lunes, 27 de octubre de 2014

Sally Ochoa: Soledad llora


Llora Soledad


Por Sally Ochoa


A los trece años Soledad creía que la representación del mal era el demonio, un ser mítico de color rojo quemado, medio zambo, con una pata de gallo y la otra de chivo, con una barba picuda y unos cuernecillos, que nos esperaría después de muertos en algún cono del infierno, como los de La divina comedia, y que si en esta vida no le hacía daño a nadie intencionadamente, jamás visitaría siquiera el purgatorio y por ende no conocería a Satanás.

Pero su experiencia con el buda la había hecho dudar y no pasó mucho tiempo antes de darse cuenta, que el demonio no era tan lejano como parecía, que habitaba entre la gente escupiendo su maldad y su amargura,  en diferentes grados, por la boca de algunas personas que, en un principio, ella ni siquiera imaginaba.

Entonces se propuso identificarlas de algún modo y pronto descubrió que todas ellas, las que llevaban el diablo por dentro, tenían mal aliento, porque toda la endemoniada perversidad de Luzbel les corría por la sangre e iba a parar allí, en su boca repleta de dientes desgastados o sucios, aunque algunos también demasiado brillantes y limpios en apariencia.

Cuando mentían, su aliento olía a ajo; cuando calumniaban deliberadamente para hacer daño, el olor que despedían era una mezcla de huevo podrido y espinacas; cuando engañaban despedían olor a rancio y cuando buscaban beneficios olían a caldo de gallina vieja, igual que los menjurjes de su madrina Maclovia.

Había tantos aromas distintos como malos sentimientos. Soledad había aprendido a conocerlos y  detectar cada uno de ellos.

Pero su sistema de identificación le falló una tarde de octubre. Fue sobrepasado por fuertes latidos de su corazón, por la respiración que le inflamaba el pecho sin control y por el caudal de hormonas adolescentes que le corría por las venas.

Había leído historias que hablaban del amor y de mariposas que revoloteaban en el estómago de los enamorados y de cómo éstos veían la vida de manera distinta; pero nada se comparaba con aquella explosión que sentía en todo su cuerpo, con aquel despertar de los poros de la piel que lo percibían todo nítidamente, el frío, el calor, el ritmo de la música, como si fuera la primera vez que los sintiera.

Nada se comparaba tampoco con la alegría que le corría por las venas y que se reflejaba en los ojos, en el rosado  intenso que amenazaba con regresar a sus mejillas y en su sonrisa que era más amplia y más contagiosa que nunca.

Fue por eso, quizás, que no percibió –o tal vez no quiso hacerlo– el mal aliento del jovenzuelo aquel que sin aviso previo la tomó del brazo y la invitó a bailar; que rodeó su cintura con las manos haciéndola sentir que flotaba. Y cuando le pidió al oído que fuera su novia, el mundo alrededor simplemente dejó de existir.

La teoría sobre el demonio y su perversidad quedó tirada en el rincón más apartado de su cabeza; la precaución se convirtió en una palabra sin sentido, y el mal aliento se volvió un invento de niña que dejó arrumbado en el ropero apolillado de su abuela, aquella que tenía parecido a las lombrices y que se había muerto sin permiso de nadie. El viento sur la había atacado y ella no supo darse cuenta.

Las hormonas tomaron por sorpresa su memoria, la cubrieron de engaño, la vistieron completa de urgencia y afecto y no la dejaron recordar lo que tantas veces había escuchado de su madre y se había repetido a sí misma hasta el cansancio: que la maldad estaba entre la gente y que no todas las personas pensaban o veían las cosas igual que ella. Eso lo habría de entender después.

Al mes supo que el primer amor no siempre era color de rosa y que las relaciones amorosas de la realidad no tenían nada que ver con las de los libros, es más, no se acercaban ni siquiera a la historia de Romeo y Julieta que había leído antes del buda cuya experiencia no había hecho nada más que constatar que aquello no era más que una mentira burda porque la realidad era cruda y desconsiderada, que no importaba que nunca hubiese hecho daño a nadie, porque de cualquier forma se lo harían a ella con saña, con descaro y sin remordimientos.

Entendió que la maldad podía expresarse de diferentes formas y en distintos cuerpos, pero siempre estaba presente de alguna u otra forma, merodeaba a su alrededor aunque no pudiera verse o sentirse.

A ella le había tocado encontrarla en un rostro bien parecido, con un boca grande que sonreía a medias y se burlaba sin disimulo de los demás, de la vida, del mundo y de las cosas; un rostro que enrojecía de furia cada vez que alguien intentaba someterlo, un rostro que perdía el control en el alcohol desmedido y el color en el gris humo de un cigarro de marihuana.

Soledad sintió en su corazón y en el estómago –como siempre le sucedía–, la perversidad  de aquel espécimen cuando los primeros aguijonazos del rumor se le clavaron en la piel.

El rumor, el chisme, los inventos, las mentiras o las verdades a medias. Todo era lo mismo, pensaba Soledad; todo iba encaminado a hacer daño, a provocar dolor deliberadamente. No hacía falta cometer errores para que alguien hablara mal de otro alguien, ni hacía falta que eso que se dijera fuera cierto para que el resto del mundo lo creyera y lo diseminará con la seguridad de poseer la verdad absoluta y comprobada en sus manos.

Lo único que hacía falta era inventar algo e iniciar una cadena informativa y morbosa que se degeneraba un poco en cada boca en la que entraba y salía.

El jovenzuelo de la sonrisa a medias, el energúmeno de los cigarros de marihuana y puños de piedra; el aprendiz de conquistador que le había despertado las mariposas en el estómago, conocía de sobra –a sus quince años– el poder de un rumor y lo utilizó, solo para hacerle saber a Soledad lo que le costaría su negativa a darle un beso, porque aún ahora, después de varios años de la historia del buda, los besos seguían ocasionándole asco.

Corrió al baño y la furia estallaba; lloró a solas frente al espejo, lloró y se  vio a sí misma mientras las lágrimas salían de sus ojos, gordas y descaradas resbalaban por su cara quemándole la piel.

Lloró como lo había hecho antes cuando abandonó su casa de niña, como en sus cumpleaños cuando no recibía el abrazo que cada año esperaba, o cuando recordaba a su padre y no podía decirlo a nadie; solo que ahora las lágrimas, más que tristeza, le ocasionaban dolor y desesperación.

Lloró porque no entendía por qué la vida se empeñaba  en matar sus ilusiones; más que cualquier otra cosa quería ser feliz y no lo conseguía y eso se había convertido en una herida abierta y dolorosa que no paraba de sangrar.

Lloró aunque desconocía su destino, lo presentía y cada vez que en su pecho latía ese presentimiento, no podía hacer más que aceptar que su mundo no era este, ni otro, ni alguno, porque ninguno más existía, porque ninguno, aunque existiera, le abriría los brazos, muy al contrario la rechazaría, igual que todos.

Soledad se perdió entonces en su silencio y en sus pesadillas que la torturaban y en las que se había agregado un nuevo personaje además del buda perverso. En un parpadeo se le acabó la sonrisa, el brillo de los ojos y las ganas de vivir. Era abismo oscuro y frío donde nada ni nadie tenía cabida excepto ella y sus deseos de morir.

El pequeño témpano que llevaba en su interior iba creciendo. Las lágrimas formaron surcos simétricos en sus mejillas de tanto caer y caer; por las mañanas y las noches escurrían sobre la piel en carne viva que se negaba a sanar.

No fue sino hasta muchas semanas después cuando dejó de llorar.

Una tarde, sintiéndose parte de las notas desgarradoras de la música de Guns & Roses decidió quitarse la vida. Fue al baño, se lavó la cara para aliviar el dolor de sus heridas y tomó una navaja de afeitar, la guardó bajo la manga para ocultarla de las miradas curiosas de sus hermanas y regresó a su cuarto.

Se encerró, apagó la luz y subió el volumen de la grabadora; golpeó la pared con los antebrazos en repetidas ocasiones mientras las cuerdas vocales de Axel Rose se desgarraban cantando Dulce niño mío y el sonido de la guitarra retumbaba también por los rincones.

Cuando sintió la piel adormecida por los golpes, se detuvo; tomó la navaja y de un solo movimiento la enterró profundamente en la parte interna de su muñeca izquierda. Un espasmo doloroso le recorrió el cuerpo y no pudo contener un grito agudo de dolor; pero siguió cortándose lentamente, sin darse cuenta que ese, su dolor, se pegaba a las paredes dibujando grietas en la superficie que poco a poco iban haciéndose más profundas y abrían paso a sus sollozos para hacerlos llegar a los oídos de su madre.

Solo unos minutos pasaron; cuando su sangre había formado un charco brillante y rojo sobre la cama y la fuerza de su mano verdugo se perdía, la puerta se abrió. Soledad miró el rostro incrédulo de su madre y luego perdió el sentido.

Muchas veces lo intentó; de distintas maneras buscó escapar de la realidad. Nunca pudo. Por las madrugadas, cuando despertaba gritando, mojada por el sudor frío del miedo, deseaba desde lo más profundo de su corazón que cayera un rayo y la partiera en dos, o en cien o en mil pedazos, no importaba en cuantos con tal de que le robara la conciencia y la hiciera olvidar.

El rayo nunca llegó; los surcos en su rostro permanecieron allí por mucho tiempo más.



Sally Ochoa es egresada de licenciatura en filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Tiene maestría en periodismo por la misma Facultad. Inició como reportera de tv en el 2001 y actualmente trabaja en El Diario de Chihuahua en investigaciones especiales. Ha publicado dos libros de cuentos y forma parte de algunas antologías de poemas.

2 comentarios:

  1. El destilado exacto del espíritu y el cuerpo de las mujeres son estos cuentos de Sally. Su personaje tan realista, se halza simbólico en los monólogos de Soledad.

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  2. ¡¡¡"HALZA"!!!! con HHHHHH !!!! ¿en qué muladar aprendiste ortografía?. ¿en el mismo donde aprendiste literatura? terminaremos vomitando si sigues empeñado en echar a perder los textos de tus autores con tus comentarios.
    Y sigue fatigado en tus fantasías compensatorias, aún tenemos mucho que reír.

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