domingo, 17 de enero de 2016

El umbral. Martha Estela Torres Torres

El umbral


Por Martha Estela Torres Torres


Varias personas felicitaban al artista, cuya magnífica obra se exhibía en aquel recinto, mientras yo conversaba agradablemente con la esposa del pintor y su prima, cuando en ese momento se acercó un joven fotógrafo: alto, delgado, cabello ondulado, y oscuro como la muerte; sostenía en sus manos una impresionante cámara fotográfica que todo alcanza con la fuerza intrínseca de su luz. Ese fue su primer rostro, abyecto, prelúdico e impactante.

Siempre he tenido miedo a las cámaras, al lente maldito que capta de un modo u otro mis penas y las delgadas líneas que se multiplican con los años. Nada escapa al lente, ni las emociones, ni el cansancio que fustiga la piel como un   viento erosionante, ni la anemia corporal que me domina después de navegar horas de insomnio.

Miré la cámara que interpuso entre nosotros, pero inmediatamente la bajó para indicarnos que retrataría a la esposa del pintor y a su prima; como yo me encontraba en medio, opté por moverme rápidamente a la izquierda, al detectar su intención de dejarme fuera del umbral fotográfico.

Me sentí mal desde el primer instante en que pretendió anularme de la foto, aún así le dije: “¡adelante!”, tratando de mantenerme al margen para no obstruir el claro objetivo del individuo que mostraba su desafiante arma de luz. Era claro que a él solo le interesaba capturar la imagen de una de las protagonistas, pero al moverme, la señora Rosas notó la imprudente actitud del joven, y me tomó por la cintura al mismo tiempo que a su prima, afirmando a propósito: “¡Tómenos a todas juntas!”, convencida de la horrible distinción del joven de esquivarme de su flash elitista.

Intenté liberarme de sus generosas manos, ante la insistencia del fotógrafo que ordenó categóricamente: “Le tomaré una foto a usted sola, pero después… —afirmó dirigiéndose a mí, tratando de justificarse. Esto solo sirvió para aumentar la sentencia discriminatoria que me relegaba, por eso me alejé del mecanismo automático, sintiendo e imaginando, las miradas de los asistentes.

Él, finalmente, disparó dos veces el flash, presionado por la esposa del pintor. Mi rostro se transfiguró ante el rayo fulminante que me hizo sentir despreciada, estigmatizada hasta el infinito por la selección prístina del desconocido. Luego se acercó tratando de ser congruente con lo que  acababa de decir, pero yo, en vez de posar ante sus ojos oscuros, me libré de la prisión femenina y le reproché, avanzando hacia él, su ejercicio separatista. Cuando las damas quedaron a mi espalda, en tono sincero, expresó: “discúlpame” mirándome detenidamente, tal vez, para comprobar la efectividad de sus palabras.

Mi rostro estaba enrojecido por la ofensa y gruesas lágrimas aparecieron en mi rostro, avasallantes e incontenibles. Entonces me tomó, en un acto intuitivo y natural, de la mano, para decirme que lo sentía, que no tuvo la intención de hacerme sentir mal; sin embargo sus palabras no surtían efecto, huían ante el fragor del sentimiento, porque imprudente es el llanto como certero es el puño que discrimina.

Nadie estaba agonizando, ni había muerto, ni tampoco amenazaba con exterminar mi vida, sin embargo ahí estaba yo, en medio del salón, frente al intruso, llorando con lágrimas súbitas e indomables, ante la situación opresora de mi garganta.

Ahora me pregunto ¿qué fue lo que mutiló mi orgullo, mi esencia, en aquella tarde cultural entre supuestos colegas y amigos?, al festejar la unción del arte con la sensibilidad, con el color inverosímil y fascinante de los cuadros, y la aproximación insólita de elementos pictóricos que produce verdaderas metáforas. Así surgí como una absurda metáfora, con amplitud de la nada, así de pronto como aparecen las flechas del enemigo, inesperadas y mortales, estremeciéndome hasta el infinito, hasta las raíces de mi cuerpo, hasta las partículas infieles de mis uñas y de mis terminaciones nerviosas, pues no supe elevarme a tiempo, ni huir del hechizo perturbador del individuo que ahora me pedía eximirlo de su precipitada actitud, mientras sostenía las lágrimas a base de apretar los dientes sin poder impedir que ellas, vigorizantes y necias, siguieran alterando mi estabilidad emocional.

Me dijo en voz baja que lo perdonara, que podía invitarme un café para platicar y aclarar ese equívoco tan delicado, y qué incluso podíamos ir a comer al día siguiente; cómo si yo estuviera pensando en festejar un encuentro.

Acepté el café en ese momento de frustración nerviosa, alterada por el llanto y una lata de manzanita lift, con la claridad húmeda de mis pupilas que afortunadamente se evaporaban por el viento que llegaba del jardín. Agregó que era verdaderamente impresionante ver una mujer como yo, llorando; así de ese modo, imprevisible y gratuito como si llorar fuera tan fácil como reír, como palpar el pétalo de una flor o probar la nostalgia del atardecer o escuchar los latidos rítmicos de un corazón atolondrado sin motivo, sin una razón lógica para activar la marea interior.

Quedé presa en su mirada, cautiva en sus ojos de ébano cuando me dijo: “Me siento tan culpable como nunca me he sentido, más aún que cuando maté por primera vez”.

—¿Mataste a alguien? —pregunté con una ingenuidad reprobable, corrigiendo mis palabras al instante—  no puede ser, estás jugando.

Él me miró de nuevo y sin atenderme, me dijo, “es impresionante cómo se da esto”. Yo no entendía lo que quería decirme e interrogué de nuevo ¿a qué te refieres? “Esto lo debemos comentar después, porque hay signos importantes en lo sucedido”. ¿A cuáles te refieres?, le dije. “Principalmente a dos, uno: hacerte llorar de este modo, y dos: mira nomás: cómo evades mi mirada; eso no es normal”.

¿Cómo te llamas? Le pregunté para no contestar. Él respondió “Julio; me llamó Julio…” Entonces añadió: “Arquímides o Rubens” o algo así. “Debemos reunirnos en un café; dame tu teléfono”, pidió abriendo una libretita de direcciones. El teléfono de la oficina es… “No, no, dame tu celular”. Es lo mismo, le dije apresurando la respuesta. El teléfono es… Lo anotó de prisa, pero cuando me acerqué, vi que faltaba un número. “Ah, sí, qué bueno que te fijaste”, dijo. “Dame tu correo”, y se lo di, pero también lo anotó mal, porque lo escribió en singular. No, no, así no, le dije. Entonces me pidió: “anótalo tú, por favor”, entregándome la libreta. “Te veré mañana; te marcaré a las diez ¿te parece?” Bueno, sí, está bien —contesté más tranquila.

—Te conozco, ¿verdad? —interrogó de pronto, retomando la conversación.

— Claro que no. Aunque me parece haberte visto de lejos, hace mucho tiempo, pero no nos conocemos.

—Me parece que te he visto en algún lado, es más, siento como que te quiero —agregó con tono sincero.

—Estás jugando, eso no puede ser; si ni me conocías.

—Esto es algo especial, muy extraño por cierto: el hecho de conocernos así, de este modo: tan inusual; debe ser por algo. Estas coincidencias no pasan todos los días —añadió dando importancia a lo sucedido.

—¿Me perdonas? —suplicó mirándome a los ojos.

—Sí, ya pasó. Olvídalo —le dije.

—¿De verdad me perdonas? —volvió a preguntar con dulce voz, mostrando verdadero arrepentimiento por haber sido tan descortés.

—¿En qué trabajas? —pregunté por preguntar.

—No trabajo —contestó muy serio.
—Ah —recapacité deduciendo que su trabajo era precisamente la fotografía, y añadí tratando de dar otro sentido a mis palabras —Entonces ¡tú eres cigarra, y yo soy hormiga!

—Bueno —reparó él— después te platico en qué trabajo. Mañana te llamaré para caminar entre los árboles tomados de la mano”.

—¡Ay sí, cómo no! —respondí, riéndome por  lo que acababa de decir.

—Bueno, entonces nos vemos —dijo acercándose a mí para despedirse, besándome en la mejilla, y fue entonces cuando me dijo suavemente al oído: ¡Abrázame! Subí los brazos para hacerlo, y entonces escuché su voz cálida y  persuasiva: “Pero fuerte, abrázame fuerte”, entonces posé mis brazos sobre sus hombros.

Esa noche, la oscuridad fue más intensa, el sueño más ligero y mis cuestionamientos más ágiles. No entendía en mi perturbado entendimiento por qué había reaccionado así, tan estúpidamente, poniéndome a llorar ante un completo extraño que me eliminaba de sus fotos; ¡qué traumas tendré, Dios mío! pensaba a mitad de la oscuridad; qué es lo que me filtra el sentimiento hasta la médula cuando alguien me excluye de su patética luz artificial.

Amaneció muy lento, como que el día no quería empezar, como si las golondrinas tuvieran pereza para iniciar el vuelo, como si los rayos tibios del sol no consiguieran despertar a las flores, ni motivar a los gallos para cantar.

Pasaron las diez, las doce, las cuatro, las ocho, y nunca llamó el joven que quería caminar conmigo entre los árboles. Nunca tampoco escribió a mi correo, ni mandó un mensaje al celular. Se desvaneció evidentemente en su rutina acostumbrada de mentir, pero ¿para qué?, ¿para qué mentirme?, ¿por qué su actitud discriminatoria y su soberbia al portar un artefacto de poder?

Esto ya no debe de extrañarme, porque ese hombre llegó en un instante de tribulación, abruptamente, a romper con mi aparente tranquilidad, invadiendo mi espacio y robándome el aire que inhalaba, sin embargo me sigo preguntando ¿por qué perdí la capacidad y el control de mis emociones en un reflejo ficticio sin un motivo relevante, ni trascendente, ni perenne?

Tal vez fue solamente una reacción secundaria, un destello de dolor, una apertura del silencio; simplemente la gota que derramó mi cáliz por el hecho aún inaceptable de haber perdido a mi padre.


Enero 2013



Martha Estela Torres Torres tiene licenciatura en letras españolas y maestría en humanidades. Entre sus libros publicados están: Hojas de magnolia, La ciudad de los siete puentes, Arrecifes de sal, Cinco damas y un alfil y Pasión literaria. Actualmente es profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y editora en la Universidad Autónoma de Chihuahua.

1 comentario:

  1. La vida se nubla cuando alguien se va, el vacío lo llenan las penas, aparecen confusión y lágrimas por encima de la voluntad.

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