domingo, 22 de noviembre de 2020

Patricia Ramírez García. Las puertas de Nombre de Dios

Las puertas de Nombre de Dios

 

 

Por Patricia Ramírez García

 

 

El sol daba sus primeras muestras de vida contrastando suave y silencioso las formaciones de piedra volcánica que sobresalían de la cima, era una vista hermosa, luces y sombras proyectadas por esculturas naturales. La ciudad, aún adormilada, se revelaba en 360 grados a 1730 metros sobre el nivel.

Compré aquel libro en un bazar de antigüedades, mientras caminaba por la calle Juárez. Estaba arrumbado, en medio de ropa y cachivaches acomodados en la banqueta frente al local, lo hallé en muy mal estado, apenas sobrevivía al paso del tiempo. La portada estaba borrosa. Un título deslavado anunciaba que en su interior encontraría leyendas y mitos; pero el interior estaba en peores condiciones, pude rescatar solo unas cuantas páginas.

Las páginas hablaban de una famosa leyenda que aseguraba cómo los hombres de la región podían viajar en el  tiempo y contactar con sus antepasados a través de puertas sagradas; el autor del libro, de nombre desconocido, mencionaba que varios exploradores habían tratado de encontrar una de esas puertas; pero sin éxito. Regresaron exhaustos y derrotados. A otros, misteriosamente, jamás se les volvió a ver.

Casi termina el 2019, es diciembre. Por la mañana hace mucho frio, pero, al salir el sol, el clima es excelente para ir a explorar la Sierra de Nombre de Dios, donde, según la leyenda, se encuentra una de esas puertas sagradas.

Aún estaba oscuro cuando inicie la caminata, eran justo las seis de la mañana. Me rodeaba un paisaje seco de verdes pardos, perfumado a tramos por salvia blanca y adornado por yucas, lechuguillas y cactus. En el trayecto hube de esquivar cardenches y nopales, abrirme paso entre pasto de oso y más hierba seca con espinas.

Encontré el primer punto en la ruta: un antiguo refugio natural, la Cueva de Navalocoapa, tapizada con pinturas rupestres de color ocre en sus paredes, ranas, líneas, figuras ya poco legibles. Era imposible no querer tocarlas. Al hacerlo sentí una descarga de electricidad, de inmediato retire la mano y una extraña sensación me invadió, sin poder explicar lo sucedido.

Procuré no darle importancia y continué la caminata; necesitaba llegar a la cresta de la sierra. Pensé que así sería más fácil ubicar los llamados Picos de la Luna, descritos en el viejo libro.

Subí y baje por esa sierra que comenzaba a ponerse colorada, siempre custodiando un rio ahogado en basura, casi en extinción. Supe que había llegado cuando los rayos del sol atravesaron con todo su esplendor un triángulo perfecto formado por tres rocas gigantes. Una más pequeña, colocada al centro sobre la base, estaba justo frente a mí.

¿Habría encontrado por fin una de esas puertas sagradas?

La luz me cegó justo en ese instante. Volví a sentir la descarga de electricidad en el cuerpo, mi mente brincó en micro segundos por miles de recuerdos, mis piernas caminaban sobre ráfagas de luz que iban y venían, pareció una eternidad.

Cuando el movimiento paro, la luz había desaparecido y yo estaba allí, parada al final de una ancha escalinata con los ojos bien abiertos. Al frente había un gran salón; un enorme candelabro, que colgaba desde tres pisos más arriba, parecía caer en cada ligero movimiento. Escuche música al final del pasillo, instintivamente comencé a caminar hacia el salón privado, custodiado por una enorme puerta a dos hojas de madera oscura

Le di un gran empujón y vi a la novia cuando lanzaba su ramo de flores; su recién marido le daba un largo beso. La música sonaba fuerte, el escenario, con piso estilo tablero de ajedrez propio de los años cincuentas, albergaba a un grupo de músicos con cabellera envaselinada. Detrás del baterista se desplegaba una gran lona que presentaba al grupo: Arena Show Band.

Si vienes sola puedes unirte a nuestra mesa ―dijo una voz muy familiar.

Nuestras miradas se encontraron por unos segundos, su corte pixi, adelantado a su época, y su vestido negro con cuello de encaje blanco, su bella sonrisa, todo era inconfundible. Era ella, mi madre.

De niña me gustaba mirar sus albumes de fotos. Entre sus páginas hallé la carta.

Me senté a su lado, atónita, sin poder apartar la vista de sus verdes ojos, mientras, como es su costumbre, hablaba sin parar, evitando la incomodidad del silencio.

―Vengo con mis hermanas me dijo. Adela, la cantante, es mi amiga. Demasiado tiempo ha pasado desde la última vez que la vi.  Ella quiere hablar de algo urgente.

Yo seguía sin poder articular palabra, solo asentí con la cabeza. La música terminó, era momento del intermedio. Adela caminó directo a nosotras con uno pasitos cortos, muy rítmicos, llenos de vitalidad y energía.

Mi madre la tomo de las manos. Tenía una mirada destellante y un peinado de tres pisos; le dijo emocionada pero en tono solemne:

―No me vas a creer; pero soñé que el día de hoy conocerías a tu hija.

Ambas me miraron con mezcla de asombro y confusión. Antes de que yo pudiera pronunciar palabra, desperté.

Me quede dormida mientras leía el periódico una página donde anuncian la inauguración del Hotel Victoria, ese que van a inaugurar en la avenida Juárez y Colón. Presumen que tendrá 100 habitaciones, 100 baños, peluquería, 100 teléfonos, y no sé que más. Ojalá no hubiera despertado. La extraño.

Si recibes esta carta, será porque me he ido a buscar puertas sagradas.

Con amor

Mina.

 

The end.

 

 

 

 

 

Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área  de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México.

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