sábado, 25 de octubre de 2025

Postdata

 


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Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

La mujer, que apenas dejaba la cama, asomándose a la ventana divisó a aquel hombre que, caminando con elegancia, se aproximaba a la puerta de su casa.

¡Ahi está otra vez!

¿Quién, Teresa?

El mismo caballero. Bachiller, le dices.

¿Bachiller don Sansón Carrasco?

Ese mismo. Se me pasó decírtelo cuando llegaste ayer: vino a buscarte por la tarde.

¿Dijo qué quería?

Sí, quiere hablar contigo.

Y ¿no vino vestido como árabe?

No. 

 

El bachiller ya tocaba la puerta. Sancho apresuradamente se calzó un pantaloncillo y una camisola. La mujer abrió la puerta.

Pase vuestra merced, dispense lo tirado de la habitación.

No se apure, doña Teresa.

 

Ya se disponían ella a ofrecerle una taza de café y él a preguntar por Sancho, cuando este surgió del cuarto vecino todavía, fajándose el pantaloncillo.

Buen día, señor bachiller.

Buen día, Sancho.

Quiero, me gustaría…

Saber si todavía estoy enfadado con su merced dijo Sancho, sentándose a horcajadas en un banquillo y ofreciendo la mejor silla al bachiller.

Bueno, sí. pero también...

Pues no, ya se me ha passado. Pero no esperaba volver a verlo jamás.

Yo creía que te, le gustaría platicar conmigo, ya que los dos aparecemos en la más grande historia que jamás se ha escrito.

El "te" está bién. Hablemos pues.

Comencemos con lo del enfado. ¿Por qué estás, estabas enfadado?

Primero, por el engaño. Vuestra merced, pretendiendo ser El Caballero de los Espejos, y después el de la Blanca Luna. Y segundo, y más importante, que el engaño resultó en la melancolía y los desabrimientos[1]que resultarían en su muerte.

La idea, la intención, era curarlo. Que recuperase la razón y volviese a su pueblo, a su casa. Lo que de hecho funcionó.

—¿Que funcionó? De hecho fue a su casa nomás a enfermar y morir —casi gritó Sancho, demostrando que, a pesar de lo que acababa de decir, todavía estaba muy enojado.

Y eso de los disfraces parece ser mucho de vuestras mercedes los ricos.

¿Qué quieres decir?

El otro día vino uno vestido de árabe, dijo llamarse Cide Amete Benengeli.

¿Y?

Le dije: no se haga, no pretenda, usted es don Miguel.

¿Y?

Estuve hablando con él por un buen rato.

¿Puedo saber de qué hablaron?

―|Me dijo que de muchas, probablemente de la mayoría de ellas, de las aventuras de Don Quijote, yo era el único testigo. Que quería que se las contara para poder escribir su libro. Y estaba apurado porque había un Avellaneda que ya se le había adelantado y había publicado la segunda parte del Quijote con puras mentiras.

¿Y le contaste todo?

Sí, de lo que me acordé.

¿Y él qué dijo?

Algo como de que estaba fascinado con lo que le había contado. También que era una pena que don Alonso falleciera, y con él Don Quijote.

Ya veremos cómo escribe lo que le contaste.

Veo que le preocupa ser el malo de la historia.

No creo que los lectores me vean como tal. 

Decía vuestra merced que había algo más que lo de mi enojo que venía a discutir conmigo...

Sí, mi buen Sancho. Recordarás que don Alonso nombró como albaceas al señor cura y a mí. Y en esa capacidad es que vengo a verte.

¿Sí?

Don Alonso refirió en su testamento que tenías unos dineros en tu custodia de los cuales deberías cobrarte lo que te debía de sueldos. Y que podías quedarte con lo que sobrase.

Así lo entendí.

Señaló que tal vez ese remanente era "bien poco y buen provecho le haga"

Pues bien, era más de lo que él pensaba.

Me alegra que así haya sido. Pero debo decirte que en el siguiente item del testamento don Alonso manda que toda su hacienda sea para su sobrina Antonia después de haber cubierto ciertas mandas. Pues bien el señor cura y yo, albaceas del testament, hemos determinado que una de esas mandas fuera una pequeña compensación para ti, que se sumaría a lo que ya has tomado directamente, y que mencionamos hace un momento.

—Aceptaré ese dinero solo si están vuestras mercedes seguros de que esa era la voluntad de mi amo don Quijote. Ya he confesado que el remanente de lo que yo guardaba, y que él me ha otorgado directamente, era más de lo que había pensado.

Te lo haremos llegar tan pronto como la remesa esté disponible. Solo queda un asunto más.

¿Cuál?

El destino de Rocinante.

¿Qué quereis decir?

Por cuatrocientos años los lectores del Quijote se preguntarán qué fue de él. El Cide, don Miguel, no relata que pasó con él después de la muerte de don Alonso, pero nosotros: el cura, el barbero, el ama, Antonia la sobrina y yo sabemos que tú te has encargado de cuidarlo.

¡No cobro por eso! Comprenda vuestra merced que siempre fuimos cuatro: don Quijote, Rocinante, el Rucio y yo. Si falta uno, no hay historia.

Y a nombre del Don, lo agradecemos mucho y esperamos que el dinerito extra del que te hablé sirva para que sigas cuidándolo.

 

Teresa no dijo nada pero lo pensó: por unos cuantos duros se deshacen de ese estorbo. ¿Cuánto les costaría llevarlo al establo de caballos viejos de Torremolinos o ponerlo a dormir?

 

Dando su misión por concluída, el bachiller se despidió y se fue. Sancho lo acompañó hasta la puerta del jardincito frente a la casa. Volteando a ver a Teresa, como leyendo su mente, comentó:

¡Lo sé, lo sé!, pero mejor algo que nada.

 

Pensó entonces que la derrota ante el de la Blanca Luna había devuelto a don Quijote a la realidad, lo cual había causado su Muerte; pero a él también lo había de golpe retornado a una realidad de pobreza y privaciones. Pero nadie le podría quitar el haber sido gobernador de una ínsula y compañero del último caballero andante.

 

Dos años después, todavía podía uno encontrar a don Sancho Panza ofreciendo pasear a los niños del pueblo por unos pocos maravedíes en aquel Rocinante, el indómito corcel del único y nunca bien ponderado Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.


[1] Don Quijote II:1099

 


 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un valle de imaginación y recuerdos.

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