Las sandías
Por Martha Estela Torres Torres
Con admiración, a los agricultores
—Papá, no las venda.
—Tengo que hacerlo, mi´jo.
—No, papá. A ese precio no es justo…
—Debo hacerlo, no hay de otra.
—Mire, papá. Están grandes, perfectas.
—Ni modo, hijo. Entiende.
—Nunca habíamos logrado tantas…
—Sí, pero en mal momento es que bajó el precio. Las trampas de la oferta y la demanda.
—No, papá. No las vendas…
—Entiende, Isidro. Súbelas a la troca.
—Mírelas bien papá. Mire qué grandes y duras.
—Obedece, súbelasy no repliques.
—Es que están rete jugosas. ¿En cuánto las va a vender?
—A veinte pesos, y sin pesarlas.
—Están muy baratas; mire qué pesadas… Parecen rocas.
—¡Vamos a rematarlas, y punto!
*
Me fui pensando todo el camino ¿cómo es posible venderlas tan baratas, si nosotros compramos la semilla más cara, la de importación, pa´ que no fallé el cultivo. Pedimos crédito para la instalación de riesgo por goteo, con su blanca cintilla y minúsculas perforaciones que la plantita va adivinando por naturaleza, orientándose por el calor del sol para salir por cada una. Apenas nace y se dirige hacia la pequeña abertura para tomar agua, aire y sol. Así empiezan a abrirse camino en la vida y a extender sus ramas tan diminutas, y a crecer apresuradas con sus florecitas amarillas y luego bifurcar por varios caminos sus extensiones. Se va cubriendo el campo de puntitos amarillos en el verde follaje, y en la tierra excesivamente extensa, sin una sombra, sin un árbol que las proteja del fuerte sol en este verano ardiente.
El fruto empezó a emergen en el centro de cada florecita y cada día crece, milagrosamente. Un día tras otro recibiendo la poca agua, gota a gota, aprovechan mejor el riego.
El pozo que tardamos tanto en perforar, por los permisos y los costos, al fin se pudo echar a andar el año pasado. Aunque aún no lo terminamos de pagar, estuvo listo para cuando estas plantitas requirieron agua.
Se dio el primer corte y mi papá, después de varios intentos, hizo tratos con intermediarios de La Laguna. Vinieron con camiones por la producción, estuvimos emocionados al ver llegar a tantos hombres a dispersarse por toda la tierra del Sagrado Corazónpara cortarlas sandías, y acumularlas en varios puntos.
Todas las sandías eran enormes y resistentes, con su cáscara intensamente verde. Arrimaban las tráilas para acarrearlas hacia los camiones.
Yo ayudé en todo. Quería contarlas, pero ellos dijeron que traiban básculas. ¡Y se las llevaron todas! Dijeron que en un mes hiciéramos bueno el cheque; hasta entonces podíamos utilizar el dinero que tanto necesitábamos para cubrir gastos.
Mi padre pidió mientras un préstamo al agiotista más lacra, al tal Sánchez, para terminar de pagar a los jornaleros. Venimos todos los días y seguimos trabajando en la labor, deshierbando cada surco y activando diariamente la bomba, que cada vez extrae menos agua.
Y así alcanzamos a dar vida a un segundo corte.
Mi padre estaba ilusionado porque las matas eran abundantes, sus frutos igualmente prodigiosos como los primeros. Llamó a los intermediarios y ahora ninguno se interesó en nuestra producción. Entonces se fue al mercado y tampoco consiguió comprador. Se fue a los centros comerciales, a esos grandes emporios, y le compraban el kilo a dos pesos. Mi papá se puso colorado frente al jefe de compras.
—En ese precio es regalar el producto —agregó muy serio.
—Hay poca demanda y mucha producción –agregó el empleado de la cadena comercial.
— No, yo no voy a regalar mi trabajo —exclamó, dando media vuelta. Decidió vender la mercancía por su cuenta.
*
Ahora estoy aquí esperando en este cruce de caminos a que lleguen personas a comprar, pero no llega nadie, solo pasan.
—¿Qué pasó, mi´jo? —regresó mi padre, preguntándome después de cuatro horas— aquí te traigo agua y una torta.
—Vendí nomás cinco, papá.
—Ya ves, mi´jo, es que están muy caras.
—No papá, así las dan en el Mercado Allende.
—Pues sí, pero acá no nos pagan eso.
—Debería de ser al revés. Pagarnos más a nosotros que las sembramos y nos ponemos las friegas.
—Ay mi´jo. La escuela es buena para aprender a contar, pero no para entender la vida. Los agricultores trabajamos para que ganen más los intermediarios y comerciantes. ¡Si lo sabré yo!
—Entonces vamos a hacernos intermediarios o comerciantes.
—No, mi´jo. Está tierra fue de nuestros viejos, y ahora nos toca cuidarla, porque también la amamos. Esa es nuestra misión.
—Pues sí, apá. Pero el campo no deja. Vámonos a la ciudad a vender o a intermediar.
—A ver, a ver, ya basta de tanta averiguata. Vámonos a la plaza a vender sandías a diez pesos.
—¿A diez pesos? No, papá. Eso es regalarlas.
—Claro, prefiero regalarlas a las personas naturales y no a los monopolios que marcan altos precios a su antojo y se quedan con la mayor ganancia.
—Ay papá. Entonces no vamos a recuperar gastos…
—Así es, en este negocio no hay garantía de lluvia ni de ventas.
—Déjeme hacerle la lucha para venderlas mejor. Iré con amigos, vecinos y compas de la escuela y las venderé en 20, como usted había dicho, para conseguir el punto de equilibro, como dice el profesor.
—No, mi´jito. No hay tiempo. Esto debe venderse hoy y mañana. La mercancía no aguanta más de tres días. Las sandías están ya maduras, y con este calor madurarán más…
—Entonces iré de nuevo al Mercado y a la Central de abastos.
—Ahí solo compran con meses de anticipación. Hágame caso, mi´jito, y vámonos al centro.
Sin discutir más y con el corazón apachurrado nos fuimos a la plaza. Nos estacionamos en una sombrita y ahí pusimos un anuncio: “Ricas sandías a diez pesos.” Y ni así. La gente pasaba y pasaba y ni quién se detuviera.
Pasaron dos horas y solo un señor se acercó a comprar. Entonces me entró la desesperación al ver la cara desencajada de mi padre, pensando en la dulzura de las sandías que se echarían a perder si no se consumían pronto.
Al ver salir del templo a los feligreses, se me ocurrió una idea. Me subí al techo de la camioneta y me puse a gritar: “Sandías, ricas y hermosas. Sandías a diez pesos. Dulces sandías regaladas.”
Se acercaron pronto varias personas y se empezaron a llevar las más grandes. Después se detuvieronvarios carros y se las llevaban al precio especial. Ya estábamos animados con la venta, cuando de pronto llegó un policía. Detuvo de golpe la relación comercial, nos pido el permiso para vender en vía pública.
—Pues no tenemos –respondió mi padre con franqueza.
—¿Ah, no? Pues no pueden estar aquí vendiendo y estorbando la circulación de carros.
—No estorbamos, señor agente. Mire. En este lugar no afectamos a nadie.
—No pueden estar aquí, entienda, señor. Y debe pagar multa por no traer permiso.
—Es que fue cosa de emergencia —respondió nervioso mi padre.
—Aquí no valen las emergencias.
—Es que tenemos que venderlas, porque si no, se van a echar a perder –añadí envalentonándome para defender a mi padre— ya están muy maduras.
—Pues de todos modos tienen que pagarla multa. Son $300.00 por estacionarse aquí, y otros $300.00 por estar vendiendo.
—Qué barbaridad. ¿Sabe usted cuántas sandías hay en 300 pesos? –le dijo mi padre desesperado.
—Pues ni idea, pero eso a mí no me importa.
—Pues son 30 sandías ni más ni menos. ¿Quiere llevarse treinta en el lomo?
—No sea grosero con la ley, ¿oyó? Debe pagar la multa y váyase isofato, porque llamo a la grúa.
—Espere, espere, acaso ¿puede calcular cuánto pesa cada una? Déjeme hacer la lucha por favor.
—No me importa, ya le dije. No pregunte, pague y váyase. No me va a convencer.
—Mire, señor, usted cumple con su obligación y yo con la mía. Las sandías deben llegar al pueblo a bajo precio. Yo no soy intermediario ni comerciante. Solo necesito tiempo para recuperar un poco los gastos. Mire, tome las sandías que guste y déjeme aquí una hora para vender lo que pueda.
Vi cómo el rostro del agente cambió de semblante. De su voz autoritaria y reprobatoria emergió la simpatía y solidaridad, y, para nuestra sorpresa empezó a gritar:
—Sandías, sandías, ricas sandías solo hoy a precio especial —ofreciendo sonriente a las personas que pasaban cerca y por la banqueta de enfrente. Mi padre se limpió el sudor y me ordenó, animado:
—Isidro, súbete otra vez al techo y sigue avisando:
—Sandías regaladas, a diez pesos, una ganga.
Por fin, yo, hijo de campesino y agricultor, vi hecho realidad tan siquiera por un instante mi sueño: la gente vienen a probar el dulce fruto de nuestros esfuerzos. La cadena productiva tendrá equilibrio, algún día, en los años venideros. Como dice mi padre.
Martha Estela Torres Torres tiene licenciatura en letras españolas y maestría en humanidades. Entre sus libros publicados están: Hojas de magnolia, La ciudad de los siete puentes, Arrecifes de sal, Cinco damas y un alfil, Pasión literaria y Árboles en mi memoria, Seis lustros de letras y La cólera del aire. De 2009 a 2018 fue profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y acutalmente es editora en la Universidad Autónoma de Chihuahua.
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