencia.
Aun así,
temo a las profundidades, donde nada contiene al agua.
Durante
unas vacaciones quise ir a ver ballenas en su llegada a riveras mexicanas. Me
fui a Sayulita, un lugar increíble, paraíso de los surfers en la Rivera
Nayarita. Contraté un tour que me llevó
mar adentro, donde pude ver ballenas, delfines y mantarrayas. La cereza
del pastel: una reserva natural, las famosas islas Marietas. Es como una dona
gigante; en el hueco del centro está la playita del amor.
Para
acceder a esta famosa playa hay que lanzarse al mar abierto y pasar por un
túnel natural azotado por la marea. Tenía puesto mi chaleco salvavidas con el
que podría flotar como un pecesito naranja con mi panza al sol, pero estaba ahí,
en el borde del barco dudando; recuerdo estar sudando frio tratando de
convencerme de saltar.
No
podía no hacerlo, esa no era una opción, estaba a unos metros del paraíso;
trague saliva y salté; no sin dar un fuerte y terrorífico grito para aliviar el
estrés.
El
delirio de persecución no me abandonó ni un momento, un miedo terrible a ser
succionada hacia las profundidades por un
monstruo, o por la marea. Por mi
cabeza también cruzó la idea de que surgirían medusas gigantes y yo moriría
entre sus tentáculos venenosos, braceaba y pateaba sin éxito, mi avance era
lento y penoso, con insuficiencia respiratoria y palpitaciones. Fueron veinte minutos de angustia pensando que
sería devorada por tiburones y pirañas; o todo ser vivo del mar a la vez; o por
el mismo océano.
Si lo
sé, es irracional e imposible, las pirañas ni siquiera existen en el mar. Era imposible
seguir El camino del Tao, ponerme filosófica y aspirar a una conducta
intuitiva, en armonía, sin esfuerzo, tal como fluye el agua; según las enseñanzas.
Ese
brinco valió mil veces la pena. La arena era fina y limpia, el sonido grave de
las olas rompiendo en las rocas y la cantidad de aves que revoloteaban era
impresionante; la brisa y el olor a sal eran perfectos; me sentía en un sueño
ideal, feliz y plena, exhausta y satisfecha. Supongo es la misma sensación que
cualquier ser humano siente al vencer un obstáculo, superar un miedo o recibir la recompensa.
Tengo
tantos recuerdos conectados al agua, me atrae y me asusta por igual.
Sinceramente creo que la vida siempre nos da oportunidad de saltar y vivir
experiencias únicas, o quedarnos en la orilla, a salvo, en la tranquilidad de
lo conocido. No hay correcto o incorrecto, solo elecciones, cualquiera que
elijamos, será en ese momento la correcta.
Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México.
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