sábado, 21 de marzo de 2015

Raúl Sánchez Trillo. La utopía de la ciudad de la paz

[Azar No.1 Pág. 26]

Reporte sobre la utopía de la ciudad de la paz

Por Raúl Sánchez Trillo

En otoño de 1872 un viajero norteamericano llegaba a la ciudad de Chihuahua procedente de la costa de Sinaloa. Había cruzado la Sierra Madre cargado de planos y proyectos de una hermosa utopía: la fundación de una colonia socialista. Se llamaba Albert K. Owen.

Era su segunda incursión por México.

Owen había recorrido, a fines de 1868, una parte de Veracruz buscando el lugar ideal para fincar la utopía. La insalubridad de la región y la inestabilidad política del país impidieron que diera inicio a su proyecto.

En el segundo intento encontró, por fin, la tierra prometida. Enterado de la existencia de grandes extensiones de tierra fértil al pie de la Sierra Madre Occidental, llegó a un punto limítrofe entre los estados de Sonora, Chihuahua y Sinaloa. Allí fue informado por los indígenas de que hacia el Golfo de Baja California se encontraba Ohuira.

Ohuira, “lugar encantado”, fue descrita al hombre blanco como un lago de aguas tan cristalinas que su fondo podría verse con claridad. Su delicioso clima permitía la fertilidad de la tierra; las semillas crecerían con solo arrojarlas.

Ese lugar se materializó a los ojos de Owen un septiembre. Y aunque no era precisamente un lago, sino la bahía de Topolobampo, el intrépido utopista no se decepcionó; una exploración de dos semanas por el lugar hizo surgir en su mente los proyectos que configurarían lo que a futuro se llamaría La Ciudad de la Paz.

Dada la vocación proselitista de aquel hombre, es posible que tiempo después, reposando en la ciudad de Chihuahua, haya hecho conocer sus planes con la intención de reclutar gente para su empresa, y tal vez algunos los tomaron como una excentricidad del viajero.

Los acontecimientos políticos que vivía el estado acaparaban la atención: Porfirio Díaz, el caudillo del Plan de la Noria, se rendía en Camargo, poniendo fin a una serie de acciones de armas desarrolladas a lo largo de casi un año, alcanzando una magnitud hasta entonces nunca vista en nuestra historia de guerras civiles.

Owen debió saber del general levantado en armas contra la reelección del presidente Juárez, sin sospechar siquiera el papel que en un futuro tendría Díaz para la Ciudad de la Paz. El caudillo, por su parte, no debió darse siquiera por enterado de la presencia del extranjero.

¿Cuáles eran los planes de este excéntrico señor?

No se trataba tan solo de fincar una colonia socialista, sino de La Metrópoli Socialista de Occidente. Un puerto marítimo de las dimensiones del Nueva York de la época; destinado, por su privilegiada ubicación geográfica, a opacar a San Francisco.

Una ciudad en la que convergería el comercio de Oriente y Sudamérica; que sorprendería al mundo por sus modernos sistemas de trabajo, producción y consumo; por donde las tierras serían repartidas a los colonos para ser trabajadas en comunidad y que estaría comunicada con Nueva York por un ferrocarril transcontinental.

Los planos de la nueva ciudad estaban ya en la maleta de Owen. Se señalaban los lugares que ocuparían los edificios públicos, los muelles, las escuelas, almacenes, plazas y comedores comunales; se incluía también un dibujo de la casa tipo, dotada de comodidades y amplios jardines. El hombre que había concebido tales proyectos estaba dispuesto a encontrar los mecanismos y recursos que hicieran realidad su idea y con su entusiasmo partió a los Estados unidos.





De utópicos están empedrados los caminos al socialismo

Utópicos fueron llamados por los socialistas científicos en un afán de deslinde y en alusión a la novela de Tomás Moro. El término adquiriría connotación peyorativa.

Unos fueron hijos directos de La Revolución Francesa. Otros, producto de la injusticia generada por la revolución industrial. A todos ellos los une un común denominador: la abolición de la propiedad privada a partir de formas de organización social paralelas a las del capitalismo decimonónico. Su método: apelar a la buena voluntad del Estado y los capitalistas –en ese caso son clásicos los anuncios de Fourier solicitando un filántropo que financiara sus proyectos socialistas–. De ese conjunto de poetas enardecidos por la injusticia social, de arquitectos de ciudades imaginarias –a veces materializadas en lúcidos esbozos terrenales–, dos tendrían un impacto directo en la historia del socialismo en México: Robert Owen y Charles Fourier.

Albert K. Owen no era el primero en poner sus quiméricos ojos en tierras mexicanas; cuarenta y cuatro años antes Robert Owen se dirigió por escrito a la República Mexicana solicitando se le cediera libremente la provincia de Texas y Coahuila para establecer en ella una colonia socialista.

El inglés ya era famoso por sus experimentos en la empresa textil New Lanark, donde, reduciendo la jornada de trabajo y proporcionando mejores condiciones de vida a los trabajadores, aumentó productividad y ganancias.

No conforme con ser un filántropo productor de riquezas y aplausos, en 1823 da un paso radical al proponer un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria en Irlanda. Su arribo al comunismo y sus consecuentes ataques a la propiedad privada, la religión, la institución del matrimonio, le valieron la excomunión de la sociedad oficial europea. Entonces decide conquistar América. Tal es el propósito que le anima cuando escribe la célebre carta a la que hacemos mención. En ella plantea la cesión de tierras para una sociedad que realizaría un cambio radical en la raza humana, acudiendo básicamente a dos razones.

Primera: que es una provincia fronteriza entre la República Mexicana y los Estados Unidos, que están ahora colonizándose con circunstancias que pueden producir rivalidades y disgustos entre los ciudadanos de ambos Estados y que, muy probablemente, en una época futura terminarán en una guerra entre las dos naciones.

Segunda: que esa provincia colocada bajo el régimen de esta sociedad, se poblaría pronto con gentes de costumbres, educación e inteligencia superiores, cuya mira principal sería no solo conservar la paz entre las dos repúblicas, sino demostrar los medios por los cuales las causas de guerra entre todas las naciones desaparecerían quedando asegurados para cada uno los fines que se esperan obtener.

No se sabe si hubo respuesta al documento de Owen que, como se puede apreciar, predecía la guerra con los Estados Unidos. Por otro lado, la carta está fechada en 1828, tres años después de que iniciara en Indiana la colonia New Harmony, su último experimento social y en la cual pasó la niñez Albert K. Owen, que no era su hijo ni su pariente pero que, sin embargo, heredó del socialista inglés su pensamiento.



Otra será la suerte del socialismo de Fourier, el cual contó, en la persona de Plotino Rhodakanaty, con un activo proselitista y organizador.

No fue posible la creación de un falansterio en tierras mexicanas, pero el pensamiento del socialista francés tuvo gran arraigo en el movimiento social de nuestro país.

Rhodakanaty llega a México atraído por las noticias de la reforma agraria del presidente Comonfort y sus declaraciones en las que invitaba a los extranjeros para que crearan nuevas colonias agrícolas; una suculenta carnada para que picara cualquier socialista utópico.

Solo que nuestro Plotino tarda sus añitos en pisar tierras del nuevo mundo, desembarcando en Veracruz tiempo después de la caída de Comonfort y al arribo del presidente Juárez al poder.

No obstante de constatar que los decretos de Comonfort habían quedado en puro proyecto, comprobó también que los campesinos mexicanos vivían en comunidades de acuerdo a las ideas de Fourier y Proudhon, aunque oprimidos por el constante despojo de los hacendados. Ni tardo ni perezoso, pues, se puso a redactar lo que sería su tarjeta de presentación, un folleto que vio la luz en 1861: Cartilla Socialista o sea el Catecismo Elemental de la Escuela de Carlos Fourier El Falansterio. En su prólogo habla de la necesidad de crear comunas agrícolas para demostrar en la práctica la viabilidad del socialismo.

Mas las ideas del griego no logran cuajar en ninguna comuna, no quedándole más remedio que dar clases, escribir panfletos y publicar un periódico –frenológico y científico- llamado El Craneoscopio. Es en los círculos de la intelectualidad, entre estudiantes y escultores que asistían a las clases de anatomía de la escuela de medicina, donde Rhodakanaty encuentra al fin sus primeros discípulos. Con ellos forma un grupo que en 1865 se dio el nombre de Grupo de Estudiantes Socialistas. Considerada por sus miembros como la rama mexicana del bakunismo, la organización evolucionó después en un núcleo con bastante influencia en el movimiento obrero: La Social.

Caso curioso el de Plotino Rhodakanaty, hombre de filiación pacifista cuya actividad ideológica desencadena hechos violentos. Repudiaba la violencia, su ideal era la transición pacífica del capitalismo a una sociedad basada en la organización voluntaria agrupada en federaciones. Esos grupos o asociaciones, que se irían multiplicando a partir de su ejemplo, abolirían los partidos políticos, el sistema de salarios y los grados de riqueza del capitalismo; esperaba incluso que los capitalistas ingresarían a la nueva sociedad, siguiendo los dictados de la ley natural y obedeciendo el instinto de ayuda mutua que el hombre no puede resistir indefinidamente.

La realidad en cambio apuntaba por otro lado. La actividad de los cuadros formados por Rhodakanaty topó pronto con pared. Las primeras huelgas organizadas por el grupo fueron solucionadas con la fuerza de las armas por el gobierno imperial de Maximiliano. Derrotado, vuelve los ojos al campo donde, si bien nunca pudo organizar la añorada colonia agrícola, sí logró establecer una escuela para campesinos en Chalco, generándose a partir de ella una insurrección campesina, la cual, según algunos historiadores, tiene muchas similitudes con el zapatismo en cuanto a programa, zona de operaciones y relevancia de los hechos de armas. Es de hacerse notar que Benito Juárez tuvo que destacar a su general más sanguinario para acabar con la revuelta, subrayando ante la historia que la autoridad, monárquica o liberal, siempre obra igual contra los oprimidos cuando estos se rebelan.

Más de 20 años duró Rhodakanaty en México, en el transcurso de los cuales ejerció una poderosa influencia sobre los hombres que eran representantes de una tendencia histórica que intentaba abrirse paso como proyecto social independiente de la lucha entre conservadores y liberales: la de los socialistas libertarios. Ahogada en la sangre de la rebelión del campesino Julio Chávez; preso y fusilado su discípulo más dilecto –el inalcanzable organizador de huelgas obreras y conspiraciones, Francisco Zalacosta– y coptada (sic) la incipiente organización obrera por el Estado porfiriano, Rhodakanaty abandona el país en 1885, el mismo año en que Albert K. Owen comenzaba a colocar los bonos que financiarían su colonia en el Pacífico. El ciclo de la utopía en México comenzaba a cerrarse.




Bonos al azar para la construcción de una utopía

Quizás la característica principal de los socialistas utópicos haya sido su aferramiento en lograr lo que se proponían. Albert K. Owen no fue la excepción. Después de su partida de la ciudad de Chihuahua, habló y escribió durante ocho años con gente de todo tipo. Se entrevistó con el general Grant, a la sazón presidente de los Estados Unidos, obteniendo de él la promesa de formar una comisión de ingenieros que exploraría la posible vía del ferrocarril que llegaría a Topolobampo. Viaja a México y escribe en el periódico La Libertad de Justo Sierra. Viaja también a Londres donde instala una oficina de propaganda y escribe el folleto A Dream of an Ideal City. Al fin, el 13 de junio de 1881, consigue la concesión del gobierno mexicano para construir el ferrocarril transcontinental y erigir la ciudad que llevaría el nombre de Ciudad González, en honor al presidente que resolvía a su favor. Años más tarde, al ser ampliada la concesión por el general Porfirio Díaz, se le daría el nombre definitivo de Ciudad de La Paz.

Pero, si bien, se movilizaba en el mundo oficial norte americano buscando apoyo, esperaba reclutar a pobladores de la ciudad entre los emigrantes europeos que llegaban a la ciudad de Nueva York. De acuerdo con sus planes, la ciudad y el ferrocarril se financiarían con la venta de doscientos mil bonos de 10 dólares cada uno, de los cuales la mitad serían para el ferrocarril y el resto para la ciudad. Para ello creó la sociedad cooperativa Credit Foncier of Sinaloa, y redactó su reglamento de tal modo que las acciones no llegaran a quedar en manos de capitalistas, cuya ambición se había despertado desde el momento en que supieron que Owen había logrado la concesión de las autoridades mexicanas.

Para 1889 contaba con cinco mil doscientas personas, un gran número de ellas niños, inscritas en su proyecto, de las cuales mil cuatrocientas habían cubierto cinco mil novencientas acciones, cantidad que no alcanzaba para completar el millón de dólares necesario para iniciar los trabajos de colonización. Así las cosas, se lanza a dar el último estirón. Escribe en cuanto periódico se lo permite, sea liberal, socialista o anarquista; emprende giras por las ciudades más importantes de los Estados Unidos y dicta un sinnúmero de conferencias en Nueva York. Finalmente, después de 17 años de haber descubierto Ohuira, ve partir los primeros colonos rumbo a Sinaloa.

Grande fue el proyecto de A. K. Owen, grandes fueron los esfuerzos realizados para llevarlo a cabo y grande fue, también, su fracaso. Nueve meses después de la llegada de los primeros colonos, Owen se suma a ellos, encontrándose con la noticia de que el paludismo había causado estragos entre los pobladores y que estos no habían sido capaces de construir gran cosa en la bahía. No obstante, no se desanimó, sino que empezó a dirigir la construcción de un hospital, a sembrar las primeras tierras y a dotar de agua potable a la futura ciudad. Sin embargo, los fondos reunidos mediante bonos se habían agotado y las tierras no produjeron de inmediato. Con esto surgieron problemas entre los colonos. Por si fuera poco, el comité encargado en Nueva York para reunir fondos y reclutar más colonos se dividió, y mientras unos acusaban a Owen de ser un defraudador que estaba instalando una colonia capitalista, otros lo acusaban de querer instalar una dictadura comunista en la colonia y pedían al gobierno mexicano cancelara la concesión que fuera ofrecida a ellos para construir una verdadera metrópoli.

Owen perdió la autoridad en la colonia y terminó por entregar la jefatura de la misma. Los esfuerzos por hacer viable el proyecto fueron totalmente nulos. En vano el consejo era removido y se presentaban nuevos planes salvadores: la utopía se estaba desmoronando. De julio a diciembre de 1892, doscientos colonos abandonaron Tapalobampo, liquidando prácticamente el proyecto. El ciclo de la utopía se había cerrado en los estertores de un fin de siglo que preludiaba revoluciones, justo en el año en que la pequeña comunidad de Tomóchic desafiaba la dictadura porfirista.





Bibliografía

Engels, Federico, Del socialismo utópico al socialismo científico. Ricardo Aguilera Editor, Madrid, 1969.

Hart, John M., Los anarquistas Mexicanos, 1860. 1900. Colección Sepsetentas, México. 1974.

Silva Herzog, Jesús, Antología del Pensamiento Económico y Social. F.C.E., México, 1974.

Valadés, José C., El Socialismo Libertario Mexicano (siglo XIX) Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 1984.






Raúl Sánchez Trillo estudió la maestría en artes visuales en la ENAP/UNAM. Escribe crónicas y es profesional de la fotografía de arte. Es profesor y director de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

1 comentario:

  1. Regresan a estas páginas de periodismo cultural las crónicas, el gran estilo del artista Raúl Sánchez Trillo.

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