Por
Larizza Arvizo
Por
qué llorar tanto cuando nos enfrentamos a
la muerte, si de antemano sabemos que es lo único seguro, deberíamos
estar dispuestos a aceptarla, como se admite el respiro, como el hambre, como
el sueño.
Así
como el sueño debe ser la muerte, tibia, que se va enfriando, muy placentera, y
en silencio. Como espectadores nos es difícil asimilarla, tal vez por eso doña
Loreto lloraba tanto; su único hijo, Leobardo, había dejado la casa muy chico,
por la abrumante aflicción de su madre ante el feminismo de él. Leo quería ponerse ropa de mujer, jugar con las muñecas.
Soñaba con ser una señora, había huido dejando a la vieja con el corazón roto,
no estaba dispuestoa ser lo que él no
era, él era una mujer, le gustaban los hombres pero no quería lucir como uno,
él quería ser ella.
Se
fue en medio de llantos y ruegos, pero estaba decidido, ya no quería ser un
prisionero del miedo y la vergüenza. Cuando se fue, dijo:
―Y
me voy, amá. Usted no sabe cómo me siento, casi como si me amarraran y me
dieran de latigazos todas las noches, me duele el alma que usted no me acepte,
que porque en la biblia dice. Pero ahí también dice que amemos a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Claro, usted nomas lee lo que le acomoda.
―Pero
Leobardo, hijo, como se te ocurre semejante tontería.
―Me
ofende que me digan Leobardo. Me llamo
Leonor. Véame, soy una mujer, métaselo
en la cabeza. Usted tuvo una hija, no un hijo, ¿pa’ que quiere un chingado
machito egoísta? Yo soy una buena hija, siempre he trabajado pa’ que no le
falte nada, nunca la he tratado mal, ¿Qué más quiere?
―No,
hijo, estas equivocado. Tuve un hijo, y si lo que quieres es irte, pues aunque
me duela, vete, mientras pienses así para mi estas muerto.
―Como
usted guste. Espero que cuando cambie de idea no vaya yo a estar muerto de
verdad.
Agarro
dos vestidos que tenía escondidos, unas medias y un par de zapatos de tacón y
se fue. Dejó atrás lo que él había sido, sus camisas, las botas vaqueras, el sombrero.
La
vieja se echó a llorar en el sillón.
Y
así pasaron meses sin saber de la Leonor. Doña Loreto tenía que trabajar en las
casas y vivir de la caridad de los sobrinos.
Un
día, muy de mañana, tocaron la puerta. Al salir encontró un sobre amarillo.
Estaba
escrito esto: para mi madre, de su hija. Firmado por Leonor Barraza Ru.
En el interior había una foto de una mujer muy
linda, con vestido rojo que le llegaba a las rodillas, un hermoso cabello
rubio, los ojos grandes y oscuros, cubierta su cara por un maquillaje muy fino.
A
la doña se le salieron las lágrimas. Recogió
del interior cinco billetes de
quinientos pesos y una nota que decía:
“Ya
tengo trabajo, mi viejita. Me esta yendo muy bien, a ver si lee mi nota, con
eso de que estoy muerta. Y los muertos, pues no hablan.
La
vieja cogió el dinero, lo hechó en su bolso; rompió la foto y la nota, y se
metió a su casa.
Pasaban
los meses, y seguía recibiendo los sobres llenos de dinero, acompañados de
fotos y recados, los que usaba para prender la lumbre, eso sin dejar dentro la
lanita que su hijo le mandaba.
Se
le veía cansada, vieja, muy decaída. Habían pasado diez años, en los que su Leo
le había mandado religiosamente cada mes una buena suma de dinero, pero aún así
se le veía salir a trabajar, sin falta, cada día.
Y
pasaba hambres.
Y
debía la renta.
Y
no tenía ni para zapatos.
A
diario se iba a la misa, a las cuatro de la tarde. Pertenecía a un grupo de
lectura bíblica.
Era
un martes y así, con dolores y tristezas, se fue a la misa; cuando volvió a la
casa encontró la puerta abierta, asustada agarro un garrote. Cuidadosamente y
sin hacer escandalo fue entrando, cuando llego a su cuarto, en la orilla de la
cama, vio unos zapatos de mujer, bajó el garrote y se asomó, ahí estaba su Leo.
Un
esqueleto viviente, recostado en la cama, casi no lo reconoció, estaba tan
flaco, sus dedos se veían más largos de lo común, ya no tenía pelo, Los
hermosos ojos que vio en las fotos parecía que se le habían secado, apenas y
respiraba. Cuando se le acercó, le tomo la mano, la volteo a ver y lloro una
sola lagrima, Loreto no pudo contenerse,
lo abrazo y lo beso en la frente.
―Hijo
de mi vida, ¿qué te hicieron?
No
pudo responderle, estaba ya tan enfermo.
Llego
a la casa a morirse, tenía un año
enfermo. Dos días después, quedó muerto, no pudo decirle nada. Solo escuchaba a
su madre. El cáncer se lo había acabado.
Llegó
la hora, ahora si estás muerto. Mijito como quisiera volver atrás; mira he guardado todo el dinero que me mandaste,
lo junté creyendo que te ibas a arrepentir, y volverías a casarte con una
muchacha. Te lo guardé para que compraras una casa. Me equivoqué, tu eres mi
hija, yo tuve una hija, una hija muy buena.
Este
dolor que siento no puedo soportarlo, el tiempo se va y ya no regresa, la muerte
es como un murciélago que muerde al azar. Cuando te toca, pues ni cómo.
Pensé
que tú me enterrarías.
Con
este dinero te voy a comprar un hermoso vestido. Hija. Ojala me pudieras oír
para pedirte perdó
Le
enterraron con un lindo y carísimo vestido blanco, como de novia.
Le
mando hacer una lápida donde decía:
Descansé en paz la hija que siempre soñé, Leonor Barraza Ru.
1965-1999.
Murió
la vieja un mes después, se quedó dormida llorando junto a una veladora que le prendió a su Leo.
No
hubo quien la enterrara. La echaron a la fosa común.
Larizza
Arvizo nació en Matachic en 1988. A los cuatro años se trasladó a la ciudad de
Chihuahua, donde realiza todos sus estudios. Es egresada de la licenciatura en
teatro por la Facultad de Artes de la UACH. Ha actuado en 25 montajes y es
ganadora del premio a mejor actriz, y actriz revelación, en la Muestra
Municipal de Teatro 2009.
No vivimos la vida como la lógica señala, sino por el rumbo de aferradas creencias. Y luego aparece una escritora que se llama Larizza y cuenta estas historias.
ResponderEliminar