lunes, 30 de marzo de 2015

Domingo de Ramos o De la Pasión. Homilía. 29 marzo 2015

Domingo de Ramos o De la Pasión. Homilía. 29 marzo 2015






Por José Alberto Nava Aguirre





Queridos hermanos:
con este domingo iniciamos de lleno la Semana Santa, centrada en la meditación de la pasión y muerte de Jesús.
Los pasajes que incluyo en la reflexión centran nuestra mirada en la degradación y el sufrimiento sufridos por Jesús durante su tormento. El abandono de Dios que reclama Jesús es al mismo tiempo el momento de la entrega total de su ser. Y así, el instante más oscuro se convierte en el momento más claro y resplandeciente del mundo. Tan así, que el oficial romano, al ver cómo moría, confiesa lo que ha buscado presentar el evangelista a lo largo de todo su relato: "Este hombre es verdaderamente Hijo de Dios".
Que nosotros podamos también hacer coro con él, y podamos proclamarlo con nuestra vida, esta Semana Santa y siempre.
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Saldré de misión con un grupo de San Francisco, a compartir con dos comunidades los días santos. Nos encomendamos a sus oraciones, ya comentaré después con ustedes la experiencia.
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Un abrazo, y bendiciones,
fr. Pepe op
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Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos (Mc 15,25-28; 33-39)

Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura, que dice: Fue contado entre los malhechores (Sal 22,8; 109,25).

Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Miren, está llamado a Elías.” Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: “De veras este hombre era Hijo de Dios”.







José Alberto Nava Aguirre es fraile dominico. Tiene a su cargo el ministerio de administración de la Casa Convento del Templo de San Francisco. Da clases de Teología en el Seminario Conciliar de la Diócesis de Chihuahua.

martes, 24 de marzo de 2015

Rubén Rey. La caja de Sofía

La caja de Sofía



Por Rubén Rey



Sofía había recibido una cajita musical como regalo de su vigesimoquinto cumpleaños, cortesía de su abuela. "Cómo podía alguien de edad tan avanzada dar ese tipo de regalos... y la otra recibirlo", se imaginó el día que abrió la caja de regalo (con otra caja, la musical, dentro).

Por lo menos la envoltura no era de ositos o ponys; se aliviaba al pensar eso.

Ella ignoraba de dónde había obtenido su abuela semejante presente. Se veía viejo, usado, como comprado en un bazar o con algún clandestino tendero de productos de segunda mano. No le reclamaba. Su abuela era una persona solitaria que se ofendía de recibir visitas en navidad y llamadas el resto del año.

"Yo les aviso cuando me muera al cabo", les repetía cada que le llamaban preocupados sus hijos para confirmar su estado de salud o a manera de reclamo porque a alguno de los nietos les había salido un diente nuevo o a otro le habían tumbado los suyos en una riña en la secundaria –de las buenas y a la antigüita, antes de que el bullying fuera reconocido como una bestia que orilla al suicidio–.

Sofía repetía y heredaba el nombre de su abuela, María Sofía. Sus tíos le decían –poco les creía– que solo con ella la huraña anciana tenía cierto contacto. Odiaba que le dijeran eso, pues sentía que quisieran comprometerla a cambiarle los pañales y limpiarle la saliva a la vieja cuando estuviera en sus últimos años. Ser la elegida.

Fuera de esto, Sofía sí llegaba a sentirse la favorita de la anciana. Era la única a la que no recibía con una mueca o una mirada estática cuando la visitaba. ¿Sonrisa y galletas? No; tampoco hay que pecar de soberbia.

Sofía era autora musical. Se rodeaba de amigos intérpretes a los cuales les robaba más de un suspiro, tonada o fluido. Su actividad carnal era poca y de calidad; como una musa, o una filósofa. Lo que llegaba a odiar era el ciclo.

Una aventura. Una noche. Una salida, máximo dos. Horas con él –o ella; Sofía era inquieta–.

Luego se esfumaba de la faz de La Tierra.

No lo hacía por saña sino por alma. Ya lo había intentado en su juventud. Quedarse demasiado tiempo con una persona implicaba enamoramientos que terminaban en ardor, en el corazón y sábanas húmedas. Ya no de sudor, sino lágrimas.

Odiaba querer bien, querer tanto.

Heredado de María Sofía o no, la vieja le reconocía el talento musical con mirada severa, la quijada apretujada y asintiendo con la cabeza.

Aún así, cuando la joven iba a visitar a su abuela, era poco lo que platicaban. La mujer agradecía infinitamente que la vieja no le preguntara por la escuela, por el novio o por la boda.

No. María Sofía, la anciana ermitaña, tenía un vocabulario limitado de palabras muy escogidas. Era el mismo rito que la joven adoraba: su abuela extendía su mano. “¿Qué compusiste; qué tocas?”. Sofía depositaba de manera silente el trozo de papel con su última partitura en la reseca mano de su abuela.

Leía y releía. Luego se inclinaba en su sillón mecedora y cerraba los ojos, sonriendo con una maligna placidez. Lo remataba con ese gemido de satisfacción que, dada la cansada garganta de la vieja, se asemejaba a un rugido ahogado.

Ese culto se extendió durante años. No por la caja musical que con mucha –o poca– devoción había recibido Sofía en su cumpleaños. Lo que perturbaba a Sofía no era el tonito tan característico que emanaba del interior del objeto cuando separaba sus tapas, sino la nota que le había dejado la vieja.

Serán tuyas. Aquí se esconden.

Por respeto y para mantener un poco la mística, la escritora musical jamás le preguntó a su abuela por tan críptico comunicado. ¡El regalo resultó ser todo un éxito! Al destapar las paredes de la caja pentagonal, ella sentía que se podía concentrar más para plasmar su música. Para perderse en ensoñaciones. Para estudiar… y luego Sofía le dio un uso diferente.

Fue raro y aislado, como cualquier episodio íntimo que lograse consumar. Otro músico en su cuarto más o menos bueno para amar. Para su gusto, algo torpe en realidad; de esos hombres que en su afán por mostrarse románticos, terminan moviéndose con lentitud y besando como niños. Frustrada por coger con una cría de tortuga, se le ocurrió escapar de la realidad por unos segundos aunque sea.

“¿Me das chanza de algo loco? Checa…”.

E hizo funcionar la caja musical.

No funcionó el refugio a la realidad pero, con una chingada, se había callado finalmente el falso poeta (algo un poco peor que un falso profeta).

Silencio.

Mucho silencio.

Demasiado silencio.

Todo silencio y una triste eyaculación.

Como si estuviera avergonzado –ni palabra le dirigía–, el fulano se vistió y se fue, casi corriendo. “¡Bendito sea Dios!”, pensaba ella. Se sentía liberada del estorboso cuerpo de un estorboso amante.

Pasaron meses hasta que Sofía volviera cubrirse con otra piel. Fue con una música adicta a las redes sociales tanto o más que ella misma. ¡Le encantaba el cómo amaban las mujeres! Se tomaban su tiempo y eran más honestas en el sentir, el tocar, el frotar.

¿Por qué no rendirle homenaje a la anciana? Sin mencionar su nombre o existencia, por supuesto. Nadie quería que se enteraran que era una nieta de la abuelita (algo peor que una hija de su mami).

Abrió la caja musical, sin protesta de su compañera y sin que mermara su desempeño. Lo que extrañaba era su voz, el cántico tan sincero que ellas no pueden controlar cuando la carne es feliz.

“¿Qué te pasa? Quito la musiquilla si gustas…”.

Nada. Ni una palabra por segundos. Ni una oración por minutos, y  luego, de un brinco, su breve compañera se vistió como pudo y se fue corriendo como si hubiera tenido una visión demoniaca.

La tercera ocasión, un año después. Sofía se sentía verdaderamente intrigada. De paso, podría aprovechar para experimentar un poco. ¿Sería tan intenso como se veía en las series televisivas y en las novelas baratas? Se refería a amarrar a su pareja a la cama.

Lo hizo. No le molestaba pasar minutos dominando al maldito afortunado –un rockero larguirucho con barbas como de chivo–, y de hecho disfrutaba de esa posición. Podría lucir su no tan desarrollado cuerpo delgado moviéndose como una caricia primero, como una posesa después.

“La… caja”. Dijo entre gemidos y susurros.

La abrió, y continuó con su dominio.

“¡Hey!” tomó de la cara al músico rudo. “¡Dime algo!”. Él abrió su boca.
Y ni un sonido salió de ella.

“Deja de jugar…”, le dijo casi preocupada, y entonces entendió a lo que se refería la anciana. Recordaba las palabras y las masculló.

“Serán tuyas. Aquí se esconden”.

La maldita caja se quedaba con las voces de sus amantes.

“Pinche abuela cabrona”.






Rubén Rey es licenciado en ciencias de la comunicación, egresado de la Universidad Regional del Norte. Sus andanzas lo han llevado a través de World Wildlife Fund, la Asociación Municipal de Muay-Thai y el Instituto Estatal Electoral. Ha sido locutor, corrector de estilo, articulista y escritor y editor de la revista Exprés. Actualmente escribe textos de publicidad para una empresa de mercadotecnia.

lunes, 23 de marzo de 2015

Larizza Arvizo. La vida de Loreto

La vida de Loreto




Por Larizza Arvizo




Por qué llorar tanto cuando nos enfrentamos a  la muerte, si de antemano sabemos que es lo único seguro, deberíamos estar dispuestos a aceptarla, como se admite el respiro, como el hambre, como el sueño.

Así como el sueño debe ser la muerte, tibia, que se va enfriando, muy placentera, y en silencio. Como espectadores nos es difícil asimilarla, tal vez por eso doña Loreto lloraba tanto; su único hijo, Leobardo, había dejado la casa muy chico, por la abrumante aflicción de su madre ante el feminismo de él. Leo quería  ponerse ropa de mujer, jugar con las muñecas. Soñaba con ser una señora, había huido dejando a la vieja con el corazón roto, no estaba dispuestoa  ser lo que él no era, él era una mujer, le gustaban los hombres pero no quería lucir como uno, él quería ser ella.

Se fue en medio de llantos y ruegos, pero estaba decidido, ya no quería ser un prisionero del miedo y la vergüenza. Cuando se fue, dijo:

―Y me voy, amá. Usted no sabe cómo me siento, casi como si me amarraran y me dieran de latigazos todas las noches, me duele el alma que usted no me acepte, que porque en la biblia dice. Pero ahí también dice que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Claro, usted nomas lee lo que le acomoda.

―Pero Leobardo, hijo, como se te ocurre semejante tontería.

―Me ofende que me digan  Leobardo. Me llamo Leonor. Véame,  soy una mujer, métaselo en la cabeza. Usted tuvo una hija, no un hijo, ¿pa’ que quiere un chingado machito egoísta? Yo soy una buena hija, siempre he trabajado pa’ que no le falte nada, nunca la he tratado mal, ¿Qué más quiere?

―No, hijo, estas equivocado. Tuve un hijo, y si lo que quieres es irte, pues aunque me duela, vete, mientras pienses así para mi estas muerto.

―Como usted guste. Espero que cuando cambie de idea no vaya yo a estar muerto de verdad.

Agarro dos vestidos que tenía escondidos, unas medias y un par de zapatos de tacón y se fue. Dejó atrás lo que él había sido, sus camisas, las botas vaqueras, el sombrero.

La vieja se echó a llorar en el sillón.

Y así pasaron meses sin saber de la Leonor. Doña Loreto tenía que trabajar en las casas y vivir de la caridad de los sobrinos.

Un día, muy de mañana, tocaron la puerta. Al salir encontró un sobre amarillo.

Estaba escrito esto: para mi madre, de su hija. Firmado por Leonor Barraza Ru.

En  el interior había una foto de una mujer muy linda, con vestido rojo que le llegaba a las rodillas, un hermoso cabello rubio, los ojos grandes y oscuros, cubierta su cara por un maquillaje muy fino.

A la  doña se le salieron las lágrimas. Recogió del interior cinco billetes  de quinientos pesos y una nota que decía:

“Ya tengo trabajo, mi viejita. Me esta yendo muy bien, a ver si lee mi nota, con eso de que estoy muerta. Y los muertos, pues no hablan.

La vieja cogió el dinero, lo hechó en su bolso; rompió la foto y la nota, y se metió a su casa.

Pasaban los meses, y seguía recibiendo los sobres llenos de dinero, acompañados de fotos y recados, los que usaba para prender la lumbre, eso sin dejar dentro la lanita que su hijo le mandaba.

Se le veía cansada, vieja, muy decaída. Habían pasado diez años, en los que su Leo le había mandado religiosamente cada mes una buena suma de dinero, pero aún así se le veía salir a trabajar, sin falta, cada día.

Y pasaba hambres.

Y debía la renta.

Y no tenía ni para zapatos.

A diario se iba a la misa, a las cuatro de la tarde. Pertenecía a un grupo de lectura bíblica.

Era un martes y así, con dolores y tristezas, se fue a la misa; cuando volvió a la casa encontró la puerta abierta, asustada agarro un garrote. Cuidadosamente y sin hacer escandalo fue entrando, cuando llego a su cuarto, en la orilla de la cama, vio unos zapatos de mujer, bajó el garrote y se asomó, ahí estaba su Leo.

Un esqueleto viviente, recostado en la cama, casi no lo reconoció, estaba tan flaco, sus dedos se veían más largos de lo común, ya no tenía pelo, Los hermosos ojos que vio en las fotos parecía que se le habían secado, apenas y respiraba. Cuando se le acercó, le tomo la mano, la volteo a ver y lloro una sola lagrima, Loreto  no pudo contenerse, lo abrazo y lo beso en la frente.

―Hijo de mi vida, ¿qué te hicieron?

No pudo responderle, estaba ya tan enfermo.

Llego a la casa a morirse, tenía  un año enfermo. Dos días después, quedó muerto, no pudo decirle nada. Solo escuchaba a su madre. El cáncer se lo había acabado.

Llegó la hora, ahora si estás muerto. Mijito como quisiera volver atrás; mira  he guardado todo el dinero que me mandaste, lo junté creyendo que te ibas a arrepentir, y volverías a casarte con una muchacha. Te lo guardé para que compraras una casa. Me equivoqué, tu eres mi hija, yo tuve una hija, una hija muy buena.

Este dolor que siento no puedo soportarlo, el tiempo se va y ya no regresa, la muerte es como un murciélago que muerde al azar. Cuando te toca, pues ni cómo.

Pensé que tú me enterrarías.

Con este dinero te voy a comprar un hermoso vestido. Hija. Ojala me pudieras oír para pedirte perdó

Le enterraron con un lindo y carísimo vestido blanco, como de novia.

Le mando hacer una lápida donde decía:

 Descansé en paz  la hija que siempre soñé, Leonor Barraza Ru. 1965-1999.

Murió la vieja un mes después, se quedó dormida llorando junto a  una veladora que le prendió a su Leo.

No hubo quien la enterrara. La echaron a la fosa común.






Larizza Arvizo nació en Matachic en 1988. A los cuatro años se trasladó a la ciudad de Chihuahua, donde realiza todos sus estudios. Es egresada de la licenciatura en teatro por la Facultad de Artes de la UACH. Ha actuado en 25 montajes y es ganadora del premio a mejor actriz, y actriz revelación, en la Muestra Municipal de Teatro 2009.

domingo, 22 de marzo de 2015

Un relato de Gabriel Borunda

Las cartas de amor de Juvenal López Durán





Por Gabriel Borunda





En 2008, la Casa Samuel Baker de la ciudad de México subastó un par de cuadros y un paquete de cartas de TA, pintora zacatecana, de origen bastardo del duque de A…, la cual había sido recluida desde niña en el convento de Las Dolorosas de María.


En ese convento los nobles de la Europa católica acostumbran depositar a sus hijas reconocidas con problemas especiales, tales como el síndrome de down o la poesía, o bien hijas producto de bastardía. TA, era un caso del primer tipo.

En 2008 ya había muerto, de amor, dicen algunas lenguas, por un seminarista poeta del convento franciscano de un pueblo del norte, de la Villa de San Antonio.

JLD estudió en dicho convento. Era entonces un joven brillante del que se decía que terminaría de cardenal, sabio en asuntos de latín y poesía. Fue tocado muy joven por la historia de Paolo y Francesca, que permanecían en el infierno en un eterno amor. Supuso entonces que tendría que buscar un paliativo para los ardores del infierno, ya que en gran medida los sacerdotes, obispos, cardenales y papas terminaban en ese lugar de penas. Contra las llamas eternas solo existía la posibilidad del amor eterno.

Convencido de esa idea, se dedicó a buscar el amor eterno. Lo halló en la joven pintora del convento de Las Dolorosas.

Se conocieron en una liturgia por san Francisco que se realizó en la catedral zacatecana, y que luego se acompañó con una comida en los jardines del convento, donde la pintora enclaustrada (mientras llegaba el matrimonio civil o con Dios), como todas las pupilas, servían los chiles en nogada, arroces y moles. Mirarse y amarse fue asunto fácil.

JLD se coló dos tardes después hasta el interior del convento y ambos se poseyeron con la fuerza de la lujuria monástica que busca sin cesar la salvación y la culpa. Animados por la concupiscencia, se olvidaron de los condones (era mal visto que un seminarista anduviera comprando dichos adminículos) y pronto TA quedó embarazada.

No hubo posibilidad de matrimonio, ni tampoco de suicidio amoroso, individual o de pareja. JLD abandonó el seminario y TA regresó a España, donde parió a su hija, y regresó a Zacatecas.

Lo único que se le permitió fue la correspondencia escrita, la cual mantuvo por muchos años con el poeta.

JLD realizó muchos oficios en la Villa de San Antonio, hasta que fue contratado como bibliotecario de “La gran biblioteca de los sueños humanos” Empezó así una exitosa carrera que recibió un impulso definitivo cuando el poeta O. P. lo mencionó en su testamento.

Cuando los santoantoninos vieron que O. P. lo citaba, aunque fuera para devolver unos libros que se había llevado, decidieron nombrarlo Poeta Mayor del Norte de México.

Fue entonces que su séptima esposa, molesta porque no le pagaba la pensión mensual, sacó a la luz la historia de la monja-pintora zacatecana y puso a la venta las cartas de amor, las cuales habían ido a dar a manos de la Subastadora Samuel Baker, pero fueron presionados por el Duque de A… para mantenerlas en el olvido con la promesa de compra para otro tiempo.

La muerte prematura de TA produjo la venta de sus cuadros. Dos de ellos, que se subastaron en 95 mil dólares cada uno, recibieron como anexo las cartas de los amantes. TA murió en soltería, JLD sigue en San Antonio. Ha sido fiel a su amor, aunque se ha casado doce veces. Lo hace con la firme convicción de morir con una mujer que le permita estar en el infierno gozando del amor. A sus 98 años empieza a considerar otras opciones de salvación ajenas al amor eterno, que aunque condenándose al infierno, le conseguirán la inmunidad a las llamas infernales.








Gabriel Borunda Olivas es licenciado en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua y maestro en filosofía por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Entre sus libros publicados hay estos: Asesinato en la biblioteca, Para empezar a escribir y La lectura de los jóvenes en Chihuahua.

sábado, 21 de marzo de 2015

Raúl Sánchez Trillo. La utopía de la ciudad de la paz

[Azar No.1 Pág. 26]

Reporte sobre la utopía de la ciudad de la paz

Por Raúl Sánchez Trillo

En otoño de 1872 un viajero norteamericano llegaba a la ciudad de Chihuahua procedente de la costa de Sinaloa. Había cruzado la Sierra Madre cargado de planos y proyectos de una hermosa utopía: la fundación de una colonia socialista. Se llamaba Albert K. Owen.

Era su segunda incursión por México.

Owen había recorrido, a fines de 1868, una parte de Veracruz buscando el lugar ideal para fincar la utopía. La insalubridad de la región y la inestabilidad política del país impidieron que diera inicio a su proyecto.

En el segundo intento encontró, por fin, la tierra prometida. Enterado de la existencia de grandes extensiones de tierra fértil al pie de la Sierra Madre Occidental, llegó a un punto limítrofe entre los estados de Sonora, Chihuahua y Sinaloa. Allí fue informado por los indígenas de que hacia el Golfo de Baja California se encontraba Ohuira.

Ohuira, “lugar encantado”, fue descrita al hombre blanco como un lago de aguas tan cristalinas que su fondo podría verse con claridad. Su delicioso clima permitía la fertilidad de la tierra; las semillas crecerían con solo arrojarlas.

Ese lugar se materializó a los ojos de Owen un septiembre. Y aunque no era precisamente un lago, sino la bahía de Topolobampo, el intrépido utopista no se decepcionó; una exploración de dos semanas por el lugar hizo surgir en su mente los proyectos que configurarían lo que a futuro se llamaría La Ciudad de la Paz.

Dada la vocación proselitista de aquel hombre, es posible que tiempo después, reposando en la ciudad de Chihuahua, haya hecho conocer sus planes con la intención de reclutar gente para su empresa, y tal vez algunos los tomaron como una excentricidad del viajero.

Los acontecimientos políticos que vivía el estado acaparaban la atención: Porfirio Díaz, el caudillo del Plan de la Noria, se rendía en Camargo, poniendo fin a una serie de acciones de armas desarrolladas a lo largo de casi un año, alcanzando una magnitud hasta entonces nunca vista en nuestra historia de guerras civiles.

Owen debió saber del general levantado en armas contra la reelección del presidente Juárez, sin sospechar siquiera el papel que en un futuro tendría Díaz para la Ciudad de la Paz. El caudillo, por su parte, no debió darse siquiera por enterado de la presencia del extranjero.

¿Cuáles eran los planes de este excéntrico señor?

No se trataba tan solo de fincar una colonia socialista, sino de La Metrópoli Socialista de Occidente. Un puerto marítimo de las dimensiones del Nueva York de la época; destinado, por su privilegiada ubicación geográfica, a opacar a San Francisco.

Una ciudad en la que convergería el comercio de Oriente y Sudamérica; que sorprendería al mundo por sus modernos sistemas de trabajo, producción y consumo; por donde las tierras serían repartidas a los colonos para ser trabajadas en comunidad y que estaría comunicada con Nueva York por un ferrocarril transcontinental.

Los planos de la nueva ciudad estaban ya en la maleta de Owen. Se señalaban los lugares que ocuparían los edificios públicos, los muelles, las escuelas, almacenes, plazas y comedores comunales; se incluía también un dibujo de la casa tipo, dotada de comodidades y amplios jardines. El hombre que había concebido tales proyectos estaba dispuesto a encontrar los mecanismos y recursos que hicieran realidad su idea y con su entusiasmo partió a los Estados unidos.





De utópicos están empedrados los caminos al socialismo

Utópicos fueron llamados por los socialistas científicos en un afán de deslinde y en alusión a la novela de Tomás Moro. El término adquiriría connotación peyorativa.

Unos fueron hijos directos de La Revolución Francesa. Otros, producto de la injusticia generada por la revolución industrial. A todos ellos los une un común denominador: la abolición de la propiedad privada a partir de formas de organización social paralelas a las del capitalismo decimonónico. Su método: apelar a la buena voluntad del Estado y los capitalistas –en ese caso son clásicos los anuncios de Fourier solicitando un filántropo que financiara sus proyectos socialistas–. De ese conjunto de poetas enardecidos por la injusticia social, de arquitectos de ciudades imaginarias –a veces materializadas en lúcidos esbozos terrenales–, dos tendrían un impacto directo en la historia del socialismo en México: Robert Owen y Charles Fourier.

Albert K. Owen no era el primero en poner sus quiméricos ojos en tierras mexicanas; cuarenta y cuatro años antes Robert Owen se dirigió por escrito a la República Mexicana solicitando se le cediera libremente la provincia de Texas y Coahuila para establecer en ella una colonia socialista.

El inglés ya era famoso por sus experimentos en la empresa textil New Lanark, donde, reduciendo la jornada de trabajo y proporcionando mejores condiciones de vida a los trabajadores, aumentó productividad y ganancias.

No conforme con ser un filántropo productor de riquezas y aplausos, en 1823 da un paso radical al proponer un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria en Irlanda. Su arribo al comunismo y sus consecuentes ataques a la propiedad privada, la religión, la institución del matrimonio, le valieron la excomunión de la sociedad oficial europea. Entonces decide conquistar América. Tal es el propósito que le anima cuando escribe la célebre carta a la que hacemos mención. En ella plantea la cesión de tierras para una sociedad que realizaría un cambio radical en la raza humana, acudiendo básicamente a dos razones.

Primera: que es una provincia fronteriza entre la República Mexicana y los Estados Unidos, que están ahora colonizándose con circunstancias que pueden producir rivalidades y disgustos entre los ciudadanos de ambos Estados y que, muy probablemente, en una época futura terminarán en una guerra entre las dos naciones.

Segunda: que esa provincia colocada bajo el régimen de esta sociedad, se poblaría pronto con gentes de costumbres, educación e inteligencia superiores, cuya mira principal sería no solo conservar la paz entre las dos repúblicas, sino demostrar los medios por los cuales las causas de guerra entre todas las naciones desaparecerían quedando asegurados para cada uno los fines que se esperan obtener.

No se sabe si hubo respuesta al documento de Owen que, como se puede apreciar, predecía la guerra con los Estados Unidos. Por otro lado, la carta está fechada en 1828, tres años después de que iniciara en Indiana la colonia New Harmony, su último experimento social y en la cual pasó la niñez Albert K. Owen, que no era su hijo ni su pariente pero que, sin embargo, heredó del socialista inglés su pensamiento.



Otra será la suerte del socialismo de Fourier, el cual contó, en la persona de Plotino Rhodakanaty, con un activo proselitista y organizador.

No fue posible la creación de un falansterio en tierras mexicanas, pero el pensamiento del socialista francés tuvo gran arraigo en el movimiento social de nuestro país.

Rhodakanaty llega a México atraído por las noticias de la reforma agraria del presidente Comonfort y sus declaraciones en las que invitaba a los extranjeros para que crearan nuevas colonias agrícolas; una suculenta carnada para que picara cualquier socialista utópico.

Solo que nuestro Plotino tarda sus añitos en pisar tierras del nuevo mundo, desembarcando en Veracruz tiempo después de la caída de Comonfort y al arribo del presidente Juárez al poder.

No obstante de constatar que los decretos de Comonfort habían quedado en puro proyecto, comprobó también que los campesinos mexicanos vivían en comunidades de acuerdo a las ideas de Fourier y Proudhon, aunque oprimidos por el constante despojo de los hacendados. Ni tardo ni perezoso, pues, se puso a redactar lo que sería su tarjeta de presentación, un folleto que vio la luz en 1861: Cartilla Socialista o sea el Catecismo Elemental de la Escuela de Carlos Fourier El Falansterio. En su prólogo habla de la necesidad de crear comunas agrícolas para demostrar en la práctica la viabilidad del socialismo.

Mas las ideas del griego no logran cuajar en ninguna comuna, no quedándole más remedio que dar clases, escribir panfletos y publicar un periódico –frenológico y científico- llamado El Craneoscopio. Es en los círculos de la intelectualidad, entre estudiantes y escultores que asistían a las clases de anatomía de la escuela de medicina, donde Rhodakanaty encuentra al fin sus primeros discípulos. Con ellos forma un grupo que en 1865 se dio el nombre de Grupo de Estudiantes Socialistas. Considerada por sus miembros como la rama mexicana del bakunismo, la organización evolucionó después en un núcleo con bastante influencia en el movimiento obrero: La Social.

Caso curioso el de Plotino Rhodakanaty, hombre de filiación pacifista cuya actividad ideológica desencadena hechos violentos. Repudiaba la violencia, su ideal era la transición pacífica del capitalismo a una sociedad basada en la organización voluntaria agrupada en federaciones. Esos grupos o asociaciones, que se irían multiplicando a partir de su ejemplo, abolirían los partidos políticos, el sistema de salarios y los grados de riqueza del capitalismo; esperaba incluso que los capitalistas ingresarían a la nueva sociedad, siguiendo los dictados de la ley natural y obedeciendo el instinto de ayuda mutua que el hombre no puede resistir indefinidamente.

La realidad en cambio apuntaba por otro lado. La actividad de los cuadros formados por Rhodakanaty topó pronto con pared. Las primeras huelgas organizadas por el grupo fueron solucionadas con la fuerza de las armas por el gobierno imperial de Maximiliano. Derrotado, vuelve los ojos al campo donde, si bien nunca pudo organizar la añorada colonia agrícola, sí logró establecer una escuela para campesinos en Chalco, generándose a partir de ella una insurrección campesina, la cual, según algunos historiadores, tiene muchas similitudes con el zapatismo en cuanto a programa, zona de operaciones y relevancia de los hechos de armas. Es de hacerse notar que Benito Juárez tuvo que destacar a su general más sanguinario para acabar con la revuelta, subrayando ante la historia que la autoridad, monárquica o liberal, siempre obra igual contra los oprimidos cuando estos se rebelan.

Más de 20 años duró Rhodakanaty en México, en el transcurso de los cuales ejerció una poderosa influencia sobre los hombres que eran representantes de una tendencia histórica que intentaba abrirse paso como proyecto social independiente de la lucha entre conservadores y liberales: la de los socialistas libertarios. Ahogada en la sangre de la rebelión del campesino Julio Chávez; preso y fusilado su discípulo más dilecto –el inalcanzable organizador de huelgas obreras y conspiraciones, Francisco Zalacosta– y coptada (sic) la incipiente organización obrera por el Estado porfiriano, Rhodakanaty abandona el país en 1885, el mismo año en que Albert K. Owen comenzaba a colocar los bonos que financiarían su colonia en el Pacífico. El ciclo de la utopía en México comenzaba a cerrarse.




Bonos al azar para la construcción de una utopía

Quizás la característica principal de los socialistas utópicos haya sido su aferramiento en lograr lo que se proponían. Albert K. Owen no fue la excepción. Después de su partida de la ciudad de Chihuahua, habló y escribió durante ocho años con gente de todo tipo. Se entrevistó con el general Grant, a la sazón presidente de los Estados Unidos, obteniendo de él la promesa de formar una comisión de ingenieros que exploraría la posible vía del ferrocarril que llegaría a Topolobampo. Viaja a México y escribe en el periódico La Libertad de Justo Sierra. Viaja también a Londres donde instala una oficina de propaganda y escribe el folleto A Dream of an Ideal City. Al fin, el 13 de junio de 1881, consigue la concesión del gobierno mexicano para construir el ferrocarril transcontinental y erigir la ciudad que llevaría el nombre de Ciudad González, en honor al presidente que resolvía a su favor. Años más tarde, al ser ampliada la concesión por el general Porfirio Díaz, se le daría el nombre definitivo de Ciudad de La Paz.

Pero, si bien, se movilizaba en el mundo oficial norte americano buscando apoyo, esperaba reclutar a pobladores de la ciudad entre los emigrantes europeos que llegaban a la ciudad de Nueva York. De acuerdo con sus planes, la ciudad y el ferrocarril se financiarían con la venta de doscientos mil bonos de 10 dólares cada uno, de los cuales la mitad serían para el ferrocarril y el resto para la ciudad. Para ello creó la sociedad cooperativa Credit Foncier of Sinaloa, y redactó su reglamento de tal modo que las acciones no llegaran a quedar en manos de capitalistas, cuya ambición se había despertado desde el momento en que supieron que Owen había logrado la concesión de las autoridades mexicanas.

Para 1889 contaba con cinco mil doscientas personas, un gran número de ellas niños, inscritas en su proyecto, de las cuales mil cuatrocientas habían cubierto cinco mil novencientas acciones, cantidad que no alcanzaba para completar el millón de dólares necesario para iniciar los trabajos de colonización. Así las cosas, se lanza a dar el último estirón. Escribe en cuanto periódico se lo permite, sea liberal, socialista o anarquista; emprende giras por las ciudades más importantes de los Estados Unidos y dicta un sinnúmero de conferencias en Nueva York. Finalmente, después de 17 años de haber descubierto Ohuira, ve partir los primeros colonos rumbo a Sinaloa.

Grande fue el proyecto de A. K. Owen, grandes fueron los esfuerzos realizados para llevarlo a cabo y grande fue, también, su fracaso. Nueve meses después de la llegada de los primeros colonos, Owen se suma a ellos, encontrándose con la noticia de que el paludismo había causado estragos entre los pobladores y que estos no habían sido capaces de construir gran cosa en la bahía. No obstante, no se desanimó, sino que empezó a dirigir la construcción de un hospital, a sembrar las primeras tierras y a dotar de agua potable a la futura ciudad. Sin embargo, los fondos reunidos mediante bonos se habían agotado y las tierras no produjeron de inmediato. Con esto surgieron problemas entre los colonos. Por si fuera poco, el comité encargado en Nueva York para reunir fondos y reclutar más colonos se dividió, y mientras unos acusaban a Owen de ser un defraudador que estaba instalando una colonia capitalista, otros lo acusaban de querer instalar una dictadura comunista en la colonia y pedían al gobierno mexicano cancelara la concesión que fuera ofrecida a ellos para construir una verdadera metrópoli.

Owen perdió la autoridad en la colonia y terminó por entregar la jefatura de la misma. Los esfuerzos por hacer viable el proyecto fueron totalmente nulos. En vano el consejo era removido y se presentaban nuevos planes salvadores: la utopía se estaba desmoronando. De julio a diciembre de 1892, doscientos colonos abandonaron Tapalobampo, liquidando prácticamente el proyecto. El ciclo de la utopía se había cerrado en los estertores de un fin de siglo que preludiaba revoluciones, justo en el año en que la pequeña comunidad de Tomóchic desafiaba la dictadura porfirista.





Bibliografía

Engels, Federico, Del socialismo utópico al socialismo científico. Ricardo Aguilera Editor, Madrid, 1969.

Hart, John M., Los anarquistas Mexicanos, 1860. 1900. Colección Sepsetentas, México. 1974.

Silva Herzog, Jesús, Antología del Pensamiento Económico y Social. F.C.E., México, 1974.

Valadés, José C., El Socialismo Libertario Mexicano (siglo XIX) Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 1984.






Raúl Sánchez Trillo estudió la maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Es profesor y director de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua.