La caja de
Sofía
Por Rubén
Rey
Sofía había
recibido una cajita musical como regalo de su vigesimoquinto cumpleaños,
cortesía de su abuela. "Cómo podía alguien de edad tan avanzada dar ese
tipo de regalos... y la otra recibirlo", se imaginó el día que abrió la
caja de regalo (con otra caja, la musical, dentro).
Por lo menos
la envoltura no era de ositos o ponys; se aliviaba al pensar eso.
Ella
ignoraba de dónde había obtenido su abuela semejante presente. Se veía viejo,
usado, como comprado en un bazar o con algún clandestino tendero de productos
de segunda mano. No le reclamaba. Su abuela era una persona solitaria que se
ofendía de recibir visitas en navidad y llamadas el resto del año.
"Yo les
aviso cuando me muera al cabo", les repetía cada que le llamaban
preocupados sus hijos para confirmar su estado de salud o a manera de reclamo
porque a alguno de los nietos les había salido un diente nuevo o a otro le
habían tumbado los suyos en una riña en la secundaria –de las buenas y a la
antigüita, antes de que el bullying
fuera reconocido como una bestia que orilla al suicidio–.
Sofía
repetía y heredaba el nombre de su abuela, María Sofía. Sus tíos le decían –poco
les creía– que solo con ella la huraña anciana tenía cierto contacto. Odiaba
que le dijeran eso, pues sentía que quisieran comprometerla a cambiarle los
pañales y limpiarle la saliva a la vieja cuando estuviera en sus últimos años.
Ser la elegida.
Fuera de
esto, Sofía sí llegaba a sentirse la favorita de la anciana. Era la única a la
que no recibía con una mueca o una mirada estática cuando la visitaba. ¿Sonrisa
y galletas? No; tampoco hay que pecar de soberbia.
Sofía era
autora musical. Se rodeaba de amigos intérpretes a los cuales les robaba más de
un suspiro, tonada o fluido. Su actividad carnal era poca y de calidad; como
una musa, o una filósofa. Lo que llegaba a odiar era el ciclo.
Una
aventura. Una noche. Una salida, máximo dos. Horas con él –o ella; Sofía era
inquieta–.
Luego se
esfumaba de la faz de La Tierra.
No lo hacía
por saña sino por alma. Ya lo había intentado en su juventud. Quedarse
demasiado tiempo con una persona implicaba enamoramientos que terminaban en
ardor, en el corazón y sábanas húmedas. Ya no de sudor, sino lágrimas.
Odiaba
querer bien, querer tanto.
Heredado de
María Sofía o no, la vieja le reconocía el talento musical con mirada severa,
la quijada apretujada y asintiendo con la cabeza.
Aún así, cuando
la joven iba a visitar a su abuela, era poco lo que platicaban. La mujer
agradecía infinitamente que la vieja no le preguntara por la escuela, por el
novio o por la boda.
No. María
Sofía, la anciana ermitaña, tenía un vocabulario limitado de palabras muy
escogidas. Era el mismo rito que la joven adoraba: su abuela extendía su mano.
“¿Qué compusiste; qué tocas?”. Sofía depositaba de manera silente el trozo de
papel con su última partitura en la reseca mano de su abuela.
Leía y
releía. Luego se inclinaba en su sillón mecedora y cerraba los ojos, sonriendo
con una maligna placidez. Lo remataba con ese gemido de satisfacción que, dada
la cansada garganta de la vieja, se asemejaba a un rugido ahogado.
Ese culto se
extendió durante años. No por la caja musical que con mucha –o poca– devoción
había recibido Sofía en su cumpleaños. Lo que perturbaba a Sofía no era el
tonito tan característico que emanaba del interior del objeto cuando separaba
sus tapas, sino la nota que le había dejado la vieja.
Serán tuyas. Aquí se esconden.
Por respeto
y para mantener un poco la mística, la escritora musical jamás le preguntó a su
abuela por tan críptico comunicado. ¡El regalo resultó ser todo un éxito! Al
destapar las paredes de la caja pentagonal, ella sentía que se podía concentrar
más para plasmar su música. Para perderse en ensoñaciones. Para estudiar… y
luego Sofía le dio un uso diferente.
Fue raro y
aislado, como cualquier episodio íntimo que lograse consumar. Otro músico en su
cuarto más o menos bueno para amar. Para su gusto, algo torpe en realidad; de
esos hombres que en su afán por mostrarse románticos, terminan moviéndose con
lentitud y besando como niños. Frustrada por coger con una cría de tortuga, se
le ocurrió escapar de la realidad por unos segundos aunque sea.
“¿Me das
chanza de algo loco? Checa…”.
E hizo
funcionar la caja musical.
No funcionó
el refugio a la realidad pero, con una chingada, se había callado finalmente el
falso poeta (algo un poco peor que un falso profeta).
Silencio.
Mucho
silencio.
Demasiado
silencio.
Todo
silencio y una triste eyaculación.
Como si
estuviera avergonzado –ni palabra le dirigía–, el fulano se vistió y se fue,
casi corriendo. “¡Bendito sea Dios!”, pensaba ella. Se sentía liberada del
estorboso cuerpo de un estorboso amante.
Pasaron meses
hasta que Sofía volviera cubrirse con otra piel. Fue con una música adicta a
las redes sociales tanto o más que ella misma. ¡Le encantaba el cómo amaban las
mujeres! Se tomaban su tiempo y eran más honestas en el sentir, el tocar, el
frotar.
¿Por qué no
rendirle homenaje a la anciana? Sin mencionar su nombre o existencia, por
supuesto. Nadie quería que se enteraran que era una nieta de la abuelita (algo
peor que una hija de su mami).
Abrió la
caja musical, sin protesta de su compañera y sin que mermara su desempeño. Lo
que extrañaba era su voz, el cántico tan sincero que ellas no pueden controlar
cuando la carne es feliz.
“¿Qué te
pasa? Quito la musiquilla si gustas…”.
Nada. Ni una
palabra por segundos. Ni una oración por minutos, y luego, de un brinco, su breve compañera se
vistió como pudo y se fue corriendo como si hubiera tenido una visión
demoniaca.
La tercera
ocasión, un año después. Sofía se sentía verdaderamente intrigada. De paso,
podría aprovechar para experimentar un poco. ¿Sería tan intenso como se veía en
las series televisivas y en las novelas baratas? Se refería a amarrar a su
pareja a la cama.
Lo hizo. No
le molestaba pasar minutos dominando al maldito afortunado –un rockero larguirucho
con barbas como de chivo–, y de hecho disfrutaba de esa posición. Podría lucir
su no tan desarrollado cuerpo delgado moviéndose como una caricia primero, como
una posesa después.
“La… caja”.
Dijo entre gemidos y susurros.
La abrió, y
continuó con su dominio.
“¡Hey!” tomó
de la cara al músico rudo. “¡Dime algo!”. Él abrió su boca.
Y ni un
sonido salió de ella.
“Deja de
jugar…”, le dijo casi preocupada, y entonces entendió a lo que se refería la
anciana. Recordaba las palabras y las masculló.
“Serán tuyas.
Aquí se esconden”.
La maldita
caja se quedaba con las voces de sus amantes.
Rubén
Rey es licenciado en ciencias de la comunicación, egresado de la Universidad
Regional del Norte. Sus andanzas lo han llevado a través de World Wildlife
Fund, la Asociación Municipal de Muay-Thai y el Instituto Estatal Electoral. Ha
sido locutor, corrector de estilo, articulista y escritor y editor de la
revista Exprés. Actualmente escribe textos de publicidad para una empresa de
mercadotecnia.
Entre una abuela y su nieta fluye una comunicación que trasciende palabras y cariño; la confianza se expande con una llaneza a veces brutal, como en este relato de Rubén Rey.
ResponderEliminar