Quetzalcoatl.
Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 7: Una visita sorpresa
Por Fructuoso Irigoyen
Rascón
Una figura
misteriosa, veloz y escurridiza salió de entre los callejones que llevaban a la
plaza mayor. Se detuvo detrás de la estela y se cercioró de que los guardias al
pie de la escalera del palacio del príncipe, y los que estaban en lo alto de la
misma escoltando la puerta principal, no lo hubieran visto. Una vez que estuvo Seguro,
corrió hacia uno de los taludes laterales sobre los cuales estaba el palacio.
Con habilidad felina que nos recuerda la de Tlacomixtli ‒que, como hemos visto, efectuaba maniobras
similares‒
trepó por el talud ayudándose de pequeñas irregularidades, hoyos y
grietas del revestimiento del edificio. En un santiamén estaba en la plataforma
superior, detrás de una de las columnas. Desde su punto de ventaja podía ver la
silueta del guardia a la derecha de la Puerta, y la nariz del que estaba a la
izquierda. Esperó un rato y oyó al guardia de la derecha decir a su compañero:
—Voy
abajo.
La
sombra aprovechó la oscuridad y el movimiento del guardia para de un brinco
situarse en la puerta y, sin que el otro guardia se percatase, ya estaba dentro
del palacio. Rápidamente cruzó la antesala de la que hemos hablado antes. Ahí
la luz de las antorchas nos permitirán distinguir la figura atlética de aquel
joven y el magnífico espadín de obsidiana que portaba. Procedío el muchacho a
la sala del trono y con otro par de saltos felinos se colocó detrás del
respaldo del trono. Ahí estaba sentado Topiltzin, quien quedó sumamente
sorprendido cuando el instrumento cortante que el muchacho llevaba apareció
haciendo ligera presión en su cuello.
—¡Date
por muerto, Ce Ácatl Topilzin Quetzalcóatl!
El
príncipe soltó la carcajada. Había reconocido la voz del intrépido intruso.
—¡Pero cómo
se te ocurre! ¡Malvado Tecpatli!
Tecpatli
y Topilzin habían sido inseparables compañeros cuando aun muy jóvenes, niños,
habían ido por primera vez al norte a guerrear contra las fuerzas chichimecas
que amenazantes marchaban sobre Tula.
—¿Cómo
diantres puedes confiar en esos guardias? No te han matado de milagro.
—Pero
¿quién va a matarme?
—Pues
tus enemigos. De allá afuera los chichimecas, de aquí adentro los tepocas.
—¿Qué
sabes tú de esos?
—De
los chichimecas, hemos matado tantos que tratarán ahora de mandar asesinos, ya
que militarmente no nos pueden igualar. Los tepocas crecen en número, de sus
coritos y grupos de danzantes saldrán los asesinos que nos matarán a ti y a mí.
—Eso
no será mientras haya gente tan habilidosa como tú.
—Y
¿qué me dices de Totonqui y Tompiate?
—Como
sabrás, ascendieron conmigo a puestos en los altos mandos militares. Ahora
mismo vigilan y consolidan nuestras fronteras con los chichimecas en el norte.
—¿Y
tus abuelitos?
—Él
murió, ella vive ahí en la misma casita que tu conoces. Y tú ¿a qué te dedicas?
Te había perdido la huella.
—He
andado entre los mayas, y más lejos. Vieras que hasta allá se oye tu nombre.
Por
un momento, al conversar con su amigo, Topilzin se había alegrado de ser aquel
que era antes, un ser humano como los demás; pero al oír que su nombre
traspasaba las fronteras de la nación tolteca, cayó en la cuenta de que su
deificación había avanzado tanto que ya no podía serlo más. De cualquier manera
permaneció jovial ante Tecpatli, y se concedió permiso de recordar con él los
viejos tiempos. Para finalizar el agradable encuentro, Topillzin le propuso:
—Ya
que fuiste tan hábil para burlar las defensas que tengo, quisiera pedirte que
te quedaras y me ayudaras a reorganizarlas y hacerlas más efectivas. Tu
experiencia Guerrera, y sobre todo la confianza que te tengo, son tus mejores
credenciales para el puesto.
—Sabes
que soy un alma inquieta y que no puedo estar en un solo lugar por much tiempo.
Pero lo pensaré: solo por tratarse de ti.
Ninguno
de los dos amigos podía imaginarse que los enemigos entrarían en el salon del
trono con el permiso tácito de Topilzin.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
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