martes, 24 de marzo de 2015

Rubén Rey. La caja de Sofía

La caja de Sofía



Por Rubén Rey



Sofía había recibido una cajita musical como regalo de su vigesimoquinto cumpleaños, cortesía de su abuela. "Cómo podía alguien de edad tan avanzada dar ese tipo de regalos... y la otra recibirlo", se imaginó el día que abrió la caja de regalo (con otra caja, la musical, dentro).

Por lo menos la envoltura no era de ositos o ponys; se aliviaba al pensar eso.

Ella ignoraba de dónde había obtenido su abuela semejante presente. Se veía viejo, usado, como comprado en un bazar o con algún clandestino tendero de productos de segunda mano. No le reclamaba. Su abuela era una persona solitaria que se ofendía de recibir visitas en navidad y llamadas el resto del año.

"Yo les aviso cuando me muera al cabo", les repetía cada que le llamaban preocupados sus hijos para confirmar su estado de salud o a manera de reclamo porque a alguno de los nietos les había salido un diente nuevo o a otro le habían tumbado los suyos en una riña en la secundaria –de las buenas y a la antigüita, antes de que el bullying fuera reconocido como una bestia que orilla al suicidio–.

Sofía repetía y heredaba el nombre de su abuela, María Sofía. Sus tíos le decían –poco les creía– que solo con ella la huraña anciana tenía cierto contacto. Odiaba que le dijeran eso, pues sentía que quisieran comprometerla a cambiarle los pañales y limpiarle la saliva a la vieja cuando estuviera en sus últimos años. Ser la elegida.

Fuera de esto, Sofía sí llegaba a sentirse la favorita de la anciana. Era la única a la que no recibía con una mueca o una mirada estática cuando la visitaba. ¿Sonrisa y galletas? No; tampoco hay que pecar de soberbia.

Sofía era autora musical. Se rodeaba de amigos intérpretes a los cuales les robaba más de un suspiro, tonada o fluido. Su actividad carnal era poca y de calidad; como una musa, o una filósofa. Lo que llegaba a odiar era el ciclo.

Una aventura. Una noche. Una salida, máximo dos. Horas con él –o ella; Sofía era inquieta–.

Luego se esfumaba de la faz de La Tierra.

No lo hacía por saña sino por alma. Ya lo había intentado en su juventud. Quedarse demasiado tiempo con una persona implicaba enamoramientos que terminaban en ardor, en el corazón y sábanas húmedas. Ya no de sudor, sino lágrimas.

Odiaba querer bien, querer tanto.

Heredado de María Sofía o no, la vieja le reconocía el talento musical con mirada severa, la quijada apretujada y asintiendo con la cabeza.

Aún así, cuando la joven iba a visitar a su abuela, era poco lo que platicaban. La mujer agradecía infinitamente que la vieja no le preguntara por la escuela, por el novio o por la boda.

No. María Sofía, la anciana ermitaña, tenía un vocabulario limitado de palabras muy escogidas. Era el mismo rito que la joven adoraba: su abuela extendía su mano. “¿Qué compusiste; qué tocas?”. Sofía depositaba de manera silente el trozo de papel con su última partitura en la reseca mano de su abuela.

Leía y releía. Luego se inclinaba en su sillón mecedora y cerraba los ojos, sonriendo con una maligna placidez. Lo remataba con ese gemido de satisfacción que, dada la cansada garganta de la vieja, se asemejaba a un rugido ahogado.

Ese culto se extendió durante años. No por la caja musical que con mucha –o poca– devoción había recibido Sofía en su cumpleaños. Lo que perturbaba a Sofía no era el tonito tan característico que emanaba del interior del objeto cuando separaba sus tapas, sino la nota que le había dejado la vieja.

Serán tuyas. Aquí se esconden.

Por respeto y para mantener un poco la mística, la escritora musical jamás le preguntó a su abuela por tan críptico comunicado. ¡El regalo resultó ser todo un éxito! Al destapar las paredes de la caja pentagonal, ella sentía que se podía concentrar más para plasmar su música. Para perderse en ensoñaciones. Para estudiar… y luego Sofía le dio un uso diferente.

Fue raro y aislado, como cualquier episodio íntimo que lograse consumar. Otro músico en su cuarto más o menos bueno para amar. Para su gusto, algo torpe en realidad; de esos hombres que en su afán por mostrarse románticos, terminan moviéndose con lentitud y besando como niños. Frustrada por coger con una cría de tortuga, se le ocurrió escapar de la realidad por unos segundos aunque sea.

“¿Me das chanza de algo loco? Checa…”.

E hizo funcionar la caja musical.

No funcionó el refugio a la realidad pero, con una chingada, se había callado finalmente el falso poeta (algo un poco peor que un falso profeta).

Silencio.

Mucho silencio.

Demasiado silencio.

Todo silencio y una triste eyaculación.

Como si estuviera avergonzado –ni palabra le dirigía–, el fulano se vistió y se fue, casi corriendo. “¡Bendito sea Dios!”, pensaba ella. Se sentía liberada del estorboso cuerpo de un estorboso amante.

Pasaron meses hasta que Sofía volviera cubrirse con otra piel. Fue con una música adicta a las redes sociales tanto o más que ella misma. ¡Le encantaba el cómo amaban las mujeres! Se tomaban su tiempo y eran más honestas en el sentir, el tocar, el frotar.

¿Por qué no rendirle homenaje a la anciana? Sin mencionar su nombre o existencia, por supuesto. Nadie quería que se enteraran que era una nieta de la abuelita (algo peor que una hija de su mami).

Abrió la caja musical, sin protesta de su compañera y sin que mermara su desempeño. Lo que extrañaba era su voz, el cántico tan sincero que ellas no pueden controlar cuando la carne es feliz.

“¿Qué te pasa? Quito la musiquilla si gustas…”.

Nada. Ni una palabra por segundos. Ni una oración por minutos, y  luego, de un brinco, su breve compañera se vistió como pudo y se fue corriendo como si hubiera tenido una visión demoniaca.

La tercera ocasión, un año después. Sofía se sentía verdaderamente intrigada. De paso, podría aprovechar para experimentar un poco. ¿Sería tan intenso como se veía en las series televisivas y en las novelas baratas? Se refería a amarrar a su pareja a la cama.

Lo hizo. No le molestaba pasar minutos dominando al maldito afortunado –un rockero larguirucho con barbas como de chivo–, y de hecho disfrutaba de esa posición. Podría lucir su no tan desarrollado cuerpo delgado moviéndose como una caricia primero, como una posesa después.

“La… caja”. Dijo entre gemidos y susurros.

La abrió, y continuó con su dominio.

“¡Hey!” tomó de la cara al músico rudo. “¡Dime algo!”. Él abrió su boca.
Y ni un sonido salió de ella.

“Deja de jugar…”, le dijo casi preocupada, y entonces entendió a lo que se refería la anciana. Recordaba las palabras y las masculló.

“Serán tuyas. Aquí se esconden”.

La maldita caja se quedaba con las voces de sus amantes.

“Pinche abuela cabrona”.






Rubén Rey es licenciado en ciencias de la comunicación, egresado de la Universidad Regional del Norte. Sus andanzas lo han llevado a través de World Wildlife Fund, la Asociación Municipal de Muay-Thai y el Instituto Estatal Electoral. Ha sido locutor, corrector de estilo, articulista y escritor y editor de la revista Exprés. Actualmente escribe textos de publicidad para una empresa de mercadotecnia.

1 comentario:

  1. Entre una abuela y su nieta fluye una comunicación que trasciende palabras y cariño; la confianza se expande con una llaneza a veces brutal, como en este relato de Rubén Rey.

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