viernes, 10 de octubre de 2014

Mónica Brozon

 
Capítulo sobre un suicidio


Por Mónica Brozon


Era la cuarta vez en el año que Sebastián no había logrado sacar más que cero en el examen. Así es que me quedé en el recreo con él, pensando qué podíamos hacer para que sus papás no lo regañaran demasiado. A mí no se me ocurrió ninguna idea, pero él, después de pensar un ratito, se paró y dijo:

—¡Ya sé! Me voy a suicidar ahorita.

—No seas tonto, Sebastián —le dije yo—, aquí no hay nada que pueda servirte para eso.

—Bueno, está la azotea —me respondió Sebastián muy pensativo—; me puedo tirar de cabeza desde ahí.

Yo le dije que eso no estaba bien, porque iba a hacer un cochinero en el patio y que además don Fito no lo iba a dejar subirse a la azotea para suicidarse. Don Fito es el portero de la escuela. Es un señor muy bueno, que siempre trae puesto un casco y un overol lleno de herramientas por si se descompone algo. Usa un gran bigote y lentes, y siempre nos trata muy bien a todos los alumnos. Pero aunque es una buena persona, de verdad nunca deja subir a nadie a la azotea, menos si lo que quiere es tirarse de ahí.

Sebastián me dijo que don Fito estaba ocupado en ese momento platicando con la maestra de guardia. Entonces caminamos hacia la escalera de la azotea y empezamos a subir. Cuando llevábamos como siete escalones oímos la voz de don Fito.

—¡Chsst, chsst! —hizo, como si estuviera llamando a unos gatos— ¿Qué asunto tienen que arreglar en la azotea?

—Uno muy importante —dijo Sebastián, mientras yo lo pellizcaba para advertirle que no le fuera a decir a don Fito el asunto. Pero Sebastián no captó mi mensaje.

—Tengo que ir a la azotea a tirarme de cabeza. Voy a suicidarme porque soy un inútil —le dijo.

—¡Ah, pero qué mocosos tan chistosos son ustedes! —dijo don Fito sin enojarse—. Bájense de ahí y váyanse a jugar en vez de estar pensando babosadas.

Nos dio unos golpecitos en la cabeza y se quedó parado en la escalera el resto del recreo. Sebastián y yo nos sentamos de nuevo donde estábamos y nos pusimos a platicar de los suicidios y esas cosas, pensando cuáles eran las posibilidades de Sebastián de llevar a cabo el suyo. Pero no había demasiadas. En la escuela no había cuchillos, pistolas ni navajas y la azotea estaba descartada por culpa de don Fito.

—Mira —sugerí—, ve con el de sexto, con ese al que le dicen el Tanque, y dile que es un marrano. Vas a ver que de la golpiza que te da ya no vas a necesitar suicidarte tú solo.

Sebastián se puso blanco y me dijo que no, porque era una forma muy violenta de hacerlo y además, si el Tanque lo suicidaba, lo iban a meter a la cárcel, y aunque era malo no tenía la culpa de que él hubiera sacado cero en el examen. Pensó durante un rato más y mientras no me dejaba opinar nada porque perdía la concentración. De repente se volvió a despabilar de su pensamiento y me pescó del brazo.

—¡Tengo una idea genial! —me dijo—. No te muevas de aquí.

Un momento después llegó con ocho tubos de pastillas de sabores y empezó a comérselas sin convidarme. Eso se me hizo muy grosero y le dije que me diera una pastilla.

—No puedo, me estoy suicidando —me contestó con la boca llena de pastillas.

Yo me reí un poco y le dije que estaba loco. Sebastián me respondió que era yo un ignorante, que él había oído en una conversación de mayores que no sé quién se había suicidado con pastillas porqué tomó más de las que debía.

—Sí —le dije muriéndome de risa—, pero han de haber sido pastillas de medicina, porque con esas no te pasa nada.

Le dije que Dolores, la niña gordita del salón, siempre llevaba medicinas, que le podía pedir algunas prestadas. Le pareció buena idea y fuimos con Dolores, que estaba jugando resorte. Cuando acabó de brincar la llamé.

—¿Qué quieren? —preguntó en feo tono, porque las niñas siempre creen que cuando las llamamos es para burlarnos de ellas.

—Oye —dije yo porque Sebastián es más tímido—, ¿Esas medicinas que tomas, para qué son?

—Qué te importa —me contestó.

—Ándale dinos —dijo Sebastián—, es muy importante.

Ella no quería, pero Sebastián le dijo tantas veces “por favor, por favor, por favor” que se hartó y nos dijo:

—Son para mis piernas, que a veces se me hinchan un poquito.

—¿A verlas? —dije yo y Dolores nos enseñó las piernas.

—No torpe, las piernas no, las pastillas —le dije.

—Están en mi mochila y no me digas torpe.

Sebastián siguió atosigándola con “por favores” hasta que fuimos al salón y Dolores sacó las pastillas de su mochila. Era un frasquito café, lleno de chochitos blancos que olían a alcohol.

—¿Y esto cómo se llama? —le pregunté.

—Se llama árnica y es buenísima.

—Esto no parece medicina, parecen chochitos —dijo Sebastián.

—Pues sí es medicina, y para que te lo sepas, es homeopática —contestó Dolores.

Eso de homeopática sonó muy delicado, entonces Sebastián y yo nos pusimos de acuerdo para que yo distrajera a Dolores mientras él se tomaba sus medicinas.

—¿Y cuántas te tienes que tomar? —le pregunté a Dolores, para darnos una idea.

—Me debo de tomar seis cada cuatro horas, pero como no traigo reloj y me da flojera contarlas, me tomo un bonchecito cada que me acuerdo.

—Ahh… ¿y te sirven bien?

Dolores me contó del funcionamiento de sus pastillas hasta que me aburrí, y como Sebastián ya se las había tomado casi todas, le dije,

—Bueno, bueno, fuiste muy amable, nosotros ya nos vamos.

—¿Y mis medicinas? —preguntó Dolores.

—Ya te las puse en tu mochila —le dijo Sebastián.

Pero Dolores, nada confiada, sacó el frasco y cuando vio que estaba casi vacío, se puse a berrear y nos dijo que nos iba a acusar con la maestra. Nosotros nos pusimos de rodillas y le rogamos que no nos acusara.

—Si no los acuso, ¿qué me dan? —dijo Dolores mientras se secaba las lágrimas.

Yo no tenía nada que pudiera interesarle a una niña de piernas hinchadas. Sebastián tampoco, pero le prometió que si no nos acusaba, mañana le iba a regalar cincuenta pesos. Dolores se quedó muy contenta. Antes de salirnos del salón, Sebastián le dijo a Dolores que le había dejado algunas pastillas para que tomara hoy, y que mañana le dijera a su mamá que le comprara otras.

—Mi mamá siempre me compra todo lo que le pido —dijo Dolores.

—Tu mamá ha de ser muy buena —le contestó Sebastián, luego la abrazó y le dio las gracias llorando. A mí me pareció muy conmovedor pero Dolores lo empujó y le dijo:

—¡Guácatelas, no me abraces! —y se salió del salón.

—¿De dónde vas a sacar cincuenta pesos para dárselos mañana a Dolores? —le pregunté a Sebastián.

—Mañana, mi amigo, ya voy a estar suicidado —me dijo mientras me agarraba de los hombros.

Sebastián y yo nos regresamos al patio, sin decir nada. Yo me senté en el suelo y Sebastián se acostó junto a mí y cerró los ojos. Yo estaba muy triste por su suicidio y hasta se me quitaron las ganas de irme con mis amigos que estaban jugando coleadas. Ahí me quedé, mirándolo hasta que tocaron el timbre del final del recreo. Sebastián no se movió y eso que el timbre de la escuela es un timbre rompe tímpanos.

—Psst, Sebastián —luego acabas de suicidarte, porque ya toca la clase de inglés.

Pero Sebastián siguió sin moverse ni dijo nada. Pensé que ya había completado su suicidio y me asusté mucho. Corrí a donde estaban mis amigos para pedirles ayuda en caso de que tuviéramos que esconder el cadáver. Cuando regresé, seguido por Roberto y Juan José, Sebastián ya no estaba. Pensé que alguien había descubierto el cadáver y había cargado con él. Empecé a temblar y les expliqué a mis amigos que Sebastián se había suicidado, que yo le había dicho cómo y que ahora el cadáver estaba perdido.

—No te preocupes —me dijo Juan José—, luego pedimos permiso de irte a ver a la cárcel.

Yo me enojé porque estaba muy nervioso y le di un zape bien dado.

—No sean malos —les dije luego— ayúdenme a buscarlo.

—¿Y la clase de inglés? —dijo Roberto y Juan José le dio un zape.

—Es más importante buscar el cadáver de un compañero —dijo y repartió los lugares de búsqueda: a mí me tocaron los baños y el pasillo de preprimaria; a Roberto la tiendita y los pasillos de primaria y él mismo el cuarto de las escobas de don Fito y la dirección. Todos ya se habían ido a clases, entonces había mucha facilidad para buscar. Pasaron los diez minutos que nos dimos de plazo y regresamos sin noticias del cadáver. Entonces no tuvimos otro remedio que irnos a clase de inglés. Yo estaba temblando del susto, además de lo triste que me sentía por haber ayudado a mi amigo a suicidarse y luego haber perdido su cadáver.

La tristeza se me quitó cuando llegamos a la clase de inglés. La maestra se puso a gritarnos por llegar tarde pero no me importó, porque cuando volteé a ver la banca de Sebastián, ahí estaba él, vivito, aunque con cara de flojera.

—Excuse me —interrumpí a la maestra y corrí a abrazarlo.

—¡Amigo!, qué gusto me da verte! —le grité, mientras todos los del salón me miraban como si estuviera loco.

—Esas mugrosas pastillas no sirven para nada más que para dormir —me dijo Sebastián al oído—. La maestra de guardia me tuvo que despertar de las orejas.

Yo me pasé la clase de inglés de pie contra la pared, pero muy contento. A cada rato volteaba a ver a Sebastián para verificar que siguiera vivo. Siguió vivo toda la clase de inglés, y a la salida seguía perfectamente bien.

Al final de la clase Sebastián fue con Dolores y le dijo que sus pastillas no servían para nada y que estaba loca si creía que le iba a pagar cincuenta pesos por esas porquerías. Tan enojado se lo dijo que Dolores no dijo ni pío, solo hizo un berrinche silencioso y se salió corriendo del salón.


Mónica Brozon estudió en la Escuela de Escritores de la SOGEM y desde 1996 se dedica a escribir. A lo largo de 18 años ha publicado 27 libros para niños y jóvenes y ha recibido los premios más importantes que se otorgan en el país. Es una de las autoras más representativas de la literatura infantil y juvenil en México.

1 comentario:

  1. Algunos la llaman personalidad, otros, más esotéricos, alma, y a los siete años ya anda completita en el cuerpo de los niños, la misma que habrá de navegar un promedio de setenta de avatares, como en este delicioso relato de una escritora ya clásica y tan joven.

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