Coleccionista
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Por Rubén
Rey
Luis
Francisco tenía cáncer, de los que matan. Ni para qué buscarle más: seis
doctores no podrían estar equivocados y menos cuando los emolumentos de la
mitad de tres de ellos eran en dólares.
31 años no
tan bien vividos tenía el solemne joven no tan joven, adulto no tan crecido. Su
vida –cuando todavía le pertenecía a él y no a la enfermedad– la había pasado
ostentando un estilo de vida acomodado y demasiado tranquilo. Afortunadamente
para él, luego de tres décadas de sonambulismo existencial, Dios y sus caminos
misteriosos le mostraron la ruta a seguir.
Con un nada
meritorio y casi forzado doctorado a su joven
edad, Luis Francisco era una rata de biblioteca. Sus calificaciones no eran las
más sobresalientes, pero sí convincentes para que sus padres solventaran gastos
académicos –alguna gracia habría de tener el muchacho–.
Aunque el
par de casi ancianos estaban al tanto de los estudios de Luis-Fra, eran otros
estudios, los médicos, los que quedaban en su total ignorancia. Así lo decidió
el doctor de las tres décadas.
Y hablando
de años, a él le quedaba no mucho tiempo más de vida. Sí, podría pasarlos en la
comodidad de su hogar-mazmorra leyendo e inundándose de conocimientos que no
iba a poder usar de cualquier manera, o podría embarcarse en un periplo que
formaba parte de sus pesadillas más anheladas.
A nuestro
ávido lector le llamaban poderosamente la atención los temas de ocultismo y
todo lo relacionado con el reino de los demonios y los dominios paranormales.
Esto iba más allá de un hobby, y el cuasi prodigio mandaba textos a revistas de
la categoría de Weird Tales y otras
menos conocidas. ¡Su colección era impresionante! El catálogo de publicaciones
de contenido blasfemo era casi tan viejo como Luis Francisco, el cual se sentía
orgulloso de los montones de revistas que tenía.
Entre relato
y relato, el ahora enfermo Luis-Fra recordaba un artículo que versaba acerca de
un conjunto de objetos que eran, a vista del perturbado autor, los más malditos.
Teniendo el
tiempo en su contra y el cáncer a su favor, el último deseo del doctor que
otros no podrían curar era claro: iba a coleccionarlos, uno a uno. Iba a viajar
por todo el mundo equipado con lo que fuera necesario e iba a gastarse los
ahorros de su vida. Ya no le importaba nada más que la fe ciega que lo
conduciría a los malévolos cuerpos que él, Luis Francisco, se disponía a juntar
uno a uno.
Empezaría lo
antes posible y, con la vieja revista enrollada como su compañera y cómplice,
musitaba el primer espantoso destino al que lo llevarían sus andanzas: Luisiana,
Estados Unidos.
El espejo de
Myrtles... [Este texto continuará]
La muerte no tiene orilla; hasta los más terminales moribundos la miran lejana. Es mar sin playas ni puertos, la entrada es el más hondo centro.
ResponderEliminarmas pelada mercadolibre.com
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