miércoles, 25 de noviembre de 2020

Héctor Contreras López. Sacramento


Sacramento

 

 

Por Héctor Contreras López

 

 

Vamos llegando al río en caravana mientras la tarde se aleja; las sombras empiezan a ocupar los resquicios del bosque. Hace mucho que la iglesia perdió el edificio propio que tuvo desde su fundación, con su bautisterio detrás del púlpito, pintado de azul, donde los niños jugábamos en el intermedio de los servicios de los domingos.

Ahora, cuando alguien pide ser bautizado, como siempre, a última hora, los hermanos tienen que buscar opciones fuera de la ciudad, como la Presa Chuvíscar o el Río Sacramento.

En esta ocasión fueron Inés y Gilberto quienes levantaron la mano al terminar los cantos después del sermón, poniéndose de pie y solicitando el bautismo con voces apenas audibles.

Por la ventana del vehículo se puede ver el río, oscuro en partes, en otras brillando con reflejos que iluminan la corriente, acariciándola con destellos que disminuyen poco a poco, escapándose hacia el horizonte. No sé ni me importa con quiénes viajo; mi mente está fija en la imagen de la figura de Inés al final del servicio, su pelo largo, negro, cayendo sobre los hombros, el sencillo vestido sugiriendo sus formas, la cabeza ligeramente inclinada, muy en su papel de virgen pobre, casada con el primer bruto que le propuso matrimonio.

Habiendo dejado los carros, todos caminamos hacia la orilla, buscando el lugar adecuado para la ceremonia. La noche ha descendido ya sobre nosotros como un animal herido de muerte; lo único que nos guía es la luz que ha quedado atrapada en los fulgores del río y el murmullo de las aguas brincando sobre las piedras.

Recuerdo el día que llegaron por primera vez a la iglesia; Inés se me presentó como la joven más hermosa que jamás había visto. Todo en ella parecía natural y armonioso: su recatada compostura, los silencios y su voz, los pequeños pasos cuando avanzaba por el pasillo, entrando o saliendo del salón principal.

Muchas veces intenté irrumpir en el campo de su mirada, pero nunca lo conseguí. Después de esa primera ocasión, ansiaba las reuniones para poder verla, aunque fuera de lejos y de espaldas, de la mano de Gilberto o hablando con alguna de las hermanas. Ya de camino a casa, mi mente se poblaba de escenarios donde ella y yo, solos en algún prado iluminado por la luz de la tarde, caminábamos y platicábamos envueltos en una intimidad compartida y sin ninguna interrupción.

Alguien, saliendo del grupo, se adelanta y señala un recodo río arriba, donde de forma natural parece juntarse un estanque, quizá suficientemente hondo. Todo el grupo se dirige hacia allá. Al llegar nos acomodamos en una media luna, con Inés, Gilberto y el predicador en el centro.

Mientras los dos candidatos van a cambiarse de ropa, el predicador camina hacia mí y me toma aparte, hablándome en voz baja. Me propone que sea yo quien bautice a Inés y a Gilberto. Apenas puedo reprimir el tumulto de emociones que se forma en mi interior. Tocar el cuerpo de Inés, sostenerla sobre las aguas, ponerle la mano izquierda en la nuca a la vez que con la derecha le tapo la nariz. Esta posibilidad no había aparecido ni en mis fantasías más extremas.

Si quisiera, podría mantenerla bajo el agua o soltarla, o avanzar hacia el centro del río, dejando que la corriente nos arrastre a los dos. En mi imaginación, veo el rostro de Inés surgiendo del agua, la ropa pegada al cuerpo, el pelo escurriendo y sus ojos grandes abriéndose a una nueva vida, entre mis brazos.

Al escuchar mi respuesta, el predicador me mira fijamente y se aleja en silencio. Cuando están listos, camina con los candidatos río adentro y los bautiza en dos movimientos rápidos y efectivos. Los tres salen del agua, tomando las toallas que alguien les ofrece. Los demás se acercan para felicitarlos, abrazándolos efusivamente. Recargado en un árbol los observo desde lejos, sintiendo cómo la distancia que ya nos separaba se hace más densa e insalvable.

Por mí, habría regresado caminando a la ciudad, pero alguien insiste y prácticamente me sube a la fuerza a su troca. Durante el regreso, las luces de la ciudad pasan con rapidez mientras por la ventanilla mi mirada se pierde en los espacios insondables de la noche.

Como salidas de un pozo profundo, las mismas palabras con las que le había respondido al predicador se repiten una y otra vez en mi interior: no puedo, hermano, el demonio…  el demonio…

 

 

 

 

Héctor Contreras López es un escritor, traductor e investigador independiente originario de Chihuahua. Ha publicado los libros de poemas Memoria de la piedra (Ichicult, 2006) y El árbol de la aurora (Ichicult, 2011). Desde 2015 es coordinador del Taller de Traducción Literaria Ricardo Aguilar, en Albuquerque, Nuevo México, y en la ciudad de Chihuahua. “Címbalos” forma parte del poemario inédito Pochitoque.

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