domingo, 26 de octubre de 2025

Doc

 


Doc

 

Por Carlos Gallegos

 

Esta es la historia de Doc, nuestro perro inolvidable. Nuestro Chau Chau, a quien recordamos cada día.

Veo nítidamente aquella lejana tarde al salir del PRI, cuando se lo compré a un niño que pasó ofreciéndolo en 150 pesos.

Nunca he hecho mejor gasto.

Lo puse en una caja de zapatos, y me lo llevé en la parte trasera del Bocho negro que traía. Lo llevé como un regalo caro de ese feliz día.

Fue un compañero fiel, un guardián feroz, un enamorado precoz, un peleonero invencible que a los seis meses de edad hacía correr a los dos pastores alemanes de Carlos Gutiérrez, del doble de su tamaño.

 Un jacalero irremediable.

También fue rencoroso. Cuando alguien le jalaba la cola, le gruñía y lo quería morder, no se le olvidaba hasta que recibía un regaño y, avergonzado, agachaba las orejas y se metía debajo de la cama.

Creció más de lo habitual en los perros de su raza, pues su menú fue el nuestro. Nunca probó una croqueta. Le encantaban los huevos fritos.

Tenía la lengua morada. Era del color de un león, tenía la melena de un león chico.

 Su mirada era amarilla, noble y expectante, como esperando una orden, como diciendo: "Aquí estoy. Todo está bien. No pasa nada. Yo me encargo".

Ladeaba levemente la cabeza hacia la izquierda, pues de muy pequeño, recién ingresado al clan familiar, sufrió un ataque de parvovirus.

Nadie le enseñó y nunca se hizo dentro de la casa. Cuando le daban ganas avisaba con un ladrido si andaba dentro, o arañaba una ventana si andaba fuera.

En el barrio semi despoblado, en las tardes se escuchaba el grito de Willy llamándolo a que recalara.

Don Mere, el velador, se dormía plácido y profundo: sabía que Doc era el mejor velador del barrio.

De ADN caluroso, gozaba metiéndose al canal que circundaba el caserío, salía embarrado de lodo, feliz, venteando una novia de las varias que tenía.

Una mañana que andaba en su alberca, apreciando su estampa, dos borrachos amanecidos se lo quisieron robar.

Batallaron para agarrarlo, por lo resbaloso del lodo en que se había bañado, y lo siguieron hasta la casa.

Al escuchar sus ladridos y arañazos en la puerta, salimos Carlos y yo.

Ya lo habían subido a la caja de una camioneta, pero algo vieron en los ojos de Carlos, así como la pistola en mi mano, y dejaron mansamente que lo bajáramos, alegando tartajosos: "Nos deberían de agradecer: Lo trajimos porque dos borrachos se lo querían llevar".

 Una vez que se cayó mi mamá, se quebró la cadera. Junto con Riky, de cinco años de edad, permaneció dos horas abrazado a ellos a la espera de auxilio.

Un miércoles en la noche ladró lastimero un buen rato en una esquina de la sala. Ladró y dijéramos que lloró. Al rato me avisaron que mi mamá acababa de morir en Chihuahua.

 Concluimos, como una gran verdad, que había venido a despedirse y que él no quería que se fuera.

Se fue haciendo viejo, y como los de su raza no viven mucho porque sufren tanto con el calor, un mal día lo vi entrar a la cochera caminando con pasos inciertos, y de pronto cayó en estado pre agónico.

Cuando llegué a abrazarlo, alcanzó a mirarme con su mirada amarilla, suspiró dos veces, se estiró y cerró sus ojos fieles.

Ahí mismo le guardamos unos minutos de un luto, que perdura, que estará siempre en nosotros.

Al rato llegaron mis sobrinos Pancho y Óscar Flores. Óscar empezó a tratarme un asunto, más Pancho lo interrumpió, diciéndole: "Déjalo para después. ¿Que no ves cómo están?" Seguramente cayó en la cuenta de la tristeza que estaba viendo: el asunto lo dejó pendiente para siempre.

Lo depositamos en una caja de cartón, lo subimos al reducido espacio trasero del Bocho negro, acondicionado como carroza. Lo llevamos a sepultar a un terreno rumbo a Ortiz, antes de cruzar el río.

Si la hierba crece ¿no se nos perderá el lugar cuando le traigamos flores? preguntaron.

No contesté con una gran verdad. Donde sepultan un perro siempre nace un árbol.

Al año siguiente crecía un arbolito que hoy da sombra.

Amigo: Siempre verás a tu perro en cada árbol que veas en tu marcha.

 


Carlos Gallegos Pérez es licenciado en comunicación por la UNAM, licenciado en periodismo por la UACH. Fue coordinador de comunicación social de la UACH, así como también fue coordinador de comunicación social en Gobierno del Estado, ganador del Premio Chihuahua de Literatura y del Premio Nacional INBA Novela de Testimonio. Autor de varios libros, actualmente es cronista de Ciudad Delicias.

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