Postdata
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
La mujer, que apenas dejaba la cama, asomándose a la ventana
divisó a aquel hombre que, caminando con elegancia, se aproximaba a la puerta
de su casa.
―¡Ahi está otra vez!
―¿Quién, Teresa?
―El mismo caballero. Bachiller, le dices.
―¿Bachiller don Sansón Carrasco?
―Ese mismo. Se me pasó decírtelo cuando
llegaste ayer: vino a buscarte por la tarde.
―¿Dijo qué quería?
―Sí, quiere hablar contigo.
―Y ¿no vino vestido como árabe?
―No.
El bachiller ya tocaba la puerta. Sancho apresuradamente se calzó
un pantaloncillo y una camisola. La mujer abrió la puerta.
―Pase vuestra merced, dispense lo tirado de la
habitación.
―No se apure, doña Teresa.
Ya se disponían ella a ofrecerle una taza de café y él a preguntar
por Sancho, cuando este surgió del cuarto vecino todavía, fajándose el
pantaloncillo.
―Buen día, señor bachiller.
―Buen día, Sancho.
―Quiero, me gustaría…
―Saber si todavía estoy enfadado con su merced ―dijo Sancho, sentándose a horcajadas en un
banquillo y ofreciendo la mejor silla al bachiller.
―Bueno, sí. pero también...
―Pues no, ya se me ha passado. Pero no esperaba
volver a verlo jamás.
―Yo creía que te, le gustaría platicar conmigo,
ya que los dos aparecemos en la más grande historia que jamás se ha escrito.
―El "te"
está bién. Hablemos pues.
―Comencemos con lo del enfado. ¿Por qué estás,
estabas enfadado?
―Primero, por el engaño. Vuestra merced,
pretendiendo ser El Caballero de los Espejos, y después el de la Blanca Luna. Y
segundo, y más importante, que el engaño resultó en la melancolía y los desabrimientos[1]que
resultarían en su muerte.
―La idea, la intención, era curarlo. Que
recuperase la razón y volviese a su pueblo, a su casa. Lo que de hecho
funcionó.
—¿Que funcionó? De hecho fue a su casa nomás a
enfermar y morir —casi gritó Sancho, demostrando que, a pesar de lo que acababa
de decir, todavía estaba muy enojado.
―Y eso de los disfraces parece ser mucho de
vuestras mercedes los ricos.
―¿Qué quieres decir?
―El otro día vino uno vestido de árabe, dijo
llamarse Cide Amete Benengeli.
―¿Y?
―Le dije: no se haga, no pretenda, usted es don
Miguel.
―¿Y?
―Estuve hablando con él por un buen rato.
―¿Puedo saber de qué hablaron?
―|Me dijo que de muchas, probablemente de la
mayoría de ellas, de las aventuras de Don Quijote, yo era el único testigo. Que
quería que se las contara para poder escribir su libro. Y estaba apurado porque
había un Avellaneda que ya se le había adelantado y había publicado la segunda
parte del Quijote con puras mentiras.
―¿Y le contaste todo?
―Sí, de lo que me acordé.
―¿Y él qué dijo?
―Algo como de que estaba fascinado con lo
que le había contado. También que era una pena que don Alonso falleciera,
y con él Don Quijote.
―Ya veremos cómo escribe lo que le contaste.
―Veo que le preocupa ser el malo de la
historia.
―No creo que los lectores me vean como
tal.
―Decía vuestra merced que había algo más que lo
de mi enojo que venía a discutir conmigo...
―Sí, mi buen Sancho. Recordarás que don Alonso
nombró como albaceas al señor cura y a mí. Y en esa capacidad es que vengo a
verte.
―¿Sí?
―Don Alonso refirió en su testamento que tenías
unos dineros en tu custodia de los cuales deberías cobrarte lo que te debía de
sueldos. Y que podías quedarte con lo que sobrase.
―Así lo entendí.
―Señaló que tal vez ese remanente era
"bien poco y buen provecho le haga"
―Pues bien, era más de lo que él pensaba.
―Me alegra que así haya sido. Pero debo decirte
que en el siguiente item del testamento don Alonso manda que toda su hacienda
sea para su sobrina Antonia después de haber cubierto ciertas mandas. Pues bien
el señor cura y yo, albaceas del testament, hemos determinado que una de esas
mandas fuera una pequeña compensación para ti, que se sumaría a lo que ya has
tomado directamente, y que mencionamos hace un momento.
—Aceptaré ese dinero solo si están vuestras
mercedes seguros de que esa era la voluntad de mi amo don Quijote. Ya he
confesado que el remanente de lo que yo guardaba, y que él me ha otorgado
directamente, era más de lo que había pensado.
―Te lo haremos llegar tan pronto como la remesa
esté disponible. Solo queda un asunto más.
―¿Cuál?
―El destino de Rocinante.
―¿Qué quereis decir?
―Por cuatrocientos años los lectores del
Quijote se preguntarán qué fue de él. El Cide, don Miguel, no relata que pasó
con él después de la muerte de don Alonso, pero nosotros: el cura, el barbero,
el ama, Antonia la sobrina y yo sabemos que tú te has encargado de cuidarlo.
―¡No cobro por eso! Comprenda vuestra merced
que siempre fuimos cuatro: don Quijote, Rocinante, el Rucio y yo. Si falta uno,
no hay historia.
―Y a nombre del Don, lo agradecemos mucho y
esperamos que el dinerito extra del que te hablé sirva para que sigas
cuidándolo.
Teresa no dijo nada pero lo pensó: por unos cuantos duros se
deshacen de ese estorbo. ¿Cuánto les costaría llevarlo al establo de caballos
viejos de Torremolinos o ponerlo a dormir?
Dando su misión por concluída, el bachiller se despidió y se fue.
Sancho lo acompañó hasta la puerta del jardincito frente a la casa. Volteando a
ver a Teresa, como leyendo su mente, comentó:
―¡Lo sé, lo sé!, pero mejor algo que nada.
Pensó entonces que la derrota ante el de la Blanca Luna había
devuelto a don Quijote a la realidad, lo cual había causado su Muerte; pero a
él también lo había de golpe retornado a una realidad de pobreza y privaciones.
Pero nadie le podría quitar el haber sido gobernador de una ínsula y compañero
del último caballero andante.
Dos años después, todavía podía uno encontrar a don Sancho Panza
ofreciendo pasear a los niños del pueblo por unos pocos maravedíes en aquel
Rocinante, el indómito corcel del único y nunca bien ponderado Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la Mancha.
[1] Don Quijote II:1099
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un valle de imaginación y recuerdos.

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